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'¡Ave, César!': La nueva farsa de los Coen surfea el Hollywood clásico

Rubén Lardín

Sigue habiendo algo de prodigio en las películas que arman los Coen, incluso en las que a primera vista no vienen con ínfulas de trascendencia. ¿Cómo se hace para que una comedia funcione simultáneamente como pequeño ensayo, alucinación, paisajismo, homenaje y ofrenda, comentario político, exploración histórica y fábula satírica? Pues se hace bien.

Es una cuestión de método y aquilatado, y para ello Joel y Ethan Coen cuentan con un pie de rey forjado entre el clasicismo y la posmodernidad que les permite trabajos de precisión y que se refuerza en la doble autoría: mientras uno mira al frente, el otro no pierde de vista el pasado. O al revés.

La idea de negocio

¡Ave, César! sucede en la primera mitad del siglo XX, los tiempos en que Clark Gable pertenecía a la MGM, Errol Flynn era propiedad de la Warner y Gary Cooper estaba al servicio de la veterana Paramount. La era de los grandes estudios, cuando el cine era una línea de montaje en un sistema cerrado gobernado por un magnate. Nada ha cambiado mucho, pero entonces las figuras para la contención tenían nombre y apellidos. Eddie Mannix, por ejemplo, un ejecutivo de Capitol Pictures interpretado por Josh Brolin cuyo papel es mantener la disciplina, salvaguardar reputaciones falsas y sacar castañas del fuego para que la comedia de la vida no se desmande en esperpento. El mayor empeño de Mannix, como el de los meticulosos Coen, es hacer las cosas bien, pero el destino se lo pondrá difícil cuando en mitad del rodaje de una de romanos la estrella de la casa que encarna George Clooney sea secuestrada por una célula de guionistas iluminados por Marcuse que se hacen llamar “el futuro”.

En el Hollywood dorado las películas eran alpiste para la clase trabajadora y las estrellas un frágil invento para la proyección de los deseos de un público que en principio no quería tanto diversidad como variaciones sobre las mismas peripecias circenses, comedias de gran hotel o inocuos melodramas de alcoba. Un cine que se pretendía ajeno a responsabilidades políticas pero que trabajaba irreductible al servicio del gran mal.

Muchos años después, la de los Coen es una situación atípica y privilegiada dentro del cine comercial norteamericano. Cuentan con el reconocimiento de crítica y público y han ganado varios Oscar, pero mantienen la base de operaciones en Nueva York, algo que les permite mirar a Hollywood desde la distancia, tomarle las medidas y especular con una subversión que en cierto modo ya practican. Lo hacen incluso en películas que, como esta, se pretenden poco más que divertimentos, y así se entiende que ¡Ave, César! contenga multitud de cargas de profundidad para la desestabilización del sistema o al menos para hacerle chufla.

El estilo de la casa

¡Ave, César! es un festival de guiños y referencias a veces solo accesibles al cinéfilo o al historiador, que podrán detectar resonancias en el nombre de Eddie Mannix, recordarán que Capitol Pictures era la productora para la que escribía o trataba de escribir guiones Barton Fink y tal vez lleguen a advertir que el comandante del submarino soviético al que no llegamos a ver el rostro está interpretado por Dolph Lundgren, que es lo mismo que decir Ivan Drago, el ruso que puso a temblar a Rocky Balboa en plena era Reagan.

Pese a los ramalazos de guerra fría, la nueva película de los Coen es una comedia amable que se rastrea el alma en el interior de cada escena: Channing Tatum bailando como Gene Kelly, Scarlett Johanson nadando a lo Esther Williams o Frances McDormand atrapada en la sala de montaje como trasunto de Dorothy Spencer, la que fuera montadora de Ernst Lubitsch. El sinfín de equivalencias prosigue con Ralph Fiennes en un papel que evoca al director alemán, Alden Ehrenreich incorporando a un vaquero cantor a lo Roy Rogers, Veronica Osorio como aprendiz de Carmen Miranda o Tilda Swinton acechándolos a todos como una abubilla de dos cabezas (¿Louella Parsons y Hedda Hopper, quizás?) para nutrir sus influyentes columnas de chismes. La guasa es constante durante todo el metraje, donde nos aguardan sorpresas como una brevísima pero fabulosa intervención de Christopher Lambert en la piel de un europeo exiliado con dificultades para observar los códigos que sostienen el sistema económico del imperio.

¡Ave, César! no es una película emotiva porque habla un poco de lo contrario, de prefabricar ideología colectiva. Se trata de un producto muy pensado y eso pasa por recordar que en el Hollywood de los grandes estudios el diseñador era uno de los técnicos más importantes de la película, en ocasiones casi un autor. En consonancia, la película se erige sobre una elocuente dirección artística que se refuerza en la artesanía de deliberados matte paintings, en coreografías en tecnicolores y en el amparo de una filmación en celuloide que los Coen, detractores radicales de las pantallas domésticas, consideran innegociable. Al menos mientras la industria se lo permita.

Una industria manicomial de la que llevan más de tres décadas siendo parte activa pero que no parece haber permeado su identidad creativa, una mezcla de pasión y desapego que mantienen intacta riéndose el uno del otro para que no se note que cada uno se ríe de sí mismo y los dos juntos de los demás. Vuelven a hacerlo en esta película donde late algo de experiencia personal, la justa y necesaria para cuajar una sátira en la que se intuye la elegía, porque como toda comedia lo que contiene es un drama. Vivir en una ficción, los Coen lo saben bien, no es más que una cuestión de fe.

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