En una economía capitalista, en que el centro de la actividad es la producción de bienes y servicios, quedan al margen actividades fundamentales para el desarrollo de la vida humana, como son las referidas a la economía de los cuidados.
Nuestras sociedades han avanzado, aunque de forma parcial, en la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo, y en gran parte gracias a la precarización y falta de derechos de miles de mujeres. Ellas son las que se dedican, cada día, al cuidado de nuestros hogares, nuestros hijos e hijas y personas mayores y dependientes en condiciones de gran desigualdad.
Cierto que en el año 2011 se dio un gran paso, aunque no suficiente, para la incorporación de un elevado número de personas empleadas del hogar a la seguridad social, eliminando su exclusión en función de las horas de trabajo. Esta modificación legal supuso incrementar en más de un cuarenta por ciento el número de empleadas de hogar de alta en la seguridad social. Sin embargo, este avance se vio truncado y estancado por la reforma operada por el gobierno del Partido Popular, que permitió trasladar la obligación de alta a las propias trabajadoras cuando el número de horas mensuales sea inferior a 60. Desde entonces el número de personas afiliadas como trabajadoras del hogar se ha estancado.
Hoy solo figuran de alta unas 430.000 personas realizando tareas domésticas, el 95 por ciento mujeres y un porcentaje superior al 50 por ciento del total son trabajadoras extranjeras con permiso de trabajo, a las que hemos encomendado la tarea de cuidar a nuestros mayores y a nuestros hijos, a cambio de unas condiciones laborales muy precarias. Y son precarias porque no están equiparadas a las del resto de las personas asalariadas.
Por citar algún aspecto, no tienen derecho al desempleo –en la mayoría de países de nuestro entorno gozan de esta protección-, y si la persona que ha cuidado fallece sin medios o es insolvente no pueden acudir al Fondo de Garantía Salarial a reclamar sus deudas salariales pendientes. La indemnización por desistimiento de la persona empleadora o por despido improcedente es muy inferior a la del resto de trabajadores, no pudiendo superar en este último supuesto la cuantía equivalente a los 6 meses. Cotizan por una cuantía máxima de 862 euros, aunque su salario sea superior, por lo que sus prestaciones por enfermedad o por jubilación serán en cuantía ínfima. Hablar de prevención de riesgos laborales para este colectivo no es un derecho, sino mera ficción.
Éstas son las que tienen algunos derechos. Pero, ¿quién no conoce más de una trabajadora doméstica, sin estar de alta en la Seguridad Social?. Miles de mujeres invisibles -pero no por ello inexistentes- en situación de desprotección absoluta y que ya están en situación de pobreza o lo estarán cuando tengan una enfermedad grave o lleguen a una edad avanzada en que no puedan seguir trabajando o durante la situación de maternidad. Los cálculos más optimistas son de que al menos el 30 por ciento de estas personas están en la economía sumergida.
Nuestro silencio nos hace cómplices, cómplices de la discriminación en el mercado de trabajo de esas mujeres que cada día vemos por las calles de nuestras ciudades, acompañando a personas mayores y dependientes. Personas trabajadoras sin voz propia que haga salir a la luz su falta de derechos, y que las convierte en personas invisibles.
Es hora de afrontar esta problemática y su solución. España aún no ha ratificado el Convenio 189 de la OIT sobre el trabajo doméstico, vigente desde septiembre de 2013, que garantiza que las trabajadores domésticas cuenten con condiciones de empleo, trabajo y de seguridad social decentes y sin discriminación respecto al resto de los trabajadores.
Remover los obstáculos de su baja o inexistente sindicalización y prácticamente nulo poder de negociación colectiva, no existiendo convenios colectivos aplicables, debe ser una de las prioridades. Países como Italia o Francia han dado pasos en este sentido favoreciendo la organización de estas trabajadoras, así como la capacidad negociadora que permita la suscripción de convenios colectivos.
El foco de la urgencia debe ser facilitar que esas decenas de miles de empleadas de hogar que hoy están en la economía sumergida, puedan tener derechos. El planteamiento sería otro si en vez de mujeres fueran hombres, no se tolerarían situaciones como las que están sufriendo en pleno siglo XXI. Facilitar su afiliación y alta a la Seguridad Social, con mecanismos iguales o similares a los que existen en Bélgica, Luxemburgo o Suiza (cantón de Ginebra) con el llamado “vale servicio” puede ser un primer paso. Este sistema de cheques ha posibilitado aflorar gran número de trabajos domésticos que estaban en la economía sumergida, así como aplicar beneficios fiscales a las personas empleadoras.
Y, por último, la equiparación urgente de sus derechos laborales y de seguridad social al del resto de los trabajadores, mediante la modificación de las normas que instituyen dichas diferencias, así como una actuación decidida de la Inspección de Trabajo son medidas que no pueden esperar más. Reconocer su derecho a prestaciones como la del desempleo, la equiparación de su cotización al salario real o la protección del Fondo de Garantía Salarial han de ser prioritario.
Como sociedad no nos podemos permitir mirar hacia otro lado ante esta discriminación abierta de mujeres, a las que estamos condenando a la pobreza tanto actual como futura. Los trabajos de los cuidados deben estar en el centro y los derechos de las empleadas domésticas deben equipararse sin demora. La solución está en manos de todas y todos, pero especialmente del poder ejecutivo y legislativo. Abramos los ojos y demos respuestas.