'Purasangre': juguetón taller de psicopatía para integrarse en la alta sociedad neoliberal
El cine de Hollywood incluye una larga tradición de ficciones que proyectan miedo a la juventud. A lo largo de décadas, se han sucedido las miradas inquietantes a moteros, hippies y pandilleros de muy diversa filiación. Desde mediados de los años 90, el fotógrafo y cineasta Larry Clark (Kids, Bully) se ha especializado en observar a una juventud donde lo hedonista, lo autodestructivo y lo cínico se entrelazan sin que puedan discernirse fronteras demasiado claras.
En el caso de Purasangre, primer largometraje del estadounidense Corey Finley, la mirada se dirige a los suburbios adinerados. Amanda es una adolescente problemática, estigmatizada por haber matado a su caballo, que se reencuentra con una antigua amiga de la niñez. No se trata de un reencuentro nostálgico: la madre de Amanda ha pagado a Lily para que tutele el estudio de su hija y, sobre todo, para que esta sociabilice.
Nada más comenzar el filme, Amanda confiesa una total falta de sentimientos. Es una inversión, pasiva e hiperracionalista, de aquella juventud saciada de bienestar y que persigue experiencias extremas para sentirse vivo, como aquel chico que fallece en plena autoasfixia erótica en Ken Park. Amanda se resigna, según su propio relato, a una vida de aires robóticos. Lily, por su parte, contiene un egocentrismo exacerbado. Su estilismo puede recordar a una variante actual, teen, de las bellezas femeninas más pop incluídas en la cinematografía de Hitchcock.
Alrededor de ambos personajes, aparecen unos espacios de lujo siempre vacíos o semivacíos. Y siempre contemplados desde una cierta extrañeza, se trate de salones de hogares suntuosos o de balnearios de lujo. Los adultos que comparecen resultan más bien detestables, comenzando por un pequeño narcotraficante amante del pensamiento positivo y firme creyente en el crimen como medio de ascensión social.
En este contexto, Amanda ejerce de coach en psicopatía a su compañera, a quien ofrece un manual de adecuación a un mundo poco proclive a la piedad y a la empatía. El hilo que despierta la atención de Lily es: ¿por qué no matas a tu padrastro, si empeora la vida de las personas de su entorno? Aquí comienza la vertiente más negrísima de esta comedia psicológicamente violenta donde quizá la psicópata no es la persona más cruel ni la más dañina.
El crimen como normalidad
Finley ofrece una versión glacial e hipercontenida de la retórica de jóvenes lenguas viperinas explotada en ficciones como Scream queens. Las maledicencias de adolescentes resabiados se tornan en autopsias verbales, fríamente crueles, a cargo de Amanda y su presunta discípula, más proclive al arribismo que su mentora. Son las decisiones de Lily las que generan intriga y mueven la trama porque, a diferencia de su compañera, ambiciona y desea con intensidad.
La propuesta supone una especie de Sangre fácil en versión juvenil. Remite a ese cine indie reciente, ambiciosamente estilizado, que mantiene las distancias con géneros establecidos como el noir. Un referente puede ser La bruja, con la que comparte actriz (Anya Taylor-Joy). O esa Hereditary que ajusta cuentas con la familia y que examina la realidad con mirada de demiurgo estetizante y algo cruel. Finley, eso sí, se aleja de los códigos del terror y juguetea con las representaciones del vacío, con los silencios y tiempos casi muertos propios de muchos dramas de autor.
El realizador ofrece algunas secuencias visualmente atractivas. Y otorga un notable protagonismo a la música del violoncelista Erik Friedlander, un habitual de la escena vanguardista neoyorquina y colaborador de John Zorn. El resultado es un oscuro disfrute con un enfoque satírico bastante obvio, quizá previsible, pero no necesariamente menos punzante por ello.
En una pesadilla ochentera de juventudes terribles, Curso de 1984, un adolescente agresivo afirmando con aire de amenaza: “Soy el futuro”. En Purasangre, un personaje ya crecido habla de la abundancia de jóvenes millonarios y afirma: “Es nuestro momento, joder”. Purasangre podría considerarse un cuento de fobia a los jóvenes, por su vertiente de advertencia sobre los excesos de los jóvenes adinerados, pero acaba criticando a las rentas altas en general. Su autor parece satirizar el dogma de tomar por la fuerza aquello que desees, la constante negación neoliberal de la dimensión ética de los conflictos y las competiciones.
Con más violencia y gran guiñol, Purasangre hubiese podido ser la versión noir del terror satírico y de clase que planteó Adam Wingard en Tú eres el siguiente. Su autor ha optado por no escaparse completamente de lo dramático, y por ofrecer un mensaje pesimista: el mundo es un desastre y la exclusión social de Amanda deriva de la hipocresía social de quienes la marginan, no de unas peculiaridades psicológicas (como la falta de empatía) que parecen habituales en su mundo.
A pesar de sus momentos de lucidez, la joven no acaba de saber distinguir entre lo simulado y lo auténtico. Y comete un error de diagnóstico: afirma que, al no tener sentimientos, debe esforzarse más que los otros en ser buena. Desconoce que quizá es más saludable carecer de emociones que sentir emociones destructivas.