El club de la lucha
- noches el Bukowski de Bolivia, Víctor Hugo Viscarra? ¿De qué manera vive todavía el narcotraficante colombiano Pablo Escobar? ¿Cómo sobrevive un saxofonista sin saxo? Todas estas preguntas y más las responde el cronista Alex Ayala en el último libro de la editorial Libros del K.O., Los Mercaderes del Che. eldiario.es publica a continuación uno de los capítulos del libro.
Martes, 1 de mayo.
«Estás muerto, gringo. Van a terminar contigo a puñetazos», me dice un niño de pocos palmos, con los ojos como virutas encendidas, un rato después de mi llegada a Macha, un pequeño pueblo ubicado en el norte de Potosí, uno de esos sitios que ni siquiera son un punto claro en los mapas. Metros más allá, desde una empalizada, llueven un par de piedras menudas. Es otro aviso. Aquí ningún extraño es bienvenido, al menos para el ritual del tinku, que reúne todos los años a dos mil campesinos de la región en la misma fecha que otra festividad católica que rinde homenaje a la cruz de Cristo: el 4 de mayo.
Dentro de unos días, para dar inicio a los festejos, los comunarios de la zona, tras una dura peregrinación de horas en algunos casos y de casi una semana en otros, entrarán danzando al pueblo con grandes cruces sobre sus hombros. Jesús, representado en ellas por un trozo de yeso con facciones humanas, se transformará entonces, simbólicamente, en un guerrero más, en otro campesino dispuesto a dar batalla. Con las primeras luces del alba comenzarán los combates cuerpo a cuerpo y correrá la sangre. Quizás alguien perderá una pierna, un dedo, un ojo, a un ser querido. Pero no en vano: la sangre de los púgiles se ofrendará después a la Madre Tierra para que las cosechas de los siguientes meses sean generosas.
Macha, sin embargo, todavía está vacío. La batalla será el viernes, y la gente no comenzará a llegar hasta la noche antes. Hoy es martes, y los silencios del pueblo, de menos de mil habitantes, son incómodos, como si se tratara de uno de esos pozos sin fondo en los que nunca alcanzas a escuchar el chapoteo de una moneda al caer al agua.
«Los machechos son jodidos. Se sacan la tela peleando», me había alertado en la población minera de Llallagua horas atrás el dueño del Rincón del Tinku, un local que despacha cerveza barata y cuya entrada, una especie de túnel, es húmeda y estrecha. Pero en Macha aún no ha pasado nada; y no parece que se vaya a producir la hecatombe que me habían anunciado.
Los muros gruesos de adobe y las fachadas de ventanas diminutas hacen de las casas, que no suelen ser de más de dos alturas, un lugar difícil, lúgubre y estanco. El polvo se enrosca formando remolinos imposibles que se pierden después en la línea del horizonte, en pleno valle, entre tonos verdes, metálicos y grises. Las puertas permanecen cerradas: algunas con un candado y otras apenas con una cuerda. No se ve a casi nadie por la calle, y el único ruido fuerte es el del viento, pero da la sensación de que decenas de ojos me estuvieran vigilando. Si los muros hablaran, creo que repetirían una y otra vez las palabras que escuché hace unos instantes: «Ya estás muerto, gringo».
En el hotel Villalba, donde me alojo, un reloj de pared siempre da la una, como si en el pueblo el tiempo se hubiera paralizado. Si no fuera por las amenazas, una constante desde que bajé de un minibús cargado con diecinueve personas y el chófer, a pesar de tener capacidad únicamente para doce o trece, pensaría que Macha podría ser perfectamente Comala, y yo Pedro Páramo, ese difuso personaje de Juan Rulfo que no sabía muy bien si se hallaba con los muertos o con los vivos. Me invaden las dudas, pero frente al único teléfono público del pueblo, embutido en un par de botas de goma, con los ojos difuminados por la sombra de un sombrero de ala ancha y vestido de negro, un comunario cortante como una arista enseguida me recuerda dónde estoy parado: «¿Sabes pelear? Si no, mejor te vas por donde has venido», me dice.
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Miércoles, 2 de mayo.
Los campesinos esperan aún en sus aldeas. Allí los futuros combatientes se pintan las caras y las palmas de las manos con la sangre de una llama sacrificada. Parecen una tribu de reductores de cabezas a la espera de su trofeo. Toman alcohol potable de noventa grados como si fuera agua para entrar en trance y bailan como una manada de lobos en celo.
Las comunidades que se enfrentarán el día 4 se dividen en dos bandos, según su ubicación geográfica. Por un lado están los de arriba (alaxsaya), por el otro, los de abajo (maxasaya). «Según nuestra cultura, todo es par. Nada existe en nuestro mundo sin la participación de dos elementos. No hay vida sin el macho y sin la hembra. No llueve sin una nube fría y otra caliente. Hasta nuestra sangre transporta glóbulos rojos y glóbulos blancos, que se complementan. Y con el tinku ocurre prácticamente lo mismo. Tinku en castellano quiere decir ‘encuentro’, que dos parcialidades se juntan porque se necesitan para conformar un todo. Y la pelea es solo una parte del ritual», explica Tito Burgoa, un hombre de mediana edad y voz grave que preside una fundación que busca revitalizar la tradición y que el tinku sea declarado algún día Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Burgoa ha improvisado una conferencia de prensa en una mesa larga de madera del precario comedor del hotel donde me alojo, el único en varios kilómetros a la redonda. Habla como un gurú emocionado: «La UNESCO dice: “donde hay sangre, no hay cultura”. Nosotros respondemos: “donde hay sangre, hay vida”. En esencia, el tinku no pretende ser una exaltación de la violencia, como dicen algunos, sino una ceremonia para acabar con las tensiones acumuladas y fortalecer la identidad de nuestro pueblo».
Macha ha sido siempre cuna de luchadores. En el siglo XVIII, los pobladores de este territorio inhóspito encabezaron una de las más feroces insurrecciones contra los españoles después de que el caudillo indígena Tomás Katari, ejecutado en 1781, se rebelara en contra de las duras imposiciones que estableció el virrey Toledo en 1571, como el cobro continuo de impuestos, el reclutamiento de trabajadores para las minas y la evangelización, pues se construyeron iglesias sobre las wacas. Y desde entonces no han dejado de reivindicar sus derechos.
Para Tito Burgoa, en contra de algunas teorías poco consistentes que aseguran que el tinku fue incitado por los soldados españoles como divertimento, a modo de circo romano, el ritual es anterior a la colonia. Según sus estudios, que están basados en cronistas como Bertonio (1612), en la toponimia del lugar y en los Archivos de Indias, hay que remontarse a la época de los señoríos preincaicos Charcas y Kara Kara para hallar su origen.
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Cuando Tito acaba su exposición, todo el pueblo se ve igual, como un gigantesco tablero de ajedrez sin movimiento, sin piezas. El único elemento que rompe con la monotonía es la torre de la iglesia, que se halla en una esquina de la plaza.
A su vera se erige la parroquia, un ambiente mal iluminado en el que el cura, Denilson Cabezas, de treinta años, arropado por un jersey de lana y un chaleco, alista ya todo lo necesario para la celebración de pasado mañana. A Denilson no le gustan los sacrificios, no le gusta el tinku. «Jesús ya ofreció su cuerpo y su alma por todos nosotros, ¿tiene algún sentido ahora esta pelea? Lo único que consigue es que salgan a flote los malos sentimientos, como el rencor y la venganza. Y el Señor no quiere eso. Yo no estoy en contra de la celebración, pero quisiera que se haga más énfasis en otras cosas: en los instrumentos, por ejemplo, en la vestimenta originaria, en las danzas».
Para Denilson, la única forma para acabar con esta costumbre bárbara —así la llama— sería alejar de aquí a los combatientes: una tarea complicada, porque lo que ha puesto al pueblo en el radar mundial ha sido siempre la épica de sus batallas; porque no hay guerrero que se precie de serlo que no haya puesto su pie alguna vez en Macha.
Máximo Urquieta, también treintañero, es uno de los luchadores más entusiasmados. Dice que ya ha peleado varias veces y que no le tiene ningún miedo a la contienda. Es bajito, pero fuerte y de voz potente. Sus pómulos son marcados y su pelo, desordenado, parece un casco. Lleva puesto un chaleco verde y rojo con motivos andinos, y muestra con orgullo una gran cicatriz en mitad de su pierna izquierda, una especie de boquete con la forma tosca de una piedra.
«Esto es casi como un deporte —indica—, como el fútbol —risas—. Solo que aquí no se trata de meter gol, sino de hacer sufrir a los contrincantes. Mi padre, Feliciano Urquieta, falleció hace tiempo porque se hizo pegar duro y luego no podía parar de escupir sangre. Aquí no hay ganadores ni perdedores y, si te llega una pedrada, te llegó. Si alguien muere, se le entierra nomás. Para nosotros es algo normal. Los niños empiezan a pelear a los doce años y siguen haciéndolo hasta los cuarenta y cinco. Y a los ancianos se les respeta: ni se les toca».
En la comisaría, dos policías vestidos con un descuidado uniforme verde oliva parecen no enterarse mucho del cuento. «Si hubiera muertos, lo investigaríamos», dice uno de ellos. El muchacho evita dar su nombre y no quiere ser fotografiado. Lleva apenas unos meses en Macha y nadie le ha dicho aún que el 4 de mayo, durante unas horas, la legislación vigente no servirá de nada. Ese día, los muertos serán legales: matar a alguien a puñetazo limpio no será sinónimo de homicidio.
Cuarenta efectivos más apoyarán el viernes a estos dos centinelas taciturnos con sus porras y sus gases lacrimó-genos, pero únicamente para que nadie se ensañe en las peleas y para que no se usen implementos prohibidos, para que el juego sea limpio, en definitiva. Antes, cuentan los vecinos, por los refuerzos de cuero de vaca que los campesinos se hacían colocar en las muñecas, volaban sin cesar orejas y narices. Ahora, esos adornos no se permiten.
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Jueves, 3 de mayo.
«Habrá difuntos —vaticina Serapio Burgoa, hermano de Tito y uno de los espectadores habituales de la contienda. Serapio luce un bigote escaso, oculta sus ojos vidriosos bajo unas gafas de aviador y explica en pocos guiños la esencia de la pelea: «Debe ser de igual a igual —dice—. Cada púgil busca a un rival de la misma estatura, mismo porte físico y parecido peso». Los más rudos son capaces de despachar en un solo día a cuatro o cinco adversarios sin sudar mucho. Y la lucha, que dura apenas unos minutos, acaba cuando uno de los púgiles cae al suelo, sin vida o con todos los huesos en su sitio. Luego, los fallecidos no entran a formar parte ni siquiera de una mísera estadística. Los comunarios se los llevan sin previo aviso a sus aldeas y los festejan. «La muerte es la segunda parte de la fiesta —aclara Serapio—. Pero nosotros, los de Macha, ya no tenemos nada que ver con todo eso. Y tampoco con los entierros».
No directamente, al menos, porque el hecho de que haya dos funerarias en un pueblo tan minúsculo da a entender que los caídos son un buen negocio para los dueños.«Lo que a mí me da muchísima pena —sigue Serapio
con su discurso— es que los jóvenes estén olvidándose de sus orígenes, que se esté perdiendo el verdadero significado de la pelea. Ellos ya no combaten como manda la tradición, balanceando ligeramente el cuerpo con cierto ritmo y manteniendo los dos brazos estirados. Emplean técnicas de boxeo y artes marciales. Repiten los golpes que suelen ver en las películas».
El problema, según Serapio, tiene su origen en la migración. Una gran parte de los campesinos, a temprana edad y por la falta sistemática de recursos, toma la decisión de marcharse a trabajar fuera, a Argentina sobre todo, donde la vida es a veces para ellos como una telenovela. Y cuando retornan se muestran casi siempre desconcertados.
Un rato después de la charla con Serapio, un intenso olor a hierba lo invade todo, y unos nubarrones gris plomizo cubren la mayor parte del pueblo: se avecina una gran tormenta. Me asusta lo que pueda ocurrir en cuanto llegue la gente. El pasado Carnaval, se liaron a puñetazos dos comunidades y hubo una víctima mortal. Hay sed de venganza.
Al filo de la medianoche, llegan a Macha los primeros grupos de combatientes. Van acompañados de pequeños conjuntos musicales que le ponen banda sonora al espectáculo, que tratan de envolverlo todo con sus ritmos entusiastas y machacones. Las mujeres anuncian su entrada entonando estrofas con unas voces sumamente agudas, capaces de hacer vibrar los cristales de las ventanas, y los hombres hacen flotar primero sus cuerpos como si se tratara de ballet para acabar después sus movimientos con un golpe seco de los pies contra la tierra. El sonido que produce este último impulso es similar al de los cascos de los caballos de carreras, al de los tambores de guerra. Y se repite una y otra vez en cada esquina de la plaza, porque los bailarines no la abandonan hasta completar varias vueltas en torno a ella, hasta intimidar a otros rivales que los observan.
Las horas pasan poco a poco y el pueblo, iluminado por una titilante luna llena, se ve rodeado antes del amanecer por los miembros de más de sesenta comunidades potosinas: decenas de campesinos llenos de coraje, gordos y flacos, altos y bajos, musculosos y esmirriados. Los vecinos acogen a todos los que pueden para que hagan vigilia dentro de sus hogares, donde no les falta ni comida ni chicha en abundancia. Las paredes de adobe de las casas y sus patios se convierten durante toda la madrugada en su particular trinchera, y, aunque lo intentan, se les hace imposible conciliar el sueño.
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Viernes, 4 de mayo.
Son las ocho de la mañana y las miradas en Macha son frías y desagradables, como las de un asesino en serie. Aquí no valen ya las medias tintas: o peleas o te marchas. Esa es la consigna. La plaza parece la explanada de un concierto al aire libre minutos antes de una gran tocada: se ha convertido en un desfile interminable de rostros secos, de rostros duros, curtidos por el clima difícil del Altiplano; y está a punto de alcanzar su punto de ebullición, de explosionar sin remedio. Los turistas, unos pocos valientes de ojos claros y vestimentas estrafalarias, pugnan por un rincón seguro para olisquear la sangre: a eso han venido. Y los periodistas, con sus libretas y cámaras en mano, provocan incomodidad en los comunarios, que se tapan para que no les hagan fotos. Tras la lente, todo se ve como si se tratara de una película de acción hollywoodiense.
Escena uno: el primero en ser vapuleado es un señor de mediana edad que acaba de derrumbarse sin gracia, como un fardo, porque alzó sus puños sin demasiado ímpetu y se llevó enseguida un contundente derechazo en la mollera. Diagnóstico: cabeza abierta como un melón. Escupe sangre color membrillo como si se tratara un volcán en erupción, pero respira. Lo sacan entre dos, agarrándole descuidadamente de los sobacos.
«Siguiente, siguiente», gritan a continuación un par de muchachos de menos de diez años haciendo retumbar mis tímpanos. No hay tiempo para distraerse mucho. Los combates se suceden vertiginosamente. A su alrededor, se forman círculos de jóvenes enardecidos. Los policías controlan a los guerreros más borrachos a latigazos. Sí, sí, a latigazos; y por momentos da la sensación de que serán rebasados en cualquier rato.
Los púgiles, a izquierda y derecha, adelante y atrás —porque las peleas ya se han vuelto simultáneas—, no tienen más ojos que para el enemigo. Es como si los demás fuéramos invisibles. Sus brazos cortan el aire como mantequilla. Sus nudillos perforan lo que encuentran por delante como aguijonazos. Las hebras de sangre salpican pómulos, labios y pestañas de unos y otros. Y los que no pelean, danzan como poseídos.
Escena dos: un turista italiano es secuestrado. Se lo llevan a una casa cercana a tomar alcohol mezclado con un mejunje extraño con sabor a zumo. «¡Baile, carajo!», le dicen. A mi vera, dos comunarios beben chicha de una lata de atún que está oxidada. A mí también me zarandean, pero escapo. Un rato después, una cámara de televisión enfoca a uno de los campesinos heridos para una entrevista. Pero el vaivén de preguntas y respuestas se interrumpe cuando un puñetazo alcanza al camarógrafo, que se balancea.
«Ahora es el turno de las mujeres», balbucea luego a pocos metros un policía con el uniforme lleno de arrugas. Ellas no se quedan atrás: se jalan las trenzas con contundencia mientras sus faldas se mecen rítmicas. Se insultan. Se clavan las uñas. Lanzan patadas. Abren y cierran las piernas como atletas.
Escena tres: tregua, colores. Varios combatientes caminan con sus cruces hacia la iglesia, a paso lento, para recibir la bendición del Padre. Hay misa de once y, además, una joven pareja está a punto de casarse. El novio y la novia visten de negro y blanco, siguiendo los patrones habituales. El resto, como manda la tradición, debería cubrirse con los trajes tradicionales: ellos, con montera, faja y poncho; ellas, con un vestido de bayeta y bordados de flores. Pero pocos lo hacen. La ropa, sobre todo la de ellos, ya se ha occidentalizado por completo: camisas, botas, jeans, gafas para el sol, hasta viseras.
Escena cuatro: avisos. En la torre: «prohibido el ingreso de animales, multa 100 bolivianos»; a su lado: «prohibido orinar, 20 bolivianos»; en la plaza: «lávate las manos antes de comer y después de ir al baño»; en las vías aledañas: «bicicletería», «ducha», «cerveza». Los mayura (‘autoridades’) y las imilla wawas (‘mujeres solteras’) controlan a sus comunidades. Las hacen bailar, las guían, evitan roces con los pueblos enemigos. Hay que cuidarse. En el hospital, un punto de sutura son tres bolivianos —algo menos de medio dólar—. Para familias tan humildes, siete u ocho representan casi una fortuna.
Escena cinco: dentro del hotel Villalba, sus dos únicas empleadas siguen una telenovela de amores contrariados. Fuera, se están matando: suenan con fuerza los jula julas y no cesan ni las peleas ni los politraumatismos. La chicha humea en grandes marmitas y algunos se abrazan tras el desfile de puñetazos en ese ring improvisado que es la plaza. Hace calor, mucho, y las muchachas más jóvenes lanzan sus ojos con picardía tras algunos muchachos. Según el antropólogo Carlos Ostermann, antes, en el tinku peruano —en el que los combates son con honda y a caballo— los ganadores se llevaban a las mujeres de los perdedores y después las embarazaban. Aquí, no se pasa del coqueteo.
Escena seis: caos. Es ya media tarde y, en minutos, la violencia se apodera de Macha. Para equilibrar la brutal contienda, las comunidades más débiles, las que se han visto desbordadas, comienzan a lanzar pedruscos a sus oponentes. Cada año, la mayor parte de los muertos se produce por las piedras, que llueven de uno y otro lado como si tratara de un bombardeo. Algunos, desfigurados ya por la embriaguez, arrancan los adoquines del suelo para usarlos como arma arrojadiza. Y son varias las señoras que corren con sus hijos en la espalda, envueltos en aguayos con los tonos de un arcoíris apagado.
Se rumorea que en el tinku de finales del siglo XIX, a los hombres heridos se los cargaba como prisioneros a las aldeas y se los castraba; y a las mujeres les arrancaban los senos. ¿Será esto cierto? Hoy los rituales no van más allá del entierro de los caídos.
Media hora después de que comenzara la batalla campal, el todos contra todos, la policía actúa: gas lacrimógeno. Y se instala de repente una cierta calma. De regreso al hotel un revés inesperado impacta en mi cuello. El escozor es ligero, marca de la casa.
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Sábado, 5 de mayo.
Parten los primeros autobuses con turistas y guerreros. Ya no hay peleas, pero algunos grupos siguen zapateando la tierra como si se les fuera el alma en ello. Unas jovencitas entonan algunos wayños: «Acaso toritos llevan corazones. Acaso toritos roban corazones. Toritos se llaman los engañadores», «acá viene una mula, no tiene montura, pobre jovencito, no tiene fortuna», recitan. De lejos, Macha, con sus colores ocres, parece la costra de una herida. El autobús que me ha tocado, un viejo cacharro que se bambolea a un lado y a otro como un barco en una botella, avanza lento en su camino por el valle. Los rostros de mis compañeros lucen apagados. Algunos brazos, doloridos, pero enteros. Nadie se queja. ¿Golpes? Más golpes da la vida.