Una serie de catastróficas desdichas bajo la tormenta del volcán
Desde la ventana de un segundo piso se escucha el quejido de un hombre flacucho, vestido con un chaleco fluorescente en el que pone Ayuntamiento de Los Llanos de Aridane, unos pantalones oscuros y una gorra aplanada. El grito o lamento o gemido se percibe en casi toda la calle y dura varios segundos. Hay una explicación: el sujeto en cuestión estaba retirando ceniza de la vía pública. Y eso, estos días, tiene su aquel. La arena volcánica, que ya forma parte de la vida de los palmeros desde que entró en erupción el volcán de Cumbre Vieja, se ha mezclado con el agua de las lluvias torrenciales que han caído sobre la isla desde este jueves, formando una especie de cemento imperfecto difícil de remover. La tormenta ha provocado el rebosamiento de alcantarillas, achiques de agua, problemas con el tendido eléctrico e inundación de viviendas.
La Agencia Estatal de Meteorología estableció para este viernes el nivel de alerta naranja en La Palma por lluvias que podrían acumular hasta 60 litros por metro cuadrado en 12 horas. El Cabildo insular prohibió que los vecinos afectados acudan a las casas en zonas evacuadas por miedo a que se produzcan escorrentías y derrumbamientos. Según informó esta tarde el director del Plan de Emergencias Volcánicas de Canarias (PEVOLCA), Miguel Ángel Marcuende, las coladas de lava del volcán han modificado el terreno, por lo que el agua ya no fluye por donde lo hacía antes. Varias zonas costeras de la isla se encuentran en riesgo de inundación por ello.
Pedro barre y barre bajo un aguacero que viene y va en la localidad de El Paso. A él apenas se le ve la cara. Tiene encima un chubasquero enorme que le cubre el cuerpo entero y unas botas. De fondo, el sonido de las carretillas de cenizas retumba cada segundo. Ese es el ruido lejano. Mientras, Pedro continúa con su lucha. “Estoy limpiando porque se me inundó la casa ayer, si no [fuera por eso] que le den por culo a la arena”, exclama entre risas. El chico quiere refrendar su testimonio con una prueba gráfica y acerca el móvil. “Mira”, apunta a la pantalla, en la que se ve una cocina anegada, “eso parecía una piscina ahí dentro. Pero a los cuartos y todo, eh. Empezamos a descargar a las 23:00 y terminamos a las 03:00. Hacía montón de años que no pasaba así. Desde 2012, más o menos”. Y vuelta a escobar.
El arrastre de las palas también conforma la banda sonora del refugio de los animales rescatados tras la erupción. Sobre el tejado, un operario limpia todo el material que se ha acumulado desde la pasada noche, cuando el vendaval empantanó las canchas del Instituto Eusebio Barreto, en Los Llanos de Aridane, donde hay más de un centenar de perros y gatos, principalmente. El suelo del recinto ahora está dividido por hileras de arena volcánica endurecida. Las jaulas están cubiertas por si la lluvia vuelve a hacer acto de presencia. Los voluntarios tuvieron que salir corriendo de sus casas para salvar, incluso, los medicamentos emplazados bajo la carpa.
“La ceniza tapó toda la canaleta del tejado y por eso se ha acumulado… Además, ayer no llovía vertical. Empezó a caer por todos lados” en un refugio sin paredes, señala Cesáreo, veterinario de 51 años. “[El agua] entraba por ahí, entraba por aquí. Luego en el terreno. Una vez que lo hacía, iba buscando los desagües y atravesaba todo el espacio. Esto no estaba preparado para algo así”. La organización animalista Leales.org ha calificado al lugar de “chapuza improvisada” por no soportar ni una “simple lluvia”. Trasladar a los animales, eso sí, parece improbable. “Hay un montón de historias dentro y es complicado. Para ellos estar aquí, fuera de su entorno, ya es un estrés. Dentro de lo que cabe, ya llevan tiempo y se han habituado un poco. Volver a sacarlos de aquí… Solo si no hay más remedio”, concluye Cesáreo.
De nuevo, suenan los escobones en un pequeño túnel a la altura de la montaña de Triana. Un grupo de cinco voluntarios cepilla sin descanso el margen de la carretera exterior de Los Llanos. Lo hacen con prisa. De taponarse el desagüe de la cuneta, la pista podría encharcarse. Estuvieron por aquí durante la mañana, pero cayó un chaparrón y tuvieron que parar. Ahora van a contrarreloj. “Si no sacamos esto [el polvo volcánico] y llueve mucho, la calzada se llena de agua”, confiesa Raides, que habla mientras se desloma trabajando.
“No hay dolor”, dice este palmero. “No hay dolor”. Raides, para aclarar su reiteración, admite que ha estado más de 20 años cargando piñas de plátano. A él no le cuesta. Que hay cosas peores, agrega. Y tanto. Se levanta a las 06:00 con el objetivo de retirar la ceniza de las calles de su isla y termina a las 18:00. “Ya tenemos callo”. Y vuelve a razonar su comentario. “Cargando piñas salía a las siete de la mañana y no sabía cuándo regresaba. Ahora mismo no puedo trabajar. Ni eso ni estar en mi casa. Vivo en La Bombilla, estoy desalojado. Yo trabajaba en Los Guirres, con los plátanos que había allí. De 38 fanegas que teníamos, nos hemos quedado con 14. No hay nada”.
Lluvias en un noviembre volcánico
En 1949, también a finales de noviembre, La Palma recibió las primeras lluvias después de una erupción, en este caso la del volcán de San Juan. El informe La erupción del Nambroque en la Isla de La Palma, firmado por el ingeniero de minas José Romero Ortiz, recoge este suceso, que estuvo marcado por ciertos destrozos y derrumbamientos, un episodio que parece haber sido mucho peor que el que se está viviendo en estos momentos. Pero con algunas semejanzas. “Toda vez que la lava ha corrido por las vaguadas obturando los cauces naturales, y los elementos detríticos y sueltos depositados han llegado a cambiar, también, la topografía”.
Según el documento, hubo daños en el puente del barranco de las Goteras, la carretera (la única, al parecer), quedó interrumpida del kilómetro 35 al 42, “impidiendo el transporte de expediciones de frutas, valoradas en más de un millón de pesetas”. Cuando llegó diciembre, el panorama empeoró. “Por todas partes descendían masas barrosas y de piedras hasta con cinco o seis metros de altura, que produjeron un quíntuplo de daños, con relación a los anteriores”, continúa el texto.
Telva vive a unos metros de la zona de exclusión del volcán de La Palma. Vivió muy de cerca el espectáculo de fuego y rayos que hubo en la madrugada del viernes, la que muchos palmeros describen como una de las peores desde que se creó una montaña de fuego en la ladera de Cumbre Vieja. Ella, que tiene más de 80 años, recuerda la erupción de San Juan, a la que rememora con cierto cariño. “Mi madre me estaba haciendo las trenzas cuando sentí un temblor que casi me caigo. (…) Íbamos todos los días a ver la lava, que era uniforme, no como esta, que se desvía por donde le da la gana”.
Telva asegura que por entonces no hubo una lluvia de cenizas como ahora. Que a lo largo de todo el proceso eruptivo del volcán de San Juan iba y volvía del colegio sin ningún problema. “Esta azotea de mi casa se ha limpiado muchas veces ya”, afirma con resignación. Antes de empezar a hablar, ella también se encontraba barriendo.
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