El rey de los narcos irrumpe en el Zinemaldia
Hay algo terrible en la mirada del hombre cuando se siente perdido y fuera de su hogar. En El jardinero fiel, Justin Quayle cruzaba Kenia buscando respuestas en la novela en la que John Le Carré describía con una crudeza milimétrica la desesperación que invadía cada músculo del aventurero extraviado. Las obras de Don Winslow también transcurren en paisajes idílicos que se transforman en un infierno cuando ocurre la inevitable tragedia. Escobar: Paraíso perdido es un cuento de violencia protagonizado por un joven surfista canadiense que encuentra el edén en Colombia hasta que el amor le arrastra hasta la figura de Don Pablo.
El río Putumayo es el escenario de los trasiegos criminales que Winslow describe en El poder del perro y que giran en torno a tres conceptos: sangre, sexo y oro. Aquí es la Hacienda Nápoles el lugar que Escobar elige como centro de operaciones, un extravagante paraje repleto de animales exóticos, caserones, aviones privados y reliquias como el coche en el que murieron Bonnie y Clyde. Sangre y oro, porque en la casa de Escobar el sexo está reservado para el lecho matrimonial. De este averno intenta huir el protagonista mientras El Patrón vigila.
Benicio Del Toro interpreta al magnate de la coca, el hombre que intentó sufragar la deuda de su Colombia natal con los réditos del oro blanco. Su interpretación es colosal y en ella descansa el Marlon Brando de El Padrino. Del Toro se mueve lento mientras su mirada amedrenta. Pablo Escobar siempre fue un tipo gracioso, aunque ocultara un verdadero demonio en sus entrañas. Hizo varias entrevistas en televisión y en todas se intuía completamente devorado por su propio personaje, creyéndose sin ningún recelo que era un santo, un rey altruista y benévolo que encarnaba al salvador de su pueblo. El actor puertorriqueño no intenta imitarle, sencillamente es él.
Andrea Di Stefano dirige esta película con buen pulso, manteniendo la tensión y colocando al espectador en la angustiosa situación del surfista canadiense. No es una biografía de Escobar lo que se ha propuesto el director francés. Estamos ante una devastadora tragedia que nace de un romance entre dos personas de dos mundos muy diferentes, el extranjero en tierra extraña y la sobrina de este histórico narcotraficante vinculado al asesinato de 10.000 personas. Es una revisión de Shakespeare adornada con el endiablado estilo que Winslow utiliza en sus novelas negras.
El idilio se torna en pesadilla cuando el Estado coloca a Pablo Escobar como presa prioritaria. Al Duro (otro de sus múltiples apodos) no le sirvieron ninguna de sus piadosas obras: ni tirar billetes desde los helicópteros ni construir escuelas. La ostentosidad le devoró. Lo último que hizo fue adquirir una isla en Nueva York, una compra que resultó ser el detonante de su persecución por el Estado. Extorsionar a la Iglesia y a Dios no fue suficiente o al menos llegó demasiado tarde.
Comienzan las huidas de madrugada, las traiciones y los disfraces en un baile desesperado por salvar el oro y evitar la sangre. Y mientras la figura de El Capo va mermando debido a los ataques del Gobierno y a la sentencia de la justicia, el surfista canadiense perdido en el paraíso aprende que nadie puede escapar de Pablo Emilio Escobar Gaviria.
Lacuesta dibuja con brocha gorda la crisis española
La relación es proporcional entre el aumento de pobres y de ricos. Es una síntesis de lo que ha venido ocurriendo desde 2008 en medio mundo y nosotros no somos la excepción. Los dogmas se suceden. “La culpa es de todos”, dice uno de ellos. Pero unos pagan, otros cobran y el hastío general comienza a ser palpable. Es difícil predecir si llegará un punto de no retorno, si podremos, pero la codicia tiene algo de talibán, no se detiene ante nada. Y en tiempos tan desoladores, escritores, pintores, cineastas y artistas en general intentan manifestar que el gris panorama también les atañe. Aunque la afectación, eso sí, la exponen de mejor o peor manera.
Isaki Lacuesta consiguió una controvertida Concha de Oro en San Sebastián con la ficción Los pasos dobles sobre el pintor y escritor francés François Augiéras. Si repite la hazaña este año, no serán pocos los que pongan el grito en el cielo. El director utiliza uno de esos subterfugios que se han vituperado a los cuatro vientos para proteger a los dueños del cotarro como título de su última película, Murieron por encima de sus posibilidades. Cinco tipos acaban en un manicomio destrozados por la debacle económica y encuentran un plan para sacar a la humanidad del asfixiante aprieto.
Pero ni el surrealismo es tan desternillante como en Amanece que no es poco ni la burla es tan perspicaz como la de Bienvenido Mr. Marshall. El argumento está dibujado con brocha gorda y en forma de burda pataleta. Las imágenes de edificios abandonados a pie de mar o hombres con frac abrumando a resignados acreedores recuerdan cuáles son los orígenes y consecuencias de la debacle, pero las caricaturas son obvias y reconocibles. A la película de Lacuesta la salva un puñado de carcajadas, la aparición de actores tan relevantes como José Sacristán, Eduard Fernández o Luis Tosar, alguna secuencia meritoria, como la del monólogo de Albert Pla, y que el esperpento distraiga sin adormecer demasiado.
Una inmersión en el universo de Nick Cave
Hay para quienes la recesión resulta algo excesivamente mundano. Las depresiones del reverendo son de una índole bien diferente. Él susurra su liturgia, vocifera su hegemónico mandato, sus personajes deambulan por las calles que su imaginación asfalta. La inspiración está en una miríada de textos. Quizá haya sucumbido a Baudelaire, al igual que Jim Morrison, o puede que los demonios hayan emergido espontáneamente. Quien asiste a la ceremonia que preside sabe que el hombre del traje negro siempre desafía porque la provocación es su credo. Son los ademanes de quien se sabe superior. ¿Acaso no hay motivos? Dylan, Springsteen, ¿existe alguien más en estos días que pueda compartir altar con Nick Cave, Warren Ellis y el resto de Bad Seeds?.
La respuesta de dos antiguos estudiantes londinenses debe ser negativa. En 20.000 days on earth, Iain Forsyth y Jane Pollard detallan el submundo del genio australiano. No es un documental convencional, pero sus autores salvan los escollos. No se trata de conocer los detalles sobre la obra o ni siquiera la vida de su protagonista.
El objetivo es mucho más complejo, hay que utilizar imágenes, declaraciones y conversaciones que hagan palpable el universo de Nick Cave. Es probable que en algún momento el anhelo de escuchar alguna de las canciones de las que solo suenan fragmentos se haga incontenible. Pero es una cuestión de paciencia, de esperar que las ficticias 24 horas en la vida del compositor durante la grabación de su sobresaliente Push The Sky Away finalicen para tener una versión completa de la maravillosa Jubilee Street. Y es entonces cuando de nuevo nos volvemos a poner a sus pies y nos hacemos partícipes de la oscura epifanía.