'1984' es hoy: el teatro muestra que la censura, la vigilancia y las pesadillas de Orwell se hicieron realidad
4 de abril de 1984, casa de Winston Smith. En un rincón donde podía mantenerse fuera del alcance de su telepantalla, empezó a hacer algo por lo que podían condenarle a muerte o, con buena suerte, a 25 años de trabajo: escribir un diario personal. “En un tiempo de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”, afirmaba George Orwell. Casi 70 años después de la publicación de 1984, lo que parecía una sátira del futuro ha acabado siendo una profecía.
En un marco donde condenan revistas satíricas, censuran obras de arte, secuestran libros, y en el que los músicos acaban condenados a la cárcel por sus letras, entre muchos otros casos previos, no resulta extraño que la distopía de Orwell acabe pareciendo visionaria. Hoy también existe una tecnología para controlar a cualquier ciudadano, hoy también se puede manipular el pensamiento y el lenguaje, y hoy también se reduce la capacidad de razonar para no rebelarse contra el poder.
Por todo esto y por mucho más, Javier Sánchez-Collado y Carlos Martínez-Abarca, que también se encarga de dirigirla, adaptaron a teatro una función hasta entonces inédita en castellano. “Sorprende que nadie en España se haya atrevido con esto”, afirma el segundo de ellos poco antes de autoresponderse: “Luego te metes en el berenjenal ya sabes por qué [risas]”. La obra de 1984 llega al Teatro Galileo de Madrid, donde estará disponible desde el 15 de marzo al 15 de abril de 2018.
El mundo gris y asfixiante presentado por Orwell, en el que todo pensamiento está impuesto por el gobierno, es como un golpe sobre la mesa que anima a despertarse de una sociedad adormecida. Pero ese impacto todavía es más potente si, además, se traslada al mundo del teatro. “La diferencia está en algo que ocurre solo y es automático: al convertirlo en una obra teatral, el significado se multiplica”
En la obra original, el Ministerio de la Verdad realiza un acto deliberado de manipular la realidad. La historia es reescrita constantemente para que, al final, solo exista una versión interesada. Precisamente, dice Martínez-Abarca, de ahí parte la obra: “Los que estamos creando el espectáculo somos el Partido y metemos ahí al público para engañarles con una ficción”.
La guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza, son las tres consignas adheridas al pensamiento de una sociedad ensombrecida por el poder. La labor de representar todo ese mundo terrorífico recae sobre cuatro actores: Alberto Berzal (Winston Smith), Cristina Arranz (Julia), O'Brien (Luis Rallo) y José Luis Santar (varios personajes). Todos ellos, compañeros de pupitre en el Laboratorio William Layton, donde adquirieron una química tanto personal como profesional que ahora trasmiten sobre el escenario.
“La confianza es tan grande que, aunque el director me diga una cosa que en ese momento no estoy entendiendo, la voy a hacer porque sé que a las dos horas o al día siguiente me habrá solucionado un problemón”, explica Arranz.
En la misma línea se sitúa Berzal, que destaca la paciencia, poco habitual, en el proceso de preparación: “Aquí vamos montando una estructura, una serie de agarres y luego eso empieza a florecer”. Unos preparativos que, según comentan, comenzaron en septiembre del 2017. “En mi caso hemos trabajado duro en pequeñas cositas, no son personajes largos, y entonces hemos intentado concretar”, añade José Luis Santar.
Cada personaje es como un rompecabezas que sus propios actores han construido pieza a pieza, desde la mirada tímida y las varices de Winston hasta la euforia revolucionaria de Julia. Pero, además, cuentan con otra dificultad: hacer la función a tres bandas. ¿El motivo? Según Martínez-Abarca, que nadie se pueda escapar de la acción. “El teatro desde siempre ha sido un lugar de estímulo entre el actor y el espectador, visibles unos a otros”, considera.
El totalitarismo será tecnológico o no será
Solo cuatro actores subirán al escenario, pero en realidad hay un quinto, uno que vigila y nunca pierde al público de vista: las telepantallas. Como menciona el director, “hay monitores de tubo, pantallas de plasma o superficies de proyección en chapas metálicas” para ofrecer una estética retrofuturista que el propio Orwell dejó patente en su libro.
Se trata de un mundo que descontextualiza, que mezcla elementos del pasado con otros del presente para reflejar cómo la sociedad avanza mucho en unas cosas y muy poco en otras. “Solo han evolucionado las funciones de la tecnología al servicio del Estado, de aquello que sirve para controlar”, manifiesta Martínez-Abarca. Resulta anecdótico porque, por otro lado, sí que “han eliminado cualquier evolución del Estado del bienestar para hacer cómoda la vida”. Por todo esto, la obra teatral de 1984 une materiales artesanales con otros vanguardistas.
En plena era del big data, de la interconexión, y de las multipantallas, existen más posibilidades que nunca para el control. De hecho, no sería la primera vez que Black Mirror sirve como ejemplo para aludir a un hecho real. El sistema de valoración social de China, que servirá al gobierno para determinar el nivel de confianza que tiene cada uno de sus ciudadanos, es uno de los muchos ejemplos.
“Cada línea de trabajo que he escrito desde 1936 ha sido, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y a favor del socialismo democrático”, decía Orwell en un documento de 1946 donde explicaba por qué escribía. Después de contemplar el horror, luchar contra él se convirtió en una de sus prioridades.
“Afecta a lo que comes, a la manera en la que piensas, a lo que lees, al cine que ves… No hay margen de vida en la que no intervenga”, indica Martínez-Abarca. Gran parte de culpa la tuvo Joseph Goebbels, responsable de adaptar novedosas técnicas propagandistas al campo de la política y, más concretamente, a la del Partido Nazi. Entre sus métodos, el de repetir una mentira hasta que sea verdad.
“Es lo que hacen sin excepción todos los políticos de hoy en día: todos son hijos de Goebbles. Este les abrazaría a todos, de derechas y de izquierdas, y les diría: habéis aprendido la lección”, considera el director.
Otra novela que también jugó a adivinar el futuro fue Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley. Sin embargo, existen diferencias con la distopía de Orwell: una habla de represión y otra de sobreestimulación. ¿Cuál ha sido más visionaria? “Creo que una superposición de las dos”, opina el director.
1984 puede ser una historia de derrota y opresión, de cómo el totalitarismo consigue sustraer la conciencia crítica de cada individuo. Pero también una historia de esperanza, de rebelión, y de cómo intentar oponerse al sistema incluso cuando todo está en contra. “Ahora te corresponde a ti decidirlo”, concluye Berzal.