Exdirectora de Gabinete de Economía y Hacienda de Madrid. Autora del libro sobre confluencias municipalistas “La conquista de las ciudades”. Profesora de Historia. Exdiputada autonómica de Esquerra Unida y miembro de la dirección federal de Izquierda Unida.
Las reinas olvidadas: más que reales paridoras
Este 9 de octubre de 2019 es el primero en que la Generalitat Valenciana enfoca la festividad del pueblo valenciano desde una mirada violeta. Por fin se tiene conciencia y voluntad de hacer propósito de enmienda sobre el olvido endémico de las mujeres. Para poner en valor esa parte oculta de nuestro pasado, la Generalitat ha editado un libro titulado “Les nostres reines. Les oblidades monarques del Regne de València” que nos cuenta sus historias de vida con un sintético y didáctico texto del historiador Vicent Baydal y unas actuales ilustraciones de Lawerta. En posteriores ediciones sería recomendable continuar esta línea visibilizando otros colectivos olvidados de nuestra historia y poner el acento en las condiciones de vida de la población musulmana y judía tras la conquista cristiana desde una perspectiva de clase, de género y decolonial.
Se podría cuestionar, desde un enfoque de clase, la elección de las monarcas medievales como objeto de homenaje pero también es, desde este punto de vista, una elección interesante. La perspectiva de género, tal y como indica la profesora Antonia Fernández (UCM), educa nuestra mirada social para detectar la posición social de hombres y mujeres, sus jerarquizaciones y asimetrías. El medievo era patriarcado puro y duro; atravesaba todos los estamentos y clases sociales, también la alta nobleza y la monarquía especialmente. Esto no es algo exclusivo de época medieval sino que es fruto de un misógino legado de la Antigüedad al que después se dará continuidad en la Edad Moderna, con las especificidades propias de cada momento.
Podemos afirmar que las monarcas tenían una función prioritaria delimitada claramente por la biología y el patriarcado: eran las reales paridoras. Tal y como nos recuerda Vicent Baydal, en la Corona de Aragón las mujeres quedaron excluidas de la línea de sucesión real, lo que nos lleva a recordar que, en la actualidad, la Constitución de 1978 regula la sucesión al trono estableciendo la preferencia del hombre a la mujer: “seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el hombre a la mujer”. Esto no hace más que confirmar el anclaje de la monarquía a ciertos atavismos.
Volviendo al medievo podemos constatar que en el Reino de València nunca hubo una reina por herencia dinástica sino que todas ellas lo fueron a través del matrimonio, es decir, todas fueron reinas consortes. Su única y principal función era la de procrear. Si no eran capaces de hacerlo podían incluso ser repudiadas, y si eran muy fértiles corrían el serio peligro de morir en cada intento. La alta mortalidad infantil, así como los abortos y las muertes de mujeres derivadas de complicaciones durante el parto eran elementos comunes de la época. Las reinas no eran una excepción dada su principal función en la vida, ya que nunca resultaba suficiente el número de hijos. Es por ello que los embarazos y partos eran muy seguidos, así como habitual el fallecimiento de las criaturas. Gonzalo Anes, miembro de la Real Academia de la Historia, concluye que “la obsesión por procrear, los cuidados médicos desacertados, la consanguinidad y las enfermedades hereditarias ocasionaron una mortalidad infantil, en las estirpes regias, mayor que entre las familias menesterosas del reino.”
Estos elementos son comunes tanto en las monarquías medievales como en las modernas, como podemos comprobar en lo que Baydal relata sobre Violante de Hungría, la reina consorte de Jaume I desde 1235, quien murió a los 35 años habiendo parido cuatro hijos y seis hijas, una de ellas fallecida al nacer. Sin embargo, a pesar de que su principal labor era la de garantizar la sucesión dinástica, también ejerció como consejera real durante el proceso de conquista, tal y como cuenta el Llibre dels fets. Según el historiador Xavier Renedo, era habitual que las mujeres acompañaran a los maridos en las campañas bélicas, incluso en las cruzadas de ultramar, pero además en el caso de Violante su influencia sobre Jaume I fue tan importante que el propio monarca le pidió consejo sobre las negociaciones de las capitulaciones de València preguntándole «si a ella bo li semblava», siendo además la única persona, aparte del traductor, que acompañó al rey en este proceso. Su muerte prematura, posiblemente, se debió a fiebres puerperales, es decir, una infección generalizada producida tras un parto. Algo bastante común en las épocas previas a la existencia de los antibióticos.
Otra reina cuyo final estuvo marcado por la función procreadora fue Blanca de Anjou. Se concertó su matrimonio a los quince años con Jaume II para poner fin a un enfrentamiento entre diferentes casas dinásticas -el papado, la casa de Anjou y la de Aragón-, es decir, ella fue el precio de la pacificación. Una vez que el casamiento zanjó el conflicto, Blanca acompañó al rey en diferentes campañas militares. En quince años de matrimonio parió diez hijos: cinco mujeres y cinco varones. El décimo parto fue el que la llevó a la muerte. Pero su descanso eterno no fue del todo apacible, ya que su tumba en el monasterio de Santes Creus fue profanada y su cuerpo momificado lanzado a un pozo durante la primera guerra carlista entre 1835 y 1836. Sus restos se recuperaron más tarde y en 2010 fueron objeto de estudio por parte de un equipo de paleopatología del Museo de Historia de Cataluña que, incluso, realizó una reconstrucción facial de la reina. Según sus primeras conclusiones, recogidas en un reportaje de Jacinto Antón publicado en El País, entre sus restos esqueléticos y orgánicos se identificó un voluminoso útero. Sus dimensiones eran indicadores de “una gestación llevada a término, con muerte durante el parto o muy poco después”. Este hecho es corroborado además a través de fuentes documentales, ya que el propio Jaume II describió el fallecimiento de su esposa en una epístola: “després de gravíssíms dolors que li calgué sofrir per raó del part”.
En la tumba de la reina apareció un fragmento de un amuleto de coral que servía como elemento protector de las parturientas y de los niños recién nacidos. Esta costumbre no es exclusiva del siglo XIII sino que la encontramos a lo largo de la Edad Moderna, quedando recogida en la obra de 1606 “Diez privilegios para mujeres preñadas” del doctor Juan Alonso de los Ruices Fontecha, quien admitía incluso el mal de ojo -“aojamiento”- como frecuente causa de muerte en los niños. Como remedio a este infortunio recomendaba protegerse con piedras como el azabache y el coral. Así, por tanto, no se trataba solo de una práctica producto de la superstición sino que correspondía a la aplicación de una recomendación médica. La extendida idea de arroparse con reliquias durante los partos tuvo su momento álgido en 1665 durante el alumbramiento del que sería Carlos II por parte de Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV. Según recoge el doctor Enrique Junceda, en la obra “Ginecología de las reinas de España”, para este nacimiento se acumularon en la habitación “todas las reliquias sagradas de la colección real: tres espinas de la corona de Cristo, un clavo y un fragmento de la Santa Cruz, (...) un diente de San Pedro, un pedazo de manto de la Magdalena, una pluma del ala del Arcángel San Gabriel y otros muchos curiosos objetos sagrados”.
Otra causa de la alta mortalidad de las reinas se debía a que eran demasiado jóvenes. De hecho, según las Partidas de Alfonso X (siglo XIII), se consideraba legal que la mujer se casara a partir de los doce años, dado que ya se la consideraba capacitada biológicamente para procrear. Pero sin duda, otro de los elementos comunes en la realeza era la endogamia que, tal y como indica el doctor Junceda, “alcanzaría su más alto grado en la Casa de los Austrias”. Previamente, tenemos un claro ejemplo de ello en el segundo matrimonio de Fernando el Católico. Tras la muerte de la reina Isabel y el envío de su hija Juana al ostracismo de Tordesillas -que merecerían un artículo monográfico aparte-, el monarca de 56 años de edad se casó con Germana de Foix, su sobrina nieta, una joven princesa de diecisiete años. Solamente tuvieron un niño que sobrevivió apenas unas horas, pero siguieron intentando procrear valiéndose de remedios populares que fuentes de la época denominaron como “potajes”. Era fundamental para la reina “parir del Rey por haber la sucesión de los reinos de Aragón”. El perjudicado fue el monarca, que no se recuperó de las consecuencias que en su cuerpo provocaron tales remedios y, al parecer, murió “de una nefritis irritativa por el reiterado uso de pócimas erotizantes”. A pesar de quedar viuda sin haber garantizado descendencia a su esposo, Germana de Foix siguió siendo una figura importante para València, convirtiéndose en la primera virreina moderna del reino junto a su segundo esposo, siendo la responsable de la fundación del monasterio de Sant Miquel dels Reis donde permanece enterrada.
La función principal de las reinas era asegurar pacíficas sucesiones a través de la descendencia y, en el País Valenciano, sabemos por experiencia que no era esta una cuestión baladí. Recordemos que fue, precisamente, ya en época moderna, la muerte sin hijos de Carlos II la causante de la cruenta Guerra de Sucesión que acabó con la llegada al trono de Felipe V, el primer rey de la dinastía Borbón quien, a través de los Decretos de Nueva Planta, eliminó los fueros e instituciones valencianas, impuso el castellano y arrasó en llamas la ciudad de Xàtiva.
En el caso de Felipe de Anjou, quien sería después Felipe V, la transmisión de sus derechos al trono son el final de un doloroso y penoso proceso de embarazos, partos, abortos y muertes infantiles. Isabel de Borbón, primera mujer de Felipe IV, pasó por siete partos y dos abortos. Tenía diecisiete años cuando, en 1621, se quedó embarazada por primera vez dando a luz a una niña que murió a las pocas horas; dos años después parió otra niña que vivió un mes; en 1625 alumbró otra niña que no llegó a los tres años; un año después sufrió un aborto; al siguiente parió otra niña que murió veinticuatro horas después de nacer; en 1629 nació la gran esperanza sucesoria, Baltasar Carlos, que falleció de viruela en 1646; en 1635 nació otra niña que vivió poco más de tres años hasta que, por fin, en 1638 nació María Teresa, la única hija que sobrevivió y dejó descendencia al casarse con Luís XIV, con quien concebiría a Luís de Francia, padre de Felipe de Anjou. Según Fernández Ruíz se puede describir la historia obstétrica de esta reina como “un desastre maternológico”, en el que no se descarta la posibilidad de que Felipe IV padeciese sífilis debido a su “desenfreno sexual, y la gran extensión que la enfermedad tenía en la época”. Se estima, de hecho, que Felipe IV llegó a tener unos treinta y siete hijos bastardos.
En definitiva, la posición de estas mujeres en la cúspide de la pirámide estamental no las eximía de sufrir la violencia del patriarcado a través de la imposición de un papel secundario en el ámbito público y del sometimiento de sus cuerpos y voluntades a intereses territoriales y políticos. Literalmente sacrificaban sus vidas desde edades muy tempranas en aras de la continuidad de sus dinastías, sometiéndose a embarazos y partos de enorme peligrosidad, sin olvidar que antes de eso se entregaban sexualmente a la voluntad de sus esposos siendo prácticamente adolescentes. Debemos de partir de este análisis para comprender la magnitud del esfuerzo que requería para estas mujeres trascender al ámbito de lo político. Muchas de estas reinas, como Violante de Hungría, María de Castilla o Isabel la Católica, consiguieron traspasar los limitados espacios que se habían delimitado para ellas, pero sin abandonar nunca la que era su principal responsabilidad: ser las reales paridoras.
0