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Lyon (Marshall): la vida dentro de una cabeza de perro

Lyon (Marshall)

Gabriela Sánchez

Es fácil encontrarlo un sábado cualquiera en la Puerta del Sol de Madrid. Un vistazo rápido por la zona próxima a la calle Montera basta para divisar a Marshall, uno de los muñecos más exitosos de la concurrida plaza. Dálmata, sombrero y camiseta rojos, cabeza grande. Cuando los más pequeños se acercan, menea varios globos de colores y balancea su cuerpo con desparpajo. Ellos sonríen, saben quién es: uno de los personajes de sus dibujos favoritos, Patrulla Canina.

En plena hora punta, un niño estira a su padre del brazo para acercarse más a él. El enorme dálmata le regala uno de sus globos, intercambian unas palabras, se fotografían. Antes de despedirse, Marshall recibe unas cuantas monedas. La familia se aleja mientras observa el retrato de ambos captado en su teléfono móvil. Nada saben de la historia escondida detrás de esa enorme cabeza de peluche. Desconocen que Marshall, en realidad, es Lyon, un joven de 22 años que huyó de su país, Bangladesh, en busca de protección.

La que se oculta tras el muñeco es una de las 180.380 personas que atravesaron el Mediterráneo durante el 2016 en su intento de alcanzar la Unión Europea desde Libia, la ruta migratoria más mortífera. Los planes de Lyon pasaban por trabajar en Trípoli, pero pronto comprendió que había elegido el lugar equivocado. “Encontré un empleo en la construcción de un edificio, pero no me pagaban. Me tenían secuestrado junto a otros migrantes. Estaba atrapado”, recuerda el joven, quien estudiaba Empresariales hasta que decidió abandonar Bangladesh.

Lyon escuchaba cada noche disparos próximos a la estrecha habitación en la que permanecía confinado. Presenciaba los golpes recibidos por algunos de sus compañeros por parte de los “criminales” que lo explotaban. “No podíamos irnos de allí. Sólo había una manera de liberarnos: pagándoles”. Aún se recuerda imaginando los nervios de su madre cuando escuchaba las llamadas de extorsión de sus captores. “Contactaban con nuestras familias, les pedían dinero, pero la mía no podía pagarlo”, añade, con la calma que lo caracteriza y que, dice, le permitió sobrevivir.

Un día logró escapar. “Todos dormían. Sabíamos que había una ventana que no cerraba bien. Huimos con otras seis personas”, relata Lyon, aún consciente del riesgo enfrentado. “Sabíamos que, si nos descubrían, estábamos muertos”.

Se recuerda corriendo, sin saber muy bien a dónde. Encontraron un lugar en el que mantenerse a salvo por un tiempo, pero el temor a ser localizado por sus secuestradores no desaparecía. “Me tenía que ir de allí”, sostiene el bangladesí. Se lanzó a las aguas del Mediterráneo junto a otras 80 personas. Su calma y serenidad no fueron suficientes para silenciar su miedo durante las siete horas que duró la travesía. Hasta que los vio a ellos.

Un “gran barco” apareció. Lo habían logrado. En Italia, donde fueron desembarcados, Lyon no encontraba su lugar: “No me sentía bien recibido, no me gustaba la comida. Demasiada pasta”, sostiene entre risas.

Quería ir a España. “Desde niño, siempre me atraía. El fútbol, el Real Madrid…”. Sus referencias futbolísticas construían en su cabeza una imagen de Madrid de la que quería formar parte. Una vez en Francia, encontró la manera de alcanzar suelo español sin ser frenado por la policía. Pagó 400 euros por un viaje clandestino en coche hasta la capital española.

Algo más de un año después, esa imagen idealizada de Madrid se difumina entre la realidad. No es lo que esperaba, pero a Lyon no le gusta quejarse. Él agradece, sonríe y mantiene la calma un día más. A su llegada a España solicitó protección internacional debido a la “persecución política” que asegura haber sufrido en su país, un asunto en el que prefiere no detenerse. Empezó a vender latas de cerveza en el centro de Madrid, pero temía tener problemas con la Policía. “Veía que los muñecos no corrían cuando aparecían los agentes y les pregunté. Me dijeron cómo conseguir el disfraz. Invertí 300 euros para sobrevivir”.

Cada mañana se levanta en el hogar que comparte con otros tres bangladesíes, desayuna y prepara su acolchado uniforme de trabajo. Camina desde su casa hasta la Puerta del Sol, cabeza en mano. Una vez allí, se resguarda en una de las esquinas de la plaza. La camisa roja de cuadros cerrada hasta el cuello y sus vaqueros quedan ocultos tras el disfraz. Sus preocupaciones también.

“Como solicitante de asilo debería poder trabajar. Mi documentación me lo permite, pero los empresarios no quieren contratarme si no cuento con residencia permanente”, lamenta Lyon. Cada día pasa una media de ocho horas vestido de muñeco, en busca de la caridad de los transeúntes. Los “días buenos” regresa a casa con unos 80 euros en el bolsillo. Los malos, no llega a diez. “Al menos da para comer algo”, se resigna.

“No vendo globos. Yo los regalo. Si alguien te da algo de dinero… Es la voluntad. Lo que les sale del corazón”, corre a aclarar. Esa diferencia entre vender y obtener dinero de forma voluntaria explica el limbo legal en el que se encuentra la labor de la decena de muñecos esparcidos por determinados puntos turísticos de Madrid.

Su supuesto trabajo “no es un trabajo”, insiste. Aunque hay un lado de su rutina que confiesa adorar. Cuando llega a la plaza madrileña y deja atrás a Lyon para convertirse en Marshall, las miradas de pasividad de su alrededor también se transforman. “Cuando soy yo, la gente pasa. A veces siento que me miran con desconfianza por ser extranjero. En cuanto me pongo la cabeza, las personas me observan de otra manera. Hay ilusión. Sonríen”, describe con pasión.

Cuando no hay niños en Sol, Lyon se aburre. “Ellos me quieren mucho. Yo lo noto. Ríen cuando me ven, cuando Marshall aparece. A veces me abrazan y no quieren despegarse de mí”, detalla entre risas. Las decenas de niños que guardan en el móvil de sus familiares una fotografía con un dálmata de Patrulla Canina no lo saben. Pero ellos son quienes animan a Lyon a colocarse la enorme cabeza de perro y salir a la calle a sobrevivir un día más.

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