Manuel Taño ‘de las Paredes’ y su casa en Los Llanos de Aridane
De todos es conocida, especialmente por los habitantes de la actual ciudad de El Paso, la figura de ‘Manuel de las Paredes’. Según la tradición oral que hemos oído a nuestros padres y abuelos, fue depositado por su infeliz y desconocida madre sobre unas paredes de piedra poco después de nacer y adoptado por una familia acomodada de aquel lugar. Convertido después en un hombre de provecho, abanderó la creación del actual municipio de El Paso, del que fuera su primer alcalde en 1837.
En estos días tuvimos la ocasión de volver a leer un documento que habíamos fotografiado justamente el verano pasado, antes de la erupción del aciago volcán que cambió nuestras vidas. Se trataba del testamento que Vicente Taño de Alcalá y su esposa Ambrosia Fernández Cuevas y Armas, naturales y vecinos de El Paso, otorgaron ante el escribano José Manuel Salazar en 1808. De avanzada edad y sin hijos, durante su matrimonio ambos, marido y mujer, con su esfuerzo y su sacrificio, tal y como señalaron explícitamente, habían adquirido diferentes bienes gananciales: una casa en la calle Real del pueblo de Los Llanos, con su sitio y “unos árboles naranjos”, un telar, un pedazo de tierra y morales por encima de la ermita de Bonanza, una caldera de destilar, seis vacas, una yegua, dos mulas y un mulo, un trozo de cabras salvajes en las laderas y camino nuevo, otras 24 cabras mansas, dos puercas y dos puercos…
De su madre, Antonia Josefa de Alcalá, su hijo Vicente Taño, tío materno del prócer aridanense Francisco Fernández Taño, había heredado un asiento con un huerto de árboles en El Paso, que, cuando se lo dieron por unos cortos 75 pesos, se hallaba montuoso y sin cultivo alguno. En él fabricaron maridablemente, “con su sudor y trabajo”, una casa, cocina, tanque de recoger agua y huertas para el plantío de papas y otras semillas, cuyo valor ascendía por entonces a unos 2.000 pesos. En sus últimas voluntades dispusieron, además, que a su fallecimiento sus cuerpos fuesen trasladados a la casa que poseían en la calle Real del pueblo de Los Llanos, para que desde allí el venerable cura y todos los capellanes los viniesen a buscar y llevar a la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios para ser enterrados en el lado del evangelio de su capilla mayor, en la sepultura en la que sus mayores lo habían sido generación tras generación.
Hasta aquí nada fuera de lo común respecto al modo de vida y los trabajos cotidianos que marcaron la existencia de nuestros antepasados. La siguiente cláusula sí nos llamó la atención. En ella Vicente Taño y su esposa declararon que habían criado y educado como hijo propio y con amor paternal a un niño, a la sazón con ocho años de edad, que habían encontrado sobre unas paredes cuando bajaban la noche de Navidad a escuchar la misa del gallo en la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios: “que se halló acabado de nasido sobre una pared inmediata al camino real que va a Los Llanos, al tiempo de hir la noche del nasimiento para la parroquia de este lugar el año de mil ochocientos, el qual niño se llebó a bautisar y se le puso por nombre Manuel”. Evidentemente estaba claro de quién se trataba. Era ‘Manuel de las Paredes’, el artífice que alumbró el nacimiento del actual municipio de El Paso. “Considerando la infelicidad y desgrasia que se le pudo haber ocasionado”, lo nombraron heredero de todos los bienes que habían adquirido durante su matrimonio, así raíces como muebles, y todo lo que se hallase de puertas adentro, con el firme deseo además de casarlo con alguna de sus sobrinas. Conforme a su voluntad, Manuel Taño, hijo de “padres no conocidos”, según su partida de enlace, contrajo efectivamente matrimonio en 1821 con María Taño Capote.
‘Manuel de las Paredes’ conservó también durante toda su vida la casa a la que fue llevado para ser bautizado en la iglesia de Nuestra Señora de los Remedios (Real, n.º 52), la misma que Vicente Taño de Alcalá había comprado en 1798 a doña Antonia y doña María Nicolasa Carballo Wangüemert, a cuya generosidad se debe la construcción del cementerio parroquial, hermanas y herederas del doctor don José Antonio Carballo y Wangüemert (1750-1799), uno de los primeros aridanenses que brilló con luz propia gracias a los estudios que cursó en Sevilla, Madrid y América, licenciado en leyes, abogado, canónigo y deán electo de las catedrales de Guadalajara (México) y Caracas. Sus hoy despersonalizadas paredes fueron testigos de la fragua, el nacimiento y segregación de la actual ciudad de El Paso. En ella vivió el primer alcalde pasense, que compartió su residencia entre la casa que había heredado de sus padres adoptivos en El Paso y la que le dejaron en la calle Real de Los Llanos de Aridane, pueblo este último del que fue primero regidor y después síndico personero (1828), encargado como tal de velar por el bien común y el interés público. Tras su muerte en 1855, su hijo, don José María Taño y Taño, natural de El Paso y vecino de la villa de San Antonio de los Baños, en la isla de Cuba, vendió el inmueble en 1862 a don Manuel Camacho Pino.
Esta antigua vivienda, antaño residencia de la familia Carballo Wangüemert, es hoy la imagen de la nada. Magnífico y singular exponente de la arquitectura tradicional llanense, era uno de los mejor conservados (bastardeados y adulterados, a día de hoy prácticamente ya solo quedan dos o a lo sumo tres ejemplares comparables). La deplorable intervención que sufrió en 2012 le arrebató todo su valor e interés, al igual que ha sucedido con otras conocidas edificaciones en la misma calle Real, como ha sido el caso de la vecina casa Bethencourt (Real, n.º 56) o la antigua farmacia de don Guzmán (Real, n.º 18). No podemos autoengañarnos para eludir nuestro grado de responsabilidad, ni siquiera aplicando una legislación falsamente protectora que pretende hacernos creer que esto es conservar y que además nos saltamos a la torera una y otra vez. La falta de voluntad y de compromiso nos ha llevado a este estado, en el que cada vez cobra más realidad, con respecto al centro histórico de Los Llanos de Aridane, aquella conocida frase: “Entre todas la mataron y ella sola se murió”.
Estas casas no son solo piedras, modos o estilos arquitectónicos. Representan, como en este caso, una página destacada de la historia del Valle de Aridane. Estas “piedras viejas” continúan hablando a quien quiera oírlas. Están destinadas a recordar a las futuras generaciones quiénes éramos y quiénes debemos ser. Es deber, de las gentes de bien, escuchar al pasado y, ante el mal llamado “progreso” y materialismo reinante, reflexionar y evitar silenciarlas para siempre.
*Jesús Pérez Morera es doctor en Historia del Arte (Universidad de La Laguna)
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