Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.
Sobre la inevitabilidad de la guerra
Año 2022 de la era común. Los cuatro jinetes del apocalipsis, la peste, la guerra, el hambre y la muerte, continúan su cabalgada feroz inundando de horror a una humanidad que se muestra incapaz de dominar a sus propios demonios. La pandemia de la COVID-19 ha puesto de manifiesto que disponer de un alto nivel de progreso tecnológico capaz de desarrollar una vacuna en tan sólo un año apenas aligera la miseria humana, tal como evidencia la mezquina distribución de dicha vacuna entre los países ricos y pobres. A las 10 guerras y conflictos que continuaban activos en 2021, acumulando millones de muertos y desplazados, se une ahora la invasión de Ucrania, cuyo incierto desenlace podría desatar una escalada bélica de consecuencias inimaginables. Homo homini lupus proclamó Plauto, una famosa aseveración popularizada por Thomas Hobbes cuya machacona repetición ha servido para justificar la mezquindad moral a la que nos conduce el egoísmo; una visión fatalista que deriva en el darwinismo social sobre el que se soporta el aplastante sistema heteropatriarcal. Frente al interés mostrado por la academia a los presupuestos de Hobbes, la defensa de Jean-Jacques Rousseau de una predisposición natural humana a la cooperación ha sido sistemáticamente ridiculizada como la ensoñación de un romántico idealista, y esto considerando que las más notables obras de la humanidad se han construido sobre la base de la cooperación y la distribución de tareas. Cierto es que el azote omnipresente de la guerra parece soportar una visión lúgubre de la humanidad, avalada por estudios científicos como los del antropólogo Marvin Harris, quien argumenta en su célebre obra “Nuestra Especie” que la agresividad forma parte de la naturaleza humana, mientras justifica la necesidad de la guerra para el control social de las poblaciones en “Vacas, cerdos, guerras y brujas”. ¿Es la guerra inevitable? ¿Podría esta inevitabilidad ser en realidad un espejismo producido por un condicionamiento cultural que se extiende hasta la propia academia? Para disponer de elementos que nos permitan esclarecer si la guerra es connatural a nuestra especie o está motivada por unas determinadas causas hay que tratar de encontrar su origen. Queremos vencer a la Guerra, para lo cual no hay nada mejor que seguir la famosa estrategia militar propuesta originariamente por Sun Tzu que aconseja conocer al enemigo. Sabido es que, cuanto mejor se le conoce, más fácil resulta derrotarlo.
Las sociedades de cazadores-recolectores del paleolítico
En la búsqueda de los orígenes de la guerra debemos remontarnos a nuestros antepasados más lejanos, los cazadores-recolectores del paleolítico. La escasez de pruebas directas que nos permitan conocer detalles sobre su cultura social, incluida la frecuencia y virulencia de conflictos entre los clanes, ha llevado a numerosos investigadores a analizar el problema a través del estudio comparativo con los otros primates superiores. Si nos miramos en el espejo de los chimpancés, con sus patriarcados jerárquicos encabezados por machos-alfa, su capacidad de desplegar una enorme agresividad, sus interminables juegos políticos y su acentuado sexismo, podríamos caer en el error de pensar que, si la guerra no fuese algo connatural, cuanto menos parecería que evolutivamente viene de muy lejos. Afortunadamente, nuestros otros parientes cercanos en términos de ADN mantienen la pregunta abierta: ¡el pacífico matriarcado bonobo está en las antípodas de ser una sociedad agresiva! El hecho de que sean físicamente tan parecidos entre ellos pero con conductas completamente distintas demuestra que el comportamiento es un carácter que evoluciona muy rápido. Esto es algo que también observamos en los humanos: las sociedades modernas comparten muchas características con las de los chimpancés, mientras que pueblos como los bosquimanos del Kalahari, que han conseguido mantener su modo de vida ancestral, nos sorprenden con una cultura prosocial basada en los cuidados y en la denominada “reciprocidad generalizada”, en la que cada uno aporta lo que tiene sin esperar nada a cambio.
El antropólogo Raymond Kelly trata de indagar en el nivel de violencia de las sociedades del paleolítico analizando las ventajas y desventajas de los conflictos entre clanes en la competencia por los recursos. Su estudio le lleva a distinguir dos épocas, una más antigua en la que la violencia letal pudo dominar las relaciones vecinales, y otra más reciente a la que denomina “sociedad sin guerra”, cuyo origen liga a la aparición de las lanzas hace aproximadamente un millón de años. Según Kelly, puesto que adentrarse en un territorio vecino entrañaba un altísimo riesgo al disponer de estas armas letales, su aparición obligó a reevaluar la relación beneficio/coste de estas incursiones. Surgen dos estrategias, delimitar los territorios con zonas neutrales que son evitadas y cuyos recursos no son aprovechados por nadie, o bien desarrollar políticas de no agresión mutua. Entre los chimpancés se observa una cierta tendencia a evitar las fronteras por el riesgo de encontrarse con enemigos hostiles, algo que no sucede con los pacíficos bonobos. En el caso de los humanos, Kelly utiliza como ejemplo el comportamiento de los indígenas en las islas de Andamán; la parte sur está dominada por relaciones endémicas hostiles, lo que hace que se eviten las fronteras. Por el contrario, en el norte han adoptado una estrategia de colaboración; mantienen reuniones periódicas para fomentar la paz, intercambian regalos, y también organizan ceremonias de cortejos que fomentan los matrimonios mixtos. El resultado es que en el norte de las Andamán hay una mayor densidad de población que en el sur, pues los recursos están mejor aprovechados. La cooperación se convierte así en una estrategia que comporta mayores ventajas que la competición. He aquí, de nuevo, un ejemplo en el que el comportamiento varía enormemente pese a tratarse de poblaciones que podríamos considerar “genéticamente homogéneas”, y una demostración de que en el ser humano no hay “instintos irrefrenables de matar”.
El análisis de la cultura social de los clanes del paleolítico ha sido abordado desde una perspectiva diferente por la antropóloga Sarah Blaffer Hrdy. Según argumenta Hrdy, hay un hecho bastante incontestable que sugiere el desarrollo de un carácter marcadamente prosocial y cooperativo: la dificultad de la crianza en humanos. Nuestro rápido ciclo reproductivo, unido al largo periodo de dependencia de las crías humanas y su elevadísima demanda calórica - principalmente debido al aumento de tamaño del cerebro - hacen inviable que una madre del paleolítico hubiera podido ocuparse ella sola, por sí misma, de la crianza, algo que podría haber conducido al final de nuestra especie. Esta situación sólo pudo ser superada por medio de la cooperación, y así, criar a un hijo dejó de ser una tarea exclusiva de la madre para convertirse en un asunto que involucraba a todo el clan. Hay un segundo hecho no menos significativo, que tiene que ver con el cuidado de discapacitados y enfermos. El paleoantropólogo Erik Trinkaus ha recopilado todas las anomalías óseas identificadas en los restos de la población de humanos del Pleistoceno que se encuentran catalogados en el registro fósil. La elevada frecuencia de anomalías detectadas podría explicarse por la alta consanguinidad de la población, pero levanta la pregunta sobre cómo era posible que todas esas personas vivieran muchos años, llegando incluso a la vejez. Esto requiere una explicación adicional que no puede ser otra que la del cuidado: nuestros antepasados velaban por sus enfermos. Cuidar de bebés, niños, enfermos y discapacitados de manera grupal, cooperando en las tareas para sacar adelante a los colectivos más vulnerables es algo tan extraordinario que probablemente selló el carácter de nuestros antepasados. La alianza entre clanes de la “sociedad sin guerra” que propone Kelly debió favorecer el intercambio de estos individuos prosociales, única manera de disminuir la consanguinidad lo que no deja de ser una poderosa estrategia evolutiva. Esto explicaría que sapiens, neandertales y denisovanos procrearan juntos con cierta frecuencia como muestra el ADN del hombre moderno, aparte del hecho más que probable de que ellos no se encontrasen tan diferentes entre sí como nosotros creemos.
Violencia extrema en el neolítico
Hace unos 12.000 años, la estabilización del clima alrededor de valores compatibles con la agricultura dio paso a la revolución neolítica. En unos pocos miles de años, un período de tiempo muy corto para la magnitud del cambio ambiental y social, fueron surgiendo asentamientos en las riberas de los ríos que prosperaron y se multiplicaron. El ser humano daba un giro copernicano a su modo de vida al abandonar la recolección, la caza y la pesca como único medio de subsistencia para convertirse en productor de alimentos por medio de la agricultura y la ganadería. El modelo paleolítico de cooperación solidaria fue cediendo el paso a un modelo transaccional “do ut des”, doy para que me des, a la par que se desplazaba el punto de equilibrio entre egoísmo y empatía. Por una parte, en los asentamientos comenzaba a superarse con creces el número de Dunbar que representa el número máximo de individuos capaces de mantener relaciones estrechas entre sí, lo que unido a la fragmentación de las comunidades por el surgimiento de múltiples oficios, tuvo como consecuencia el detrimento de los lazos de empatía. Por otra parte, la alta exposición a elementos externos junto a la aparición de una amplia variedad de excedentes alimentarios y nuevos productos que mejoraban la calidad de vida de la población fue un caldo de cultivo perfecto para el egoísmo, el miedo, la ambición y el poder.
El aumento de la población, la desconexión afectiva generalizada y la aparición de esta nueva dimensión originada por el miedo y la ambición debieron arrojar a las sociedades neolíticas a un auténtico caos de violencia. Las evidencias arqueológicas más antiguas de ataques a asentamientos se han encontrado cerca de la actual ciudad de Jebel Sahaba, en Sudán, fechadas hace unos 14.000 años. El cenit de violencia extrema pudo haberse producido hace unos 7.000 años, según parece evidenciar el llamado cuello de botella del cromosoma Y, un auténtico colapso en la diversidad genética masculina que pudo ser producido por una feroz competencia entre clanes patriarcales. Sólo sobrevivió un hombre por cada 17 mujeres, un dato que mostraría la ferocidad de la violencia desatada.
La institucionalización de la guerra
La aparición de las ciudades estado, atrincheradas tras murallas y defendidas por ejércitos profesionales, junto al desarrollo de armas durante la Edad de Bronce, estabilizó la situación dando paso a un nuevo orden social más complejo. Esto no supuso el fin de la violencia sino la institucionalización de lo que hoy denominamos guerra. Del caos se evolucionó hacia una dinámica cuyo patrón se ha mantenido constante hasta nuestros días; las guerras continuadas entre ciudades-estados hacen emerger imperios, que luchan entre sí hasta entrar en decadencia dando paso a nuevos imperios. La paz es algo desconocido desde el neolítico, tan sólo hemos disfrutado de algunos períodos de tregua más o menos largos. En este punto hay que recordar que la lucha por la supervivencia, impulsora de los conflictos más primitivos, fue pronto ensombrecida por otras motivaciones relacionadas con la ambición y el poder, abonadas por odios que se hacen endémicos y por tendencias supremacistas que florecen sobre un ego colectivizado.
La pertinaz presencia de la guerra, con el profundo desprecio que supone hacia la vida humana, evidencia que todas las sociedades postneolíticas han estado caracterizadas por compartir una cultura que cosifica la vida. Una de las mayores expresiones de esta reificación fue la aparición de la esclavitud, un subproducto de la guerra. Los vencedores no sólo se apropiaban de los bienes de los vencidos sino que los convertían a ellos mismos en botín de guerra. Transformados en objetos de compra-venta con estatus jurídico de “cosa” cuyos derechos corresponden a su propietario, los esclavos se convirtieron en la mayor herramienta de producción del mundo antiguo. El surgimiento de la cultura heteropatriarcal probablemente también pueda situarse en esta época convulsa, como parte del proceso generalizado de reificación de la existencia. Las mujeres pasaron a ser “cosas útiles”, valiosos botines de guerra por su capacidad para parir, criar, preparar los alimentos, cultivar los campos y cuidar el ganado. La gran revolución del neolítico, con todos sus aspectos positivos, provocó la ruptura del modelo prosocial del paleolítico reemplazándolo por una vil cosificación de personas, animales y plantas. Tras la revolución industrial esta cosificación se generalizó a todo el planeta, explotado y convertido en vertedero. Como si la crisis medioambiental no fuese suficientemente peligrosa para la vida en la Tierra, la locura de este mundo hostil nos empuja a seguir gastando ingentes cantidades de recursos en armamento, pese a que ya almacenamos potencia destructiva suficiente para arrasar el planeta varias veces.
En busca de la paz perdida
Ni la visión antropológica, ni el rastreo de una historia cultural de la guerra desde un punto de vista evolutivo nos conduce a considerar la guerra como una constante antropológica inevitable, como algo anclado genéticamente en nosotros. Desde el comienzo de la historiografía y, a más tardar, desde los textos de la antigüedad clásica, tenemos pruebas que documentan los esfuerzos por cultivar y educar al ser humano moral, social y democráticamente. Bajo ninguna perspectiva ética la guerra y la violencia son justificables. E incluso desde una perspectiva evolutiva, no podemos darle coherentemente un significado positivo, por ejemplo como herramienta (tal como lo encontramos en la idea de la “guerra justa”). La guerra nos lleva más bien a reflexionar sobre la paradoja antrópica de una especie, la nuestra, que se empuja a sí misma hacia la extinción, empeorando las condiciones de vida en todo el planeta, y al mismo tiempo insistiendo en la posibilidad del desarrollo de soluciones tecnológicas para todo, incluso para la mejora biotecnológica de los humanos, trascendiendo así la propia condición humana y desarrollando una ceguera voluntaria frente al cambio necesario de formas de vida, hábitos, prácticas y posturas.
Parar la guerra es equivalente a luchar contra la reificación de la vida, una lucha que ha comenzado a ganar importantísimas batallas empezando por la abolición formal de la esclavitud en 1949. En la misma línea se sitúan los movimientos para erradicar otras lacras sociales como el racismo, la xenofobia, la homofobia o cualquier otro tipo de discriminación entre las personas, y los que urgen a que los animales no-humanos sean tratados con dignidad y respeto. El movimiento feminista y su lucha contra el heteropatriarcado es hoy uno de los frentes de batalla más críticos para arrancar de raíz la injustificable reificación de la vida. Vivimos en una sociedad hipermasculinizada y ególatra que es urgente revertir, virando hacia una ética femenina que se traduce en una ética de los cuidados. Necesitamos reemplazar ego por empatía, competición por cooperación, agresividad por entendimiento, y balancear esta sociedad enferma en la que el polo masculino está hipertrofiado para desgracia de todos.
La guerra no es inevitable. Puede y debe ser parada de una vez y para siempre, aunque para ello sea necesario un nuevo y determinante salto evolutivo de tipo sociocultural que nos conduzca a una profunda revalorización de la vida, a abandonar el modelo chimpancé para mirarnos en el espejo de los bonobos. Una auténtica revolución que comienza por practicar el cuidado, la solidaridad, la comprensión mutua y la compasión.
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