Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Poner la ciudad por encima de la marca
“No queremos ser una ciudad de categoría internacional, queremos una ciudad segura en la que podamos movernos fácilmente y a bajo precio, no queremos espectáculos de ópera que no podamos pagar…”. La frase es un extracto de una carta al director de uno de los principales diarios de Toronto citada por el investigador David Hulchanski en un estudio sobre la segregación de esa ciudad y recogida en un artículo de Richard Florida en Citylab. Florida analiza, con éste y otros papers de la Universidad de Toronto, de dónde llegaron los votos para la elección del alcalde Rob Ford, al que considera representante en lo urbano de esa especie política que arrastra a la clase trabajadora blanca que se siente olvidada.
Ford, ya fallecido pero con un hermano tal cual que es gobernador de Ontario, fue alcalde de Toronto de 2010 a 2014 y sin duda un pionero de esa forma de comunicar basada en el exabrupto y el escándalo que tanto se lleva ahora. Como alcalde, deshizo políticas de fomento del transporte público y la bicicleta, privatizó lo que le dio tiempo y aplicó todas las normas del manual neoliberal. Sus formas agresivas, incluso sus problemas con el alcohol y las drogas, no minaron su popularidad sino todo lo contrario: le colocaron como estandarte frente a la corrección política que se le atribuye ahora a la izquierda.
La tesis de Florida es que incluso en una ciudad como Toronto, una de las más progresistas de Norteamérica, diversa, abierta y moderna, hubo sitio para el conflicto que se supone entre las ciudades y ciudadanos de éxito y el resto. El carácter de Ford encajaba con la gente asediada por el aumento del precio de la vivienda, los cabreados por la “guerra contra los coches” y los defensores de los valores familiares tradicionales, tanto en los barrios del centro, presuntamente más poblados de mentes opuestas a sus postulados, como en las periferias.
A pesar de que eso ocurrió lejos en el tiempo y en el espacio, todo suena excesivamente cercano. Los análisis de resultados electorales posteriores a ese movimiento llamado Ford Nation —de Trump a Salvini, del Brexit a las andaluzas de aquí—, tienden a confrontar dos mundos, lo rural contra lo urbano, las ciudades apagadas frente a las que lucen, pero muchas veces se olvidan de que dentro de esas urbes ganadoras crece estrepitosamente la desigualdad, más o menos al ritmo de ese triunfo. Por supuesto, eso mismo ocurre en las de aquí.
Como ya se ha tratado varias veces en este blog, en España Madrid y Barcelona se lo están llevando casi todo a costa de casi todas las demás, pero también a costa de buena parte de sus propios vecinos. Hay muchísima gente que se siente olvidada por sus gobernantes, también por los municipales, y no siempre los gobiernos del cambio han sabido responder a esa necesidad de atención.
El afán por demostrar que la izquierda también atrae inversiones, las ganas de dejar grandes proyectos en la memoria, la competición constante por crear una marca brillante y la desatención a la periferia han sido denominadores comunes. Como decía esa carta al director de un torontés, ¿queremos ser una ciudad de primera o buscamos una ciudad posible y amable para todos?
Ver el anzuelo y no los peces
En estos días se han difundido un par de encuestas. La de este diario da al trío de derechas la mayoría casi absoluta y a Vox tantos escaños como a Podemos. La de Telemadrid da a Vox el cuarto puesto en las municipales de la capital por encima del PSOE (antes del anuncio de Pepu Hernández como candidato). Por lo visto en muchas reacciones, parece que la previsión ha sorprendido, como si eso no pudiese pasar aquí. Esa mirada asombrada ya es un retrato de las causas del problema, un reflejo del despiste respecto a una realidad en la que se encuentran y suman dos lógicas: la del sentimiento de abandono de muchos ciudadanos y la de la comunicación bruta y directa que conecta con ellos. Los exabruptos de Vox y PP (y también de Ciudadanos) están diseñados para captar la atención del desatendido y la risa que se oye al otro lado, la forma de señalar la presunta vulgaridad, no hace sino reafirmar sentimientos. Por decirlo de otras dos maneras: es un error fijarse sólo en el anzuelo y no entender las razones de los peces, la superioridad moral nunca ha sido una forma eficaz de establecer un diálogo.
Antes que ser una ciudad de postín internacional, es normal desear una ciudad limpia, segura, en la que funcionen los servicios y la vivienda digna no sea una anhelo imposible. Quien siente el dolor de habitar en un entorno cada vez más difícil, es fácil que tenga mucho que reprochar a quien manda, aunque no sea suya toda la responsabilidad. También es normal que le moleste la actitud postmoderna que se olvida de las cosas de andar por casa y que escuche por eso los cantos de sirena del rechazo a… lo que sea.
Decir España en cada frase y ponerse la bandera en la solapa no va a solucionar el problema, ni es la verdadera cuestión ni es creíble a estas alturas. El problema de desatención se soluciona atendiendo, entendiendo que la hay que empezar a hacer ciudad hacia adentro, ocupándose de los asuntos de los habitantes, sobre todo de los que salen perdiendo en esta tontísima carrera hacia un éxito que sólo es para las cifras macro y para unos pocos.
La mejor comunicación es siempre la acción y probablemente muchos votantes esperaban de la política que vino nueva hace cuatro años intervenciones más contundentes contra el poder de las grandes empresas, una reacción más rápida para frenar la emergencia habitacional y un cambio en los barrios que siempre pierden. Suena a misión muy difícil desactivar su decepción desde el gobierno, pero es probablemente la única misión posible. Para volver a ganar, hay que poner el interés de la ciudad por encima del de la marca. Prometerlo y, esta vez, hacerlo.