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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Libertad

La libertad tenía un precio. | JORGE VILLASOL

Jorge Villasol

Los casos que activan los debates sobre la naturaleza y los límites de la libertad de expresión se propagan como incendios: en cuanto uno se extingue, ya se huele la humareda de otro. En esos debates –tengan lugar en sede parlamentaria, periodística, callejera, o en el, desde ese momento, inestable confort del salón comedor–, suele descollar un individuo que se caracteriza por: 1) su oceánico saber (es experto en todo y siente una inextinguible necesidad de levantar acta de ello a cada instante), y 2) su ubicuidad (siempre está presente). Detrás de tan divina apariencia se suele agazapar la indigencia conceptual («las cosas son más sencillas de lo que crees»), el poderío en la argumentación elíptica («la libertad de uno acaba donde comienza la del otro»), y el sentido común de baja intensidad («cada uno es libre de decir lo que le dé la gana»).

En cuanto un individuo de esos gestiona el debate sobre la polémica de turno las posiciones intermedias se volatilizan y el mundo se divide en dos: bomberos y pirómanos. A medida que avanza la discusión surgen dos seres intermedios: los bomberos pirómanos (dispuestos a apagar la fogata con lanzallamas) y los bomberos toreros (que no sofocan ni avivan el incendio, pero tienen su gracia). Si uno no es un integrista, rápidamente intuye que los bomberos, los pirómanos y los seres intermedios se distribuyen por igual en todo el espectro ideológico. Sí, en los que comparten su ideología –y la mía, si se diera el caso de que usted y yo no la compartimos– también.

Como no tengo respuestas para ninguna de las continuas querellas sobre la libertad de expresión que se suceden casi a diario, a partir de este párrafo comentaré muy sucintamente la historia del concepto «libertad de expresión» y remataré el asunto con algunas preguntas. Si me acompaña hasta el final y acaba con más dudas de las que tenía cuando comenzó a leer, ya seremos dos. Y si a medida que avanza se le amontonan las certezas, hágamelo saber, porque yo ando muy desorientado en este asunto. ¿Cómo? ¿Pretende ejercer de guía jactándose de estar muy desorientado? Sí.

Como concepto, la libertad de expresión nace con la democracia ateniense (y, por tanto, con la filosofía). Los primeros pasos para el establecimiento del concepto están vinculados a la aparición en el siglo VI a.n.e. de la polis, la ciudad-estado, que produce una reconfiguración del orden social, que comienza a regularse por la isonomía (igualdad de participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder: igualdad ante la ley) y la isegoría (igualdad de derecho para el uso público de la palabra en la asamblea: libertad de expresión).

Una de las víctimas más conocidas de la censura fue Sócrates, condenado a muerte por pretender introducir nuevos dioses en la ciudad y corromper a los jóvenes; por socavar las costumbres de la polis al promover la discusión, el debate, la argumentación. Porque Sócrates, además de notoriamente feo, iba de chulo presumiendo de no saber nada y era de natural preguntón (y, tal como demuestra la conducta de los niños, las preguntas pueden ser mucho más inquietantes que las respuestas). A su condena contribuyó de manera decisiva la imagen que se creó de él como sofista, especialmente gracias a Las nubes, la sátira política que contra los sofistas y sus enseñanzas escribió Aristófanes. Y precisamente las sátiras constituyen uno de los géneros (literarios, en artes gráficas, escénicas, etc.) que más han tensado los límites de la libertad de expresión a lo largo de la historia.

La libertad de expresión comienza a ser considerada un derecho universal con el surgimiento de los estados liberales en el siglo XVIII, siendo recogido en distintos documentos de derecho público (los artículos 10 y 11 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, Francia, 1789; o la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, 1791), hasta llegar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos promulgada por la ONU en 1948, cuyo artículo 19 dice lo siguiente: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión».

¿Cómo se justifica la libertad de expresión como derecho? Pues principalmente porque se considera que del ejercicio de ese derecho se derivan consecuencias deseables, como pueden ser: 1) la promoción de la verdad, 2) la promoción de la autonomía, y 3) la contribución al fortalecimiento de virtudes esenciales para la democracia. Visto así cuesta creer que la libertad de expresión, en tanto derecho, pueda discutirse. Pero los problemas empiezan precisamente aquí, porque a partir de cada una de esas consecuencias deseables, crecen desbocadamente las preguntas y las dudas:

1) La libertad de expresión es un medio esencial para el descubrimiento y promoción de la verdad:

a) Pero ¿quién y desde qué instancia se decide qué es verdad? Según una Encuesta de Percepción Social de la Ciencia presentada en abril de 2015, un 27,5% de los españoles piensa que es el Sol el que gira alrededor de la Tierra y no al revés (en 2006 era el 38,6%, así que estamos saliendo de la crisis cósmica). La libertad de conciencia debe ser inviolable, pero ¿se pueden equiparar, por ejemplo en la legislación educativa, el heliocentrismo y el geocentrismo?

b) ¿Cómo se pueden regular los ámbitos y discursos cuyo objetivo no es necesariamente descubrir la verdad, como por ejemplo el humor o el arte? En los países democráticos los casos de censura a publicaciones satíricas o a obras de arte son relativamente habituales. ¿Se debe poner límite a la libertad de expresión en esos ámbitos? Hace unos meses escuché a un representante político afirmar que todo aquello que ofenda a cualquier persona debería ser censurado. Condición sin duda muy exigente, pues sin ir más lejos a mí esa propuesta me ofende gravísimamente. A no ser que uno se sienta un Franco en miniatura (valga la redundancia), sería recomendable buscar soluciones más democráticas. Pero ¿cuáles serían esas soluciones si lo que está en juego no es el esclarecimiento de la verdad?

c) Si la verdad puede surgir de una competición de ideas, ¿no parten con ventaja los grandes medios de comunicación y los que los controlan o tienen influencia en ellos? En España, tanto los grandes medios de comunicación como los principales núcleos de influencia intelectual y económica apuestan diestramente y sin enrojecerse por la asimetría ideológica. Si, como parece evidente, la libertad de mercado de bienes y servicios no impide que existan monopolios u oligopolios, ¿cómo se puede garantizar el pluralismo en el libre mercado de las ideas? Puesto que los Estados no tienen visos de desaparecer en los próximos días, su papel en este punto seguirá siendo decisivo, para bien o para mal (que le pregunten a Edward Snowden).

2) La libertad de expresión es un instrumento fundamental para la promoción de la autonomía (el autogobierno personal, la autonomía política, etc.). Pero ¿qué debemos hacer si la afirmación de esa autonomía, propulsada por la libertad de expresión, se concreta en el desprecio a otras personas o colectivos? ¿Dónde ponemos los límites?

3) La libertad de expresión contribuye a fortalecer virtudes esenciales para la democracia:

a) Para que los ciudadanos podamos entender y participar en los procesos políticos, parece imprescindible que se proteja y se promocione la pluralidad en la información política (y aquí le invito a releer lo comentado en el punto 1c). Pero, amparándose en el derecho a la libertad de expresión, ¿se puede extender esa promoción de la pluralidad a otros ámbitos, tales como la publicidad, la literatura o el cine? ¿Cómo justificar la protección de la libertad de expresión para la difusión de contenidos pornográficos, violentos, etc.?

b) Si uno de los propósitos esenciales de la libertad de expresión es el fomento de virtudes democráticas, ¿tiene sentido limitar o incluso censurar los discursos antidemocráticos? ¿Cómo se puede censurar en nombre de la democracia, de la libertad de expresión, sin caer en contradicciones?

El número de preguntas a responder sobre el tema de la libertad de expresión crece a medida que uno reflexiona. Y la dificultad no reside en darles respuesta, sino en hacerlo de manera meditada, rigurosa, honesta y al servicio del bien común; tarea que requiere, como condición necesaria, pensar libremente, y no echando mano de los infames argumentarios de los partidos políticos o su prolongación informativa en los medios de comunicación afines.

Manuel Azaña escribió que «si los españoles hablásemos de lo que entendemos, y nada más, habría un gran silencio que podríamos aprovechar para el trabajo». Eso de emplear el silencio para trabajar no me convence, pero disfrutar de ese silencio por sí mismo, en toda su extensión y profundidad, haciendo un paréntesis en la ensordecedora avalancha de opiniones de la que vivimos rodeados, sería sin duda un gran alivio.

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