Tras la catástrofe climática. Lecciones desde el sur
Durante los dos últimos dos años un grupo de investigadores e investigadoras de diferentes universidades y países hemos estado trabajando –y seguimos haciéndolo– sobre el cambio climático y las migraciones en Marruecos y Senegal. Uno de nuestros propósitos ha sido comprender cómo afecta el cambio climático a la movilidad de la población y cómo ésta se adapta y despliega estrategias para hacer frente a sus consecuencias (sequías, inundaciones, incendios, aumento de temperaturas…, y todo tipo de fenómenos climáticos extremos). Unos pocos días antes de que la DANA arrasara tierras y vidas valencianas nos encontrábamos discutiendo sobre los efectos que habían tenido las inundaciones ocurridas en los meses de septiembre y de octubre en el Sur de Marruecos y en el Norte de Senegal. Algunos de nuestros contactos allí, así como familiares que han emigrado y viven en España, nos habían estado relatando los problemas a los que se enfrentaban como consecuencia de las inundaciones (pérdida de viviendas y medios de vida, ganado y cosechas), así como la débil ayuda recibida. Sin embargo, pese a la gravedad de las inundaciones, en el caso de Marruecos el número de víctimas ascendió a dieciocho, mientras que en el caso de la región fronteriza entre Senegal y Mauritania –allí la apertura de una gran presa en Mali acabó por inundar muchas comunidades ribereñas del río Senegal– no se habían contabilizado víctimas mortales.
Tras la devastadora inundación que hemos vivido en Valencia –mezcla de catástrofe climática y catástrofe política, unidas a la probable catástrofe social si no se abordan adecuadamente sus consecuencias–, nos hemos preguntado qué lecciones podríamos extraer tanto de lo ocurrido allí como aquí. La primera de ellas, que el cambio climático y las catástrofes asociadas al mismo no son ya algo que solo afecta a los países del Sur. Todos estamos expuestos a los efectos del cambio climático producido por la actividad humana y debemos prepararnos para ello. En muchos países del Sur ya lo saben desde hace tiempo, aunque hasta ahora no le habían puesto el nombre de cambio climático. En numerosos lugares de Marruecos o Senegal conocen bien los largos períodos de sequía que les han obligado a abandonar sus actividades económicas tradicionales y, en muchos casos, emigrar a las ciudades o al extranjero. Y ahora, tras la reducción de las lluvias regulares, conocen también las lluvias torrenciales que, fruto de la elevación de la temperatura del mar, no alivian sus necesidades de agua, sino que producen más destrucción y emigración.
En el tiempo que hemos estado trabajando en Marruecos y Senegal hemos visto cómo las comunidades locales –especialmente en el medio rural– tratan de adaptarse a los efectos del cambio climático (la misma emigración constituye una estrategia de adaptación al cambio climático, pues permite que las familias con algún emigrante en el exterior permanezcan en el lugar gracias a la ayuda económica de quien se marchó). Algunas de esas poblaciones han adquirido también una capacidad de resiliencia notable, pero cada vez resulta más difícil resistir a los efectos del cambio climático si estos son de intensidad creciente y los recursos son limitados. Igualmente, también hemos podido constatar cómo las catástrofes asociadas al cambio climático no afectan a todo el mundo por igual. Los más vulnerables, dentro de un contexto de pobreza generalizada, son quiénes van a tener más dificultades para resistir y adaptarse. Entre ellos quienes siquiera cuentan con emigrantes en sus familias, o las mujeres que cargan con las tareas reproductivas cotidianas, como tener que desplazarse a distancias crecientes en busca de agua o de leña.
Salvando las evidentes distancias existentes, marcadas por niveles de desarrollo humano muy dispares, tanto ellos como nosotros afrontamos un desafío sin precedentes. Por un lado, hemos de tomar creciente conciencia de la necesidad de estar preparados ante las catástrofes, siguiendo las recomendaciones –siempre y cuando estas lleguen– y reaccionando de modo rápido (en el caso de las inundaciones en la región fronteriza entre Senegal y Mauritania no se produjeron víctimas mortales, en parte porque la población conoce ya la amenaza de forma reiterada y porque, además, ésta ha sido formada en muchos casos sobre cómo actuar). Sin tantos teléfonos móviles ni capacidades tecnológicas, los habitantes locales toman muy en serio el riesgo y hacen circular la información para ponerse a tiempo a salvo, porque saben también de la fragilidad de sus viviendas (aquí la aparente solidez de nuestras construcciones puede generar una falsa percepción de seguridad) y de sus vidas (ante una catástrofe similar tardarán mucho más tiempo que nosotros en recuperarse). Por otro lado, allí y aquí necesitamos de protección, lo que implica políticas nacionales y locales que prevengan y actúen sobre las consecuencias cuando la prevención no es suficiente. Ello conlleva más Estado, no menos, como los críticos de lo público reclaman rápidamente en base a las fallas de la acción oficial. Allí las carencias del Estado son suplidas por las asociaciones locales, las ONG extranjeras y las agencias de los organismos internacionales que realizan un importante trabajo sobre el terreno. Aquí el Estado también se apoya en la sociedad civil, pero la protección de los ciudadanos es la responsabilidad máxima del primero; lo cual tiene un claro coste económico y, en ocasiones, también un coste en términos de cesión de determinados espacios de libertad para garantizar otro tipo de derechos, algo que suele encontrar bastantes resistencias.
Los retos que nos plantean las cada vez más frecuentes catástrofes climáticas son de gran envergadura y, en ocasiones, nos hacen olvidar que no basta con esperar que el Estado nos proteja, ni en confiar en que siempre va a quedar margen para adaptarnos a los efectos del cambio climático. El gran desafío es seguir tratando de combatir el propio cambio climático (la mitigación que denominan los expertos), un objetivo que cada vez parece alejarse más y encuentra más resistencias en medio del negacionismo climático. La tarea es dura y complicada y nos afecta a todos y todas, en el Norte y en Sur.
*Joan Lacomba. Catedrático en el Departamento de Trabajo Social y Servicios Sociales de la Universitat de València
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