“Yo es un otro”, o cuando competimos contra nosotros mismos
Decía Jean-Paul Sartre que el infierno son los otros. La poeta Ángeles Mora discutía la premisa del existencialista francés asegurando que el infierno, lejos de ser el otro, está en nosotros. La poesía, al menos aquella que quiere luchar contra el inconsciente que la produce, debe indagar en el interior del individuo para encontrar allí el infierno que nos constituye, el otro que nos habita.
No es casualidad que en la poesía aparezcan tantos sujetos escindidos –o tachados o barrados, diríamos à la Lacan–: sujetos poéticos que se desdoblan para dialogar con ese otro que vive en su interior y le impide decir yo-soy, presentarse como una subjetividad plena y autónoma. La intimidad de la serpiente, de Luis García Montero (2003), se abre con un poema titulado Cuarentena, que escenifica un diálogo entre un poeta que ha alcanzado la madurez al cumplir los cuarenta años y el joven que fue, de veinte años, militante y comprometido, que impertinente le mira desde la fotografía y le sanciona la renuncia de los sueños por la mera supervivencia, la sustitución de la exclamación de la protesta por la interrogación de la duda, el cambio del corazón por la razón. En la conversación se reprochan imposturas y traiciones. La presencia de ese otro que le habita genera malestar en un sujeto que sin embargo no puede sacárselo de encima. No le queda otro remedio que convivir con él. A la manera ilustrada, en lugar de batirse en duelo con el enemigo que lleva dentro, inician una negociación para alcanzar consensos y lograr una convivencia pacífica.
En Casa de citas, publicado en Contradicciones, pájaros (2001), Ángeles Mora también se desdobla. La poeta se mira desde afuera y descubre que su poesía ha sido escrita por otra. Dictados por su inconsciente patriarcal, sus versos dialogaban con los grandes nombres de la literatura universal, “casi siempre varones”, que se daban cita en los paratextos. Si Walter Benjamin hablaba, en sus Tesis sobre la historia, del burdel del historicismo para referirse a la manera en que las clases dominantes acudían a la historia para vaciarla, violarla y hacerle decir lo que legitimaba su posición en el poder, Mora describe en este poema el funcionamiento de un burdel literario, esa “casa de citas” en la que se configura una historia literaria únicamente compuesta por ene hombres de prestigio que desplazan u opacan otras historias escritas desde fuera de los lugares prestigiados por la institución de la literatura. A diferencia de lo que ocurre en Cuarentena, en Casa de citas el yo no quiere llegar a ningún acuerdo con el otro del pasado, quiere extirparlo, establecer una ruptura en su inconsciente para, a partir de esa fisura, poder acaso alumbrar un inconsciente nuevo que sea capaz de rastrear las huellas de todas aquellas mujeres cuyas voces han sido borradas de la historia literaria.
El yo es un otro en la medida en que proyecta una imagen externa que no dice tanto lo que es como lo que quiere llegar a ser. Este desdoblamiento del sujeto está magníficamente narrada en la película 'La sustancia'
“Je est un autre”, escribía, barrado, Arthur Rimbaud: “Yo es un otro”. No solo porque todos somos el otro de alguien, sino porque cobijamos un otro que determina nuestros pasos, nuestros gestos, nuestro lenguaje, y del que nos queremos desprender. Pero también el yo es un otro cuando se mira desde fuera, cuando la noticia que tiene de sí mismo es la imagen que le devuelve el espejo; el yo es un otro en la medida en que proyecta una imagen externa que no dice tanto lo que es como lo que quiere llegar a ser. Este desdoblamiento del sujeto entre lo que realmente es y la imagen que proyecta –desdoblamiento con constantes desajustes que inaugura una relación problemática del sujeto consigo mismo– está magníficamente narrada en la película La sustancia, escrita y dirigida por Coralie Fargeat y protagonizada por Demi Moore y Margaret Qualley.
En la película, una estrella de Hollywood en horas bajas es despedida nada más cumplir los cincuenta años. La actriz, lejos ya de habitar los decorados de la ciudad del cine, presentaba un programa de televisión de aerobic. Pero la pequeña pantalla requiere la presencia de un cuerpo más joven. La ideología de la belleza expulsa del espacio público a los cuerpos que no se ajustan a los cánones dominantes. Hay vidas que no merecen ser contadas, decía Judith Butler en Vida precaria, como la de los sujetos racializados o migrantes, las sexualidades no heteronormativas o los cuerpos enfermos; pero también las de mujeres como Elisabeth Sparkle, que así se llama la protagonista que encarna Demi Moore, que dejan de ser funcionales para el sistema cuando superan la franja de edad de los cincuenta años y quedan fuera del marco de visibilidad para pasar a engrosar la lista de esas vidas invisibles que no merecen ser lloradas ni contadas. Hasta que llega a sus manos “la sustancia”, un suero que adquiere en el mercado negro y que al inyectarse genera una mejor versión de sí misma. Al inocularse el líquido, Moore cae al suelo, se le abre la espalda y de la fisura sale una mujer joven y bella, un otro, representada por Margaret Qualley.
Las dos mujeres no son sino una, como así se subraya en el prospecto que acompaña la sustancia que Moore consume. El yo y su otro mantienen una relación simbiótica basada en un equilibrio que debe cumplirse escrupulosamente: cada siete días, sin excepción, deben transferirse la conciencia: mientras un cuerpo permanece inconsciente e inactivo, el otro lleva una vida normal. Sue, que es el nombre que se da el personaje encarnado por Margaret Qualley, reemplaza a Elisabeth en el programa de televisión y empieza su ascenso hacia el éxito, basado en un cuerpo bello, joven y siempre sexualizado por la industria de la imagen.
Como decía Miyagi en Karate Kid, lo básico es mantener el equilibrio. La joven Sue, que en un principio solamente grababa sus programas en semanas alternas, para asegurar el equilibrio, de pronto se ve desbordada por el éxito erótico y laboral, y la llegada de nuevos contratos y compromisos, pero también de relaciones sexoafectivas y un mundo de ocio, le impiden cumplir de manera precisa el acuerdo de turnarse con Elisabeth todas las semanas. El equilibrio se rompe y empiezan los problemas. Cada minuto robado implica un deterioro y envejecimiento radical del cuerpo de Elisabeth, que inicia su devenir-monstruo.
Empieza la batalla contra sí misma. El yo y su otro empiezan a competir no solo por ocupar un mayor tiempo activo y de conciencia; sobre todo empieza la lucha contra la imagen del cuerpo joven y bello que es recuerdo de su expulsión del marco de visibilidad capitalista. En Literatura, moda y erotismo: el deseo (2003), Juan Carlos Rodríguez señalaba que buena parte de los trastornos psíquicos que la sociedad capitalista provoca no encuentran su causa en que hayamos interiorizado el capitalismo, como suele decirse, y gestionemos nuestra vida como si fuera una empresa, con constantes balances entre el debe y el haber; estos derivan, más bien, de la imposibilidad de exteriorizar la imagen que el espejo de la ideología nos impone, interpelándonos como sujetos fuertes, plenos y autónomos, capaces de sobreponerse a cualquier adversidad que la vida presente, capaces de luchar y salir victoriosos de la competencia cotidiana capitalista. Cuando las condiciones reales de existencia entran en contradicción con la representación imaginaria que los sujetos tienen de sí mismos, la imagen se resiente y el espejo se agrieta. A través de esas grietas surgen las neurosis, la depresión y la ansiedad. No estamos a la altura de la imagen y nos vemos incapaces de decir yo-soy, de constituirnos como sujetos plenamente individualizados.
Buena parte de los trastornos psíquicos que la sociedad capitalista provoca no encuentran su causa en que hayamos interiorizado el capitalismo si no más bien en la imposibilidad de exteriorizar la imagen que el espejo de la ideología nos impone
Elisabeth Sparkle, cuando su imagen ya no se ajusta a lo que el espejo quiere de ella y la despiden, se inyecta la sustancia para poder seguir exteriorizando la imagen del sujeto pleno, sacándola literalmente de su propio cuerpo. Sue supone la posibilidad de seguir alimentando esa representación imaginaria y de desplazar lo real que la ha sacado del foco. Pero lo reprimido siempre vuelve y cuando Elisabeth mira por la ventana de su lujosa casa en Los Ángeles y ve un cartel que anuncia su antiguo programa de televisión, ahora con una imagen de la joven y sensual Sue, retorna lo real de sus condiciones materiales de existencia, de su cuerpo no apto para la industria audiovisual. Como un espejo le devuelve la imagen que le recuerda que su fracaso se debe a que no está a la altura de lo que la ideología capitalista espera de ella. El otro-Sue que observa, y que la observa desde el cartel, es la representación imaginaria que todo sujeto quiere proyectar pero no alcanza a hacerlo. Ese desajuste entre lo real y lo imaginario –esa competencia entre el yo y el otro– expulsa a Elisabeth definitivamente de la vida –laboral, pero también erótica– erosionando su autoestima y condenándola a la soledad. Sin vida social, ya solo se dedica a esperar a que pase la semana para que su mejor versión, Sue, vuelva a cobrar conciencia y pueda disfrutar de una vida plena. La suya no cuenta ni merece ser vivida. Hasta que su cuerpo, cada vez más repugnante a causa la impertinencia y el deseo irrefrenable y egoísta de la joven, que no respeta el equilibrio, anuncie el peligro de su aniquilación total.
'La sustancia', como buena parte de la literatura actual, habla de ese desdoblamiento y desajuste entre lo que realmente somos y la imagen que queremos proyectar para no ser condenados a la nada. Trata del malestar psíquico que genera el esfuerzo que conlleva tener que sostener la imagen cuando apenas nos queda ya nada –condiciones materiales– para hacerlo
La sustancia, como buena parte de la literatura actual, habla de ese desdoblamiento y desajuste entre lo que realmente somos y la imagen que queremos proyectar para no ser condenados a la nada. Trata del malestar psíquico que genera el esfuerzo que conlleva tener que sostener la imagen cuando apenas nos queda ya nada –condiciones materiales– para hacerlo. El acierto de la película de Fargeat es que lo hace combinando el terror con la parodia de la estética del videoclip, saltando de manera abrupta de un estilo a otro, como pasa de la erótica de los cuerpos bellos a lo monstruoso. Hay, en La sustancia, una política de lo abyecto, de la fealdad, del devenir-monstruo que desestabiliza y atenta directamente contra el corazón de la ideología de la belleza del capitalismo avanzado y la mercantilización –y erotización– de los cuerpos.
Acaso esa sea la forma de narrar que el infierno está en nosotros. El infierno es el otro que llevamos dentro y nos impide decir yo-soy, es el rastro que queda de la batalla perdida entre la imagen que proyecta el espejo de la ideología y las condiciones reales de existencia de los sujetos vulnerables y solos, que necesitan el cuidado y lo común, y no la competencia diaria, erótica y laboral, a la que somos abocados cotidianamente por el mercado capitalista.
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