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Deseo
Baruch Spinoza, uno de los más grandes filósofos de la historia, decía que no podemos dejar de pensar, pero tampoco podemos dejar de sentir. La razón y los afectos –el amor, el odio, la compasión, la ira, la esperanza, etcétera– son, y deben ser, complementarios, pues ambos forman parte de nuestra naturaleza. No obstante, lo que nos mueve a actuar no es la razón, sino el deseo, al que los afectos dan forma. Por eso Spinoza afirmaba que el deseo es la esencia humana.
«Conócete a ti mismo», la célebre inscripción que se encontraba en el frontón del templo de Delfos dedicado al dios Apolo, condensa en apenas cuatro palabras la gran tarea del ser humano. Y para intentar llevar a término tan colosal faena, el conocimiento de los deseos no es cosa menor, o dicho de otra manera, es cosa mayor. La razón debe maniobrar sutilmente para conocer –y colaborar con– los afectos y deseos que nos mueven, para así poder vivir tranquilos e incluso felices.
La importancia decisiva del autoconocimiento aparece en todas aquellas narraciones en las que sus protagonistas se enfrentan a la situación de poder realizar sus deseos. Es bien conocido el mito griego del rey Midas, al que no se le ocurrió otra cosa que pedirle al dios Dioniso que le concediera convertir en dorado oro todo aquello que tocase. Deletérea cualidad que, por sus muy funestas consecuencias, es una advertencia para todos los avariciosos que en el mundo son.
El cuento del frotador de lámparas Aladino no acaba tan trágicamente porque, como se sabe, sus apetitos eran de naturaleza doméstico-conyugal, a priori menos censurables. Casi todas las fábulas de este pelaje están adobadas con un moralismo un tanto indigesto. Por eso yo prefiero historias como esta que Jean-Claude Carrière recoge en su fantástico libro El círculo de los mentirosos:
«El genio liberado le dice al pescador:
- Pide tres deseos y yo te los daré. ¿Cuál es el primer deseo?
- Helo aquí –dijo el pescador–. Me gustaría que me hicieses lo bastante inteligente para hacer una elección perfecta de los otros dos deseos.
- Hecho –dijo el genio–. Y ahora, ¿cuáles son tus otros deseos?
El pescador reflexionó un momento y contestó:
- Gracias. No tengo más deseos».
He aquí un sabroso ejemplo de cómo la razón, cooperando con los afectos, satisface inmediatamente un deseo produciendo tranquilidad y felicidad. El único problema: casi parece ciencia-ficción. Y hablando de ciencia-ficción llego a donde quería, porque debo confesarle (y lo hago de buena fe, y confiando en su benevolencia) que yo sólo quiero hablar de Stalker, una película soviética, presuntamente de ciencia-ficción, dirigida por Andrei Tarkovski en 1979.
El caso es que he escrito toda la parrafada precedente para poder justificar este antojo mío, y quizá he sido muy torpe en mi proceder, pues: 1) ya he fundido más de la mitad del espacio que se me concede para mis ocurrencias y todavía no he dicho nada de Stalker, y 2) no tengo nada claro que lo que he escrito más arriba le anime a continuar; pero como eso depende sobre todo de su voluntad lectora y, en menor medida, de mi habilidad escritora, no pienso enredarme más y doy paso sin más dilación al siguiente párrafo donde prometo centrarme, si nada me lo impide, en la película ya mencionada.
La acción de Stalker se sitúa en un tiempo y un lugar indeterminado (aunque uno intuye que no debe estar lejos de la URSS setentera) tras el supuesto impacto de un meteorito en lo que, desde ese momento, se conocerá como la Zona. Las autoridades, en su burocrático afán de secretismo, decidieron impedir el acceso al lugar de la catástrofe. Pero como de lo desconocido surge lo misterioso sin apenas esfuerzo, al poco tiempo comenzaron a circular rumores que afirmaban que en la Zona había una Habitación en la cual, simplemente por entrar, tu deseo más íntimo se haría realidad.
Así, de lo misterioso se pasó a lo milagroso y eso disparó las esperanzas de muchos. Como el acceso a la Zona estaba prohibido, surgieron unos individuos, los stalkers, que, por unos dineros, conducían clandestinamente a desesperados a la Zona y a la Habitación. Los protagonistas de la película son un «Stalker» y sus dos clientes, dos personajes también sin nombre: «Profesor» y «Escritor». Las más de dos horas y media de película se sustancian en: 1) un prólogo de preparación para el viaje, 2) la excursión propiamente dicha por la misteriosamente banal y aparentemente peligrosa Zona, y la llegada a la Habitación, y 3) un epílogo.
Es fundamental tener en cuenta que en la Habitación no se concede (supuestamente) el deseo que se cree tener y que se pide, sino que se concede el deseo más profundo e íntimo sin que sea necesario explicitarlo. Habrá quien piense que entre lo que se cree desear y lo que realmente se desea no hay diferencia alguna. Para poner en duda esa seguridad, en la película se cuenta la historia de un individuo –otro stalker al que llaman «Puercoespín»– que contribuyó a la muerte de su hermano en la Zona. Devastado por el arrepentimiento decidió entrar en la Habitación para que se le concediera el deseo de ver a su hermano resucitado. Cuando llegó a su casa no encontró precisamente a su hermano, sino un buen montón de rublos. «Puercoespín» no entendió que la Habitación no era una ventana a otro mundo ideal, sino un espejo que le devolvió una imagen tan terrible de sí mismo (la de un soviético rey Midas en potencia) que, una semana después, decidió ahorcarse. Quién sabe, quizá nuestro deseo más íntimo es una cosa absolutamente trivial, o peor todavía, algo que nos horrorizaría conocer e incluso podría arrasar nuestra vida, como le sucedió a «Puercoespín».
Si no ha visto la película debo decirle que es la más sublime y aburrida de la historia. Esto, que puede parecer contradictorio, no lo es en absoluto, como intentaré explicar a continuación. Stalker resulta extremadamente aburrida por la acción casi nula que se desarrolla en todo el metraje, porque dicha acción se ejecuta a velocidad de paseo (es una road movie a ritmo de caracol), porque los diálogos son muy profundos (ni rastro de humor, todo es muy filosófico y muy serio) y, por si fuera poco, es terriblemente ambigua (aunque esto también puede ser una virtud).
Lo sublime de Stalker reside precisamente en todo lo que la hace majestuosamente tediosa: si ese hastío inicial (y mi vandálico comentario del párrafo anterior) no le desanima y tiene paciencia, la película puede comenzar a despertar su interés; si tampoco desiste en esa fase, quizá descubra que su aburrimiento se va convirtiendo poco a poco en una forma de atención de especial intensidad. Llegado ese momento, probablemente le falte poco para convertirse en uno más de ese grupo de peregrinaje a la Habitación. Y si resiste hasta el final le aseguro que usted, sí, usted, no sólo verá la Habitación, sino que incluso entrará en ella. Así que será mejor que antes de dar el último paso reflexione acerca de si se conoce lo suficiente a sí mismo, si se siente preparado para que –posiblemente, quién sabe– su deseo más íntimo, más profundo y quizá más desconocido, se pueda hacer realidad.
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