'La pandemia del capitalismo': la paradoja que el coronavirus ha puesto al descubierto
Son tantos los impactos sufridos desde que la covid-19 llamó a nuestras puertas que nos sentimos perplejos y desconcertados. A pesar del tiempo transcurrido continuamos sin comprender lo que nos está pasando y no sabemos cómo afrontar las grandes incertidumbres que se nos abren. Además, llevamos fatal comprobar nuestros límites, así como los de la ciencia y la tecnología. Disponemos ya de mucha información, que no sabemos convertir en conocimiento, quizás porque la realidad es muy fluida y cambiante, sobre todo porque miramos el mundo que está emergiendo con unas gafas viejas y nos cuesta desaprender.
El desconcierto nos lleva a imputar al coronavirus la responsabilidad de muchas de las desgracias que nos acechan, como si fuera un castigo bíblico. Cuando la pandemia no es la causa sino solo el detonante en unos casos, y el acelerador en otros, de procesos que ya estaban en marcha y que nos negábamos a ver. La covid-19 está actuando como un espejo que nos devuelve nuestra propia imagen como sociedad y, al mismo tiempo, como una lupa que agranda nuestros problemas y puntos débiles, los globales y los de cada país o comunidad.
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Lo que me parece ver es que nuestro negacionismo de los riesgos aumenta su fuerza destructiva, que se multiplica por el analfabetismo de la interdependencia en el que nos hemos instalado. Nos negamos a aceptar nuestra gran ecodependencia, a entender que ante problemas globales no hay soluciones locales. Despreciamos la cooperación como componente imprescindible de un mundo interdependiente, lo que agrava el impacto de los riesgos que negamos o pretendemos externalizar.
El coronavirus nos ha enviado potentes mensajes que haríamos bien en tener presentes. Ha hecho emerger la importancia de los bienes comunes que articulan nuestra sociedad y son imprescindibles para garantizar derechos esenciales. El espejo de la covid-19 nos refleja una democracia que sufre fatiga de materiales y nos habla de las dificultades de los Estados nación para abordar por sí solos estos riesgos globales, pero, al mismo tiempo, nos habla de la superioridad de esos Estados, con soberanía limitada, frente a los mercados cuando se trata de garantizar el acceso a los bienes comunes, a derechos esenciales, incluso el funcionamiento de la economía.
La lupa de la covid-19 nos ha permitido comprobar el valor del trabajo —de los trabajos— que han confirmado su gran centralidad social, a pesar de la pérdida de centralidad política de los últimos años. También la importancia que van a tener los trabajos y los conflictos que los representan en la articulación de las sociedades del siglo XXI. Así ha sido siempre a lo largo de la historia de la humanidad y va a continuar siéndolo, aunque aún no sepamos cómo.
El impacto de la covid-19 en nuestras sociedades es parecido al que produce en las personas. Está afectando a cada país en sus partes más débiles, que en el caso de España se concretan en una economía frágil —especialmente en el terreno del empleo— con muchos desequilibrios sectoriales y territoriales, con escasa di-versificación y sustentada en un tejido de pymes y microempresas muy sensible a los impactos económicos; un sistema educativo al que le cuesta cumplir su función social y que ha visto deteriorada su misión de ascensor social; una fiscalidad cadavérica con déficits de suficiencia, equidad y eficiencia; un Estado que, desde sus orígenes se ha mostrado débil emocionalmente, ha tenido dificultades para trabar el consentimiento de la ciudadanía y ha manifestado una autoridad débil. Ahora la lupa del coronavirus nos muestra que, en su configuración autonómica, da muestras de agotamiento y pone de manifiesto los síntomas de la aluminosis que lo acompaña desde su nacimiento. Entre los factores de desgaste, además de la cultura del agravio comparativo, aparece el «conflicto catalán» y su plasmación en el procés.
El elemento central que articula las reflexiones que vienen a continuación gira alrededor del capitalismo ultraliberal como un factor de riesgo global en sí mismo. Por supuesto, no se puede imputar al capitalismo la responsabilidad de la pandemia, sería de un simplismo y maniqueísmo insoportables. Entre otras cosas, porque los humanos hemos sufrido epidemias desde tiempos inmemoriales, mucho antes de que el capitalismo existiera. Pero sí quiero destacar que gran parte de los efectos que está provocando esta pandemia no son imputables a la covid-19, que en muchos casos lo que hace es poner de manifiesto los riesgos preexistentes —estos sí imputables al ultraliberalismo— que agravan o aceleran los impactos del coronavirus.
Asistimos a la gran paradoja de que el capitalismo es hoy el único sistema socioeconómico realmente existente, pero a la vez está dando muestras, cada vez más, de cansancio, agotamiento e insostenibilidad. Así lo percibe una buena parte de la ciudadanía mundial, como ponen de manifiesto, entre otros, los estudios de la Fundación Edelman. En 22 de los 28 países examinados más del 50% de la población considera que el sistema capitalista pro-duce más mal que bien y es socialmente injusto. En España esta opinión alcanza al 60% de la ciudadanía. Nos lo venían advirtiendo las diferentes crisis globales que hemos sufrido durante este siglo, muy especialmente la financiera de 2008, que acabó en la Gran Recesión de 2011. La covid-19 ha sido la confirmación definitiva.
Estas reflexiones me han llevado a plantear la hipótesis de que el capitalismo esté actuando como una verdadera pandemia. El actual sistema socioeconómico presenta síntomas de clara y múltiple insostenibilidad, que se expresan en el terreno ambiental, social y democrático. El origen profundo de esta crisis podría estar en la ruptura del ancestral equilibrio entre competencia y cooperación que acompaña al ser humano. La historia nos dice que cuando este equilibrio se quiebra, la humanidad sufre. El capitalismo global ha elevado la competitividad a la categoría de dioses, al tiempo que niega la cooperación. Se está demostrando que el capitalismo —como cualquier otro sistema socioeconómico— sin cooperación no funciona.
Nuestra contumacia al ignorar o despreciar los riesgos que comporta la injerencia humana en el hábitat natural de los animales está detrás de la irrupción de los virus. A pesar de las evidencias de los riesgos que comporta nuestra soberbia antropocentrista, continuamos negando los riesgos ambientales, especialmente los derivados del calentamiento global del planeta.
La capacidad destructiva del capitalismo se manifiesta también en forma de aumento brutal de las desigualdades de renta y riqueza, que tienen sus causas profundas en el desequilibrio de poderes entre economía global e instituciones políticas locales. Y que se sustentan en un entramado ideológico, el ultraliberalismo, en el que la propiedad privada se concibe y protege como un derecho sin límites; el mercado se ha convertido en un dios absoluto al que le reconocemos la función de regulador de nuestras vidas; a la meritocracia se le ha encargado la legitimación de las grandes desigualdades sociales que provoca el sistema.
Las crisis desencadenadas por la covid-19 están acrecentando esta desigualdad. Mientras la riqueza mundial se ha desplomado en un 8 %, millones de personas pierden sus empleos y miles de empresas entran en bancarrota, un selecto club de supermillonarios aumenta de manera espectacular su patrimonio y su poder político a partir del control de la economía digital.
La desigualdad actúa como un agente corrosivo del consentimiento de la ciudadanía que necesita cualquier sociedad y que es la clave de bóveda de la democracia como forma de organización social. Esa ruptura del consentimiento de la población, junto con la crisis de representación social y política y de las estructuras de mediación social y el efecto carcoma que producen algunas prácticas comunicativas se hallan en la base de la profunda crisis de la democracia que sufrimos.
En este escenario se hace imprescindible ofrecer respuestas que, para ser útiles, deben construirse a partir de la cultura de la interdependencia y la necesaria cooperación a todos los niveles. La Unión Europea, a pesar de sus limitaciones y contradicciones, puede jugar un papel importante, porque tiene en su ADN fundacional la cultura de la cooperación. En medio de estas crisis me parece ver un cierto resurgimiento de esa identidad y de la utilidad de la Unión Europea. Los recientes acuerdos adoptados en su seno comportan un reforzamiento del proyecto europeo, que aparece —por primera vez en mucho tiempo— como un espacio político útil para la ciudadanía europea. Además, se configura como un potente referente alternativo, frente a la batalla que están librando dos países con vocación de imperios, Estados Unidos y China.
Hablamos de capitalismo para referirnos a realidades socioeconómicas distintas, incluso confrontadas. Durante tres siglos hemos transitado del capitalismo manchesteriano clásico al socialdemócrata para instalarnos en el ultraliberal. Hoy, una de las grandes encrucijadas nos sitúa en un cruce de caminos entre la continuidad del ultraliberalismo, el capitalismo de estado asiático o el que comenzamos a conocer como capitalismo de vigilancia. He de reconocerles que cierro estas páginas con una gran duda, no tengo claro si estamos ante la crisis del capitalismo, en su fase ultraliberal, o estamos ante una crisis más profunda, una crisis de civilización. No me atrevo a dar una respuesta. Quizás necesitamos promover una gran disrupción que abra paso al capitalismo de los bienes comunes, para lo que resulta imprescindible alumbrar un nuevo pacto global civilizatorio.
En España, como en todo el mundo, hemos transitado durante estos meses por diferentes estados emocionales. De la negación del riesgo al desconcierto, la incertidumbre, el miedo. Hemos combinado momentos de solidaridad comunitaria con otros de individualismo insolidario. La esperanza pugna por no dejarse arrastrar por la fatiga y la frustración.
Ante nosotros surge la gran duda de cómo debemos responder a todos estos riesgos, retos, encrucijadas, enseñanzas y oportunidades, en un escenario de tan elevada complejidad. Mi única intuición es que ahora, quizás, nos toca correr una maratón en la que, a tramos, hay que esprintar. Necesitamos combinar acciones de velocista, para dar respuesta a problemas acuciantes, con otras actuaciones que requieren ritmos de ultrafondo, para sentar las bases de un nuevo modelo socioeconómico. Todo ello gobernando los costes de transición personal, sectorial y territorial que conllevan estos procesos. Y hacerlo de manera que el desconcierto, la incertidumbre e impotencia que sienten muchas personas no se transforme en rabia. Un sentimiento que está siendo utilizado como materia prima de la estrategia de la crispación por quienes solo entienden la política como la destrucción del adversario.
Se trata de una respuesta de elevada complejidad, que se me ocurre explicarla con una imagen. Veo a la sociedad intentando hacer eso que el refranero popular dice que no puede ser, que es imposible «soplar y sorber a la vez», además de gobernando la rabia.
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