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Agua y lava, el desarraigo cuando no hay un sitio al que volver
Madrid, 8 oct (EFE).- La familia de Montserrat Iglesias tuvo que abandonar en los años 50 su pueblo tras ser sumergido en las aguas de un pantano, un desarraigo que relata en una novela, la primera que escribe, sobre estas personas que no tienen un sitio al que volver, como les ocurre ahora a las víctimas del volcán de La Palma.
“La marca del agua” (Lumen) es la primera novela larga de Monserrat Iglesias (Madrid, 1976), profesora de Lengua y Literatura de Secundaria, una obra de ficción basada en la historia real de su familia.
Ocurrió hace setenta años, cuando tuvieron que emigrar de un pueblo de Segovia a otro de Burgos surgido de la nada, un asentamiento construido como otros de la época para albergar a más de 55.000 familias cuyas casas habían desaparecido bajo el agua de los pantanos por toda España.
A pesar de que conoció el pueblo de su familia ya sumergido, Iglesias ha sentido en las últimas semanas muy cercano el sufrimiento vivido por los habitantes de la isla de La Palma afectados por la erupción del volcán.
Un sufrimiento que cree más duro que el de sus antepasados, ya que no han tenido tiempo ni de prepararse psicológicamente ni de recoger sus enseres, explica a Efe.
Pero asegura que el sentimiento de desarraigo será el mismo que el que experimentaron esas personas cuyas casas quedaron bajo el agua: “en Linares no hay sitio al que volver y en esa zona de La Palma no hay sitio al que volver. No es emigrar porque no se puede volver”.
Linares del Arroyo era un pueblo de Segovia que desapareció bajo un pantano y del que era la familia de la escritora, una localidad que en su novela se llama Hontanar. Y se tuvieron que trasladar a La Vid, en Burgos, el “pueblo nuevo” en el que se instalaron, un sitio que surgió de la nada hace setenta años.
“No se parece a ningún pueblo castellano, ni a ninguna otra localidad de nuestro país. Eso no quiere decir que sea único. Tiene cientos de gemelos, hermanos y primos hermanos desperdigados por toda la península: los asentamientos que hizo construir el Instituto Nacional de Colonización durante los años 40, 50 y 60”, dice Iglesias.
Pantanos que habían sido diseñados bajo la política hidráulica que se impulsó durante la Segunda República y se alargó durante los años del franquismo.
La Vid, agrega, es un lugar “huérfano de dueño” que, sin despoblarse del todo, como otros pueblos de Castilla, “ha estado, de algún modo, siempre vacío, pues ya nació con el espíritu en otra parte”.
Porque, desde que tiene memoria, la autora ha hecho todos los veranos con su familia el camino a Linares, a intuir ese pueblo sumergido bajo las aguas.
Y por eso confía en que su novela transmita “lo que sintieron aquellos hombres y mujeres al abandonar la tierra en la que sus antepasados les habían construido un mundo que deseaban dejar como legado a sus hijos”.
“Su desarraigo, su nostalgia, su pena, su pérdida irremediable e irremplazable”, algo que revivían cada verano al ir “de peregrinación” a ver “el agua” que, por otra parte, dio la vida a otros pueblos, explica.
“Como decía uno de los vecinos del pueblo, 'tuvimos que morir para que vivieran otros'”, recuerda la escritora, ya que el pantano permitió a otras localidades de la zona tener regadíos.
En ese éxodo obligatorio, lo más duro y doloroso, señala Monserrat Iglesias, fue “dejar a los muertos”: en otros pueblos que pasaron por lo mismo trasladaron el cementerio pero no en Linares, donde “los muertos se tuvieron que quedar bajo el agua”.
Es lo que intenta evitar Marcos, el protagonista de la novela “La marca del agua”, pocos días antes de que las aguas terminen de inundar el pueblo y después de descubrir el cuerpo de su hermana colgado de una soga en la cuadra.
Envuelta en la colcha que bordó durante años para un ajuar que nunca será utilizado, Sara realizará su último viaje en un intento de su hermano de darle reposo lejos del agua, mientras recuerda la historia familiar.
Por Carmen Naranjo
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