Ramón Tamames y la Transición que no nos contaron
El 12 de julio de 1979 un incendio en el hotel Corona de Aragón de Zaragoza dejaba 78 personas muertas y 113 heridas. Allí estaban alojados numerosos militares de alto rango que iban a asistir a un acto castrense. También la viuda de Franco. Durante años se negó que aquello fuera un atentado, recurriendo la prensa a explicaciones tan pintorescas como que la tragedia estuvo causada por productos de pintura insuficientemente experimentados. Sin embargo, en 1990 el Consejo de Estado otorgó a los fallecidos la categoría de víctimas del terrorismo. Casi dos décadas después, en 2009, el Tribunal Supremo concluyó que los autores del atentado fueron ‘‘tres personas adiestradas’’ que emplearon napalm o algún combustible similar. El que es el segundo atentado terrorista más mortífero de la historia reciente de España no solo sigue sin resolver, sino que permanece condenado a un ignominioso olvido. Para redondear el enigma, una de las víctimas fue enterrada bajo una identidad falsa y todavía hoy se desconoce su verdadero nombre.
También en 1979, en octubre, fue hallado en Barcelona un túnel de 62 metros dirigido a una zona de residencias militares. El objetivo era, al parecer, colocar una bomba en pleno corazón de la colonia, donde vivían centenares de familias, y aprovechar el almacenamiento de miles de litros de combustible en un parque móvil próximo para causar el máximo daño. Según El País, la acción podría haber afectado a unas 1.500 personas. La noticia saltó a la prensa el día 25, coincidiendo con la celebración de los referéndums autonómicos de Cataluña y País Vasco, si bien el agujero fue descubierto en una fecha anterior sin determinar. El túnel partía de un piso ocupado por una decena de jóvenes a quienes los vecinos habían visto en repetidas ocasiones. La misma policía reconoció que existían ‘‘datos objetivos’’ para su ‘‘identificación, localización y detención’’, pero los ocupantes del piso se desvanecieron y nunca más se supo de ellos. Todo apunta a que el plan era ejecutar el atentado coincidiendo con los citados referéndums, por lo que, al menos en este caso, no resulta difícil intuir propósitos desestabilizadores.
Poco antes, el 9 de octubre, un disturbio promovido en Valencia por cargos electos de UCD y tolerado por el gobernador civil -también de UCD-, acabó con el ayuntamiento de la ciudad asediado y con varias autoridades democráticas apaleadas, entre ellas el alcalde. Los agitadores lanzaron un proyectil que prendió fuego a las banderas de la casa consistorial, acción que fue ensayada en el domicilio de un concejal de UCD, Rafael Orellano, quien lo contó en una entrevista. Este incidente fue determinante a la hora de arrebatar a la izquierda la iniciativa del proceso autonómico valenciano, el cual pasó a estar controlado por UCD. A finales de 1979 el partido centrista se hizo con la presidencia del ente preautonómico valenciano a pesar de no haber ganado ningunas elecciones en ese territorio. También en Valencia, a lo largo de la Transición los intelectuales Joan Fuster y Manuel Sanchis Guarner fueron objeto de varios atentados con bomba, dos el primero y uno el segundo. Hay pruebas suficientes como para afirmar que las autoridades policiales y judiciales hicieron poco por resolverlos. La prensa de Madrid prácticamente los ignoró.
También discutible fue la actuación de la prensa en torno al caso de José Luis Alcazo. En septiembre de 1979 Alcazo fue linchado hasta la muerte en el parque del Retiro de Madrid por unos ultraderechistas que eran en su mayoría hijos de altos mandos militares. Si los hechos ocurrieron el día 13, no fue hasta transcurrida más de una semana cuando se supo que los responsables eran de extrema derecha. Los familiares de la víctima denunciaron todo tipo de presiones para que no se hiciera pública la verdadera naturaleza de la muerte de José Luis, quien llegó a aparecer en una esquela como ‘‘víctima de accidente’’. Hubo incluso algunos medios que lanzaron insinuaciones difamatorias, tratando de alguna forma de justificar el crimen. Lo cierto es que Alcazo fue asesinado únicamente por su aspecto, que a ojos de sus asesinos lo hacía susceptible de ser ‘‘de extrema izquierda, drogadicto u homosexual’’. Si durante más de una semana se consiguió silenciar este crimen, cabe preguntarse si pudo haber algún otro que fuera ocultado con éxito. De hecho, según ha revelado el historiador David Ballester en su reciente libro Las otras víctimas. La violencia policial durante la Transición (1975-1982), la prensa ocultó deliberadamente el caso del militante del PCE (m-l) Eduardo Serra Lloret, muerto en Valencia el 24 de enero de 1977 a causa de los maltratos sufridos estando preso. Según Ballester, esta información se tapó por coincidir con la matanza de Atocha, momento de ‘‘máxima tensión’’ de la Transición.
Estas son solo algunas muestras de episodios poco conocidos que chocan de frente con el relato edulcorado de la Transición tan promovido por las élites culturales y políticas españolas y que tanto ha distorsionado la realidad de aquellos años. Hace ya casi dos décadas que el historiador Julio Pérez Serrano lo advirtió: ‘‘La mitificación de la Transición es un hecho que comienza ya a ser reconocido como un problema para profundizar en el conocimiento del periodo histórico que se inicia con la muerte de Franco’’. Es indiscutible que la Transición supuso el establecimiento de una democracia estable en España por primera vez en la historia, lo cual constituye, por sí mismo, un logro extraordinario, pero también lo es que fue un periodo turbulento repleto de tensiones y violencia. Basta con visitar cualquier hemeroteca para constatarlo. Hace unos años la historiadora francesa Sophie Baby estableció un mínimo de 3.200 actos de violencia política ocurridos en España durante la Transición. Hoy sabemos que esa estimación debe ser muy inferior a la cifra real, pues solo en la actual Comunidad Valenciana hubo más de mil.
Hace unas semanas se confirmó la noticia: uno de los referentes de la izquierda durante aquel periodo, Ramón Tamames, va a encabezar una moción de censura presentada por Vox. Según ha escrito el politólogo Ignacio Sánchez Cuenca, uno de los elementos clave para explicar el viaje ideológico de Tamames -y de otros como él- es precisamente su oposición férrea a lo que ‘‘ellos perciben como el cuestionamiento del legado de la Transición’’, una oposición fundamentada entre otras cosas, y esto lo digo yo, en su concepción patrimonialista de ese legado. Con todo, unas palabras de Santiago Carrillo pronunciadas en su última entrevista antes de morir invitan a relativizar ese viaje. Y es que el que fuera secretario general del PCE dijo estar ‘‘convencido’’ de que Tamames ‘‘sabía algo’’ de la intentona golpista del 23-F porque hizo ‘‘dos veces declaraciones en favor de un Gobierno presidido por los militares’’. Muchos podían ser los defectos de Carrillo, pero hablar por hablar no era uno de ellos. Así que, después de todo, el de Tamames quizá no haya sido tanto un viaje sino un paseo con muchos rodeos. Por lo demás, las palabras de Carrillo invitan a reflexionar sobre los apoyos implícitos o explícitos que pudo tener el golpe del 23-F antes de fracasar, esos apoyos de los que tan poco se sabe y de los que tan poco quieren que sepamos.
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