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Crónica

'El traje', Javier Gutiérrez y Luis Bermejo desentierran los escombros de la masculinidad española

Luis Bermejo y Javier Gutiérrez en 'El traje'

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La obra se estrenó el año 2012, en la hoy cerrada sala Kubik Fabrik, del barrio obrero de Usera de Madrid. Una obra llena de rabia, donde se veía a dos cuarentones, españolitos, uno instalador de sanitarios (Javier Gutiérrez) y otro, empleado de seguridad de unos grandes almacenes (Luis Bermejo), zozobrar. Dos personajes llenos de taras afectivas, sociales, éticas y políticas, y perdidos en una sociedad capitalista y de consumo donde los conceptos que habían sustentado este país (familia, trabajo y orgullo de clase media) se tambaleaban.

La situación de partida de El traje es costumbrista y española. Es otoño, todavía no ha llegado la campaña de Navidad, aun así, unos altavoces en unos grandes almacenes anuncian ofertas para poder comprar ropa para el verano. Es el primer día de rebajas. Nos encontramos en los sótanos, en un cuartucho desangelado, en las tripas del monstruo. Al abrirse las puertas del centro, ha habido un aluvión de gente corriendo. Entre tropiezos y personas caídas, un cliente ha intentado coger un traje (Gutiérrez) pero ha acabado discutiendo con una señora mayor que intentaba hacerse con la misma prenda. Ha habido insultos e incluso puños. Hay que aclarar qué ha pasado. El empleado de seguridad (Bermejo) lo interroga.

El traje era un retrato furibundo de una sociedad en descomposición en el que incluso se hacía referencia a Francisco Camps y el escándalo en torno a unos trajes regalados bajo sospecha de cohecho pero de lo que fue absuelto en el juicio. Gutiérrez ha ido a comprar un traje para intentar agarrar una contrata de una obra en Tarragona. Si no lo consigue, va a perder su empresa: “Empecé siendo honrado y me di cuenta de que me pasaban por encima”, se excusa el personaje. Camps, ya en el año 2012 fue absuelto del caso de los trajes: hoy también lo ha sido en la última causa judicial del 'caso Gürtel'. Todo aquello, Valencia, Correa, 'el Bigotes', parece hoy una mala pesadilla del pasado. La pregunta es qué resuena hoy en este texto.

La obra ha sido presentada en su reestreno en el Teatro de La Abadía ―tras su paso en mayo por el Teatro del Soho CaixaBank de Málaga― como un reto de interpretación. Cuenta con dos de los mejores actores de su generación que ahora son aún más conocidos que entonces. Y realmente es un verdadero duelo interpretativo. Gutiérrez y Bermejo bordan el diálogo rápido y componen sus personajes con detalle. El primero más a través de un peso en el cuerpo y la voz. El segundo, a través del gesto esperpéntico y el cuerpo convertido en histrión. Gutiérrez se convierte sin hacer nada, simplemente con su posicionamiento en escena, en el españolito medio que todos reconocemos porque en cierto sentido lo llevamos dentro. Bermejo, a su vez, interpreta a un psicópata funcional, siempre al borde de la locura cercana al Jack Nicholson de El resplandor, pero al mismo tiempo siendo el ser humillado que se han convertido en el amo de un calabozo que no le es propio.

Ambos están tremendos, se gustan y no lo esconden. “A mí me gusta que los actores la disfruten, los tres hemos huido de la impostura, aún con sus carencias, creo que la función ha encontrado su sitio particular”, confiesa Cavestany, autor y director del montaje, a este periódico. “La función pone la mirada sobre dos personajes anónimos, paralelos, que ni siquiera se mirarían, y aquí están abocados a exponerse un poco el uno al otro, con pudor, sin saber hacerlo. Un escombro de masculinidad con el que habría que ver qué hacer”, explica.

La trama se va volviendo kafkiana, la mujer que supuestamente Gutiérrez ha insultado y golpeado, está en la habitación de al lado. Bermejo no deja salir a su interrogado y lo fríe a preguntas inadecuadas, personales, disparatadas. Los roles de poder van cambiando de bando y va aflorando una manera de comportamiento bien masculina y patria, se retan sacando pecho, juegan a quién la tiene más grande. Ambos son un lobo para el hombre en cuanto pueden, pero al mismo tiempo van mostrando sus debilidades, su necesidad del otro, sus soledades y frustraciones. En el fondo de ese diálogo sin fin se ve la mezcla en sus cabezas de una mentalidad nacional católica con el sálvese quien pueda del capitalismo feroz.

Son dos personajes exhaustos, desbordados. Y es ahí donde la pieza gana hoy. Queda rondando en la cabeza del espectador esa primera pregunta, ¿en qué hemos cambiado los hombres desde el año 2012? ¿Sirvió de algo el cambio de paradigma propiciado por el feminismo? ¿En qué ha cambiado esta sociedad en el último decenio? Son preguntas pertinentes, pero sin respuesta.

Berlanga puro hecho teatro

Sin embargo, a la obra le ha venido bien el reposo. En su estreno del 2012 se hablaba de un teatro de tintes pinterianos, haciendo referencia al dramaturgo y Premio Nobel inglés Harold Pinter. La obra contiene trazos de ese teatro; de El montaplatos, sobre todo. Pero hoy, al ver la obra, es el cine de Luis García Berlanga y la escritura de Rafael Azcona los que resuenan fuerte y claro. La de esos personajes vencidos de Plácido (1961), la manera de dibujar personajes de pura coyuntura nacional, sin caer nunca en lo ñoño, enseñando sus defectos y sus limitaciones, pero a los que al final el espectador tiende a salvar al ver cómo sus vidas zozobran en una realidad que ellos no pueden gobernar. Hay un momento de la obra en que ambos discuten, llega alguien de fuera a quien no vemos, golpea la puerta, pregunta si hay alguien ahí dentro. Los dos se abrazan, se tapan la boca mutuamente. Esa imagen es Berlanga puro hecho teatro.

La obra está escrita y dirigida por Juan Cavestany (1967). Más conocido por su faceta en el cine, donde comenzó como guionista en 1999 con Los lobos de Washington, aunque pronto pasó a la dirección, creando piezas de alta comedia negra como Dispongo de barcos (2010), Gente en sitios (2013) o esa estupenda rareza llamada El señor (2012), donde Bermejo da una lección de interpretación frente a la cámara.

Pero Cavestany, desde sus inicios, siempre ha tenido otra faceta, la teatral. Primero junto a la compañía Animalario con quien estrenó Alejandro y Ana. Lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente (2003), obra censurada por el gobierno de la Comunidad de Madrid de Alberto Ruiz Gallardón en una España que vivía los últimos coletazos del Gobierno de José María Aznar. Cavestany también es autor de una pieza que es referencia del primer decenio del siglo XXI, Urtain (2008), donde el mismo Bermejo hacía un número de la canción Como yo te amo de Rafael que todavía hoy es recordado.

En los últimos años este madrileño forma parte de un grupo de autores que trabajan en torno a Andrés Lima y que ha dado frutos como Shock. 1 y Shock. 2 o Prostitución. Ahora mismo, está trabajando con Lima un nuevo proyecto, 1936. Al preguntarle sobre el proyecto, Cavestany dice a este periódico que ha escrito varias escenas: “Una es sobre Franco y su padre, otra es una suerte de adaptación de la defensa de Madrid por Miaja según la cuenta Chaves Nogales, otra es sobre comer hierba, el hambre, el desprecio y el daño físico, y otra es un monólogo... Este picoteo luego Andrés lo organiza junto con otros textos suyos, de Mayorga y Boronat”. La obra se presentará la próxima temporada.

En El traje hay también un pequeño monólogo de Bermejo donde el empleado cuenta al empresario de sanitarios un episodio con su hijo en un tiovivo en el que acaba tirado en medio del carrusel, los demás padres miran para otro lado y él se resiente de esa insensibilidad. “Pero luego me di cuenta de que era lo contrario. No habían querido mirar ni decir nada por mi bien. Por no hacerme sentir ridículo. Habíamos hecho un pacto entre todos: que nadie mire. Que nadie se sienta mal. Por eso me sentí muy agradecido y se lo dije: gracias” Ese texto, lleno de vergüenza, miedo y pena, es puro Cavestany.  

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