El colapso de Credit Suisse pone en duda el modelo bancario y fiscal suizo
¿Es Suiza demasiado grande para caer? Este podría ser el planteamiento de la cuestión que popularizó el congresista americano Stewart McKinney en 1984 durante el rescate de la que entonces se consideró la mayor quiebra de la historia, la del Continental Illinois National Bank. La defunción del Credit Suisse, a sus 167 años, abarca gran parte de la trayectoria vital de Suiza como centro financiero de referencia en Europa.
El Swiss way of life se presenta desde los años veinte del siglo pasado como guardián del secreto bancario y de la baja fiscalidad. Es una Imagen surgida en el periodo de entre guerras, a raíz del aumento de la presión fiscal en Francia a los ingresos de sus grandes fortunas -hasta el 75%- para combatir los efectos de la Gran Recesión, que junto a las duras sanciones aplicadas a Berlín como responsable del estallido de la Primera Guerra Mundial provocó fugas masivas de capitales en Alemania. Este cóctel molotov no solo aupó al nazismo al poder, sino que alumbró el faro suizo de refugio de grandes patrimonios y balneario de la neutralidad geopolítica.
Las autoridades cantonales helvéticas consolidaron este modelo en 1934. Lo revistieron con leyes de secreto bancario y castigos severos por actos que atentaran contra su sacrosanto principio de opacidad, al que prefieren denominar anonimato y que le ha conferido pingües beneficios. En 2021, la renta per cápita de los 8,8 millones de suizos es de 87.339,7 dólares, la cuarta más alta del planeta, según datos del FMI, por detrás de Luxemburgo, Irlanda y Noruega.
Sin embargo, el default del Credit Suisse ha sumido a Suiza en una recurrente crisis de identidad. No es una amenaza inédita a su estructura productiva, ya que surge con cada inestabilidad financiera. Aunque Suiza siempre suele resolver con éxito cualquier hostilidad contra su sistema, que tiene bancarizado el 74% de sus 807.418 millones de dólares en los que se valoró su PIB 2022.
La quiebra del Credit Suisse fue solventada en apenas 72 horas. La reunión de tecnócratas, banqueros, reguladores y autoridades políticas helvéticas se cerró, a contrarreloj y por mandato expreso de sus poderes fácticos, con su compra por parte de UBS.
Relojería suiza para el gran nutriente de préstamos de la economía del país durante un siglo y medio. Una economía que no es el primer susto que se lleva. En el último lustro ha vivido la quiebras de Swissair o el traslado a Eslovaquia de la fábrica de chocolate Toblerone, que obligó a la emblemática enseña a dejar de usar la imagen de Monte Cervino, símbolo de su orografía alpina. Su venta a la estadounidense Mondelez ha acabado con un vínculo con el nacionalismo helvético de 115 años de historia.
Credit Suisse ya se había debilitado en los últimos años. Tanto, que necesitó de una inyección urgente de avales del Banco Nacional de Suiza de 30.000 millones de dólares que, dos días más tarde, subió hasta los 50.000 millones de euros -o de francos suizos, en paridad monetaria-, para garantizar las necesidades financieras reales del banco. El desplome del 24% en el valor de sus acciones le había dejado sin liquidez. Aunque el agujero es de mayor calibre si se tiene en cuenta que en 2022 perdió 7.600 millones de dólares de capitalización, su mayor debacle desde 2008, con unos activos que retrocedieron en un 70% en el último trienio previo al acuerdo.
Fueron datos que salieron a relucir en Bernerhof, sede del Ministerio de Finanzas, sobre los que UBS manifestó serias reservas. El Gobierno suizo intensificó su presión pese a la supuesta neutralidad financiera suiza y el presunto rechazo a cualquier tipo de intervencionismo. Esa máxima neoliberal que conviene no saltarse ni siquiera en las formas, según voces conocedoras de las negociaciones que cita una reciente información de Financial Times, para no dañar la estabilidad y reputación del modelo suizo.
Pilares frágiles, negocios dudosos e injusticia fiscal
La fusión valora al Credit Suisse en 3.000 millones de francos suizos, un descuento del 60% de su precio de mercado, y una fracción mínima de los 42.000 millones que aparecía en sus libros contables. Una factura inicialmente asequible para UBS, pero que deja sin despejar incógnitas como la de si “realmente echará a rodar con suficientes garantías y grados de eficiencia”, alerta Arturo Bris, profesor de Finanzas en la escuela de negocios helvética IMD o la del futuro de sus plantillas, que emplean a más del 5% -casi 212.000 trabajadores- de la población activa del país.
Sin contar con los 9.000 millones de dólares en los que se calculan las potenciales pérdidas de UBS en su misión de suturar la brecha del Credit, aunque dentro del escudo de 109.000 millones de avales del estado. Es el precio a pagar por la sucesión de escándalos que precipitaron su colapso y que el gobierno de Berna “lamenta” no haber evitado, según afirmó su ministra de Finanzas, la liberal Karin Keller-Sutter.
Pero además tanto a Credit Suisse como a UBS le atenazan los jueces estadounidenses. El Departamento de Justicia americano sitúa a ambos grupos como cooperantes necesarios en movimientos de evasión de capital de oligarcas rusos afectados por las sanciones occidentales al Kremlin. Los jueces cursaron a varios de sus ejecutivos citaciones judiciales días antes del colapso del Credit: acuden al centro gordiano del secreto bancario al reclamar la identidad de los clientes y empleados involucrados en esos supuestos traslados de activos.
El banco en quiebra gestionaba una cartera de inversión de altos patrimonios rusos superior a los 60.000 millones de dólares que le han reportado entre 500 y 600 millones de ingresos al año -desde el veto a Rusia por la invasión de Crimea, en 2014- y que han aflorado en el proceso de integración. Mientras a UBS este espinoso asunto le ha ocasionado pérdidas del 7,2% adicionales en sus cotizaciones bursátiles en las fechas previas a la adquisición.
En UBS y Credit Suisse han impuesto la ley del silencio. Todo en favor del secreto bancario suizo. Tax Justice viene situando a Suiza como uno de los destinos predilectos del dinero negro en su Financial Secrecy Index desde 2018. En un pódium por el que pugna con EEUU e Islas Caimán. También arremete contra los “constantes y reiterados intentos legislativos” por retrasar las medidas anticorrupción acordadas con la UE y el intercambio de información fiscal y financiera que exige la Casa Blanca a Berna desde la crisis financiera de 2008. En ambos casos, implorando a las normas de transparencia internacional que afectan a los fondos que recalan en Suiza y que proceden de empresas extranjeras o patrimonios individuales foráneos.
Este think tank coloca a Suiza en el quinto lugar, por detrás de las islas Vírgenes, Caimán, Bermudas y Países Bajos, de su clasificación de paraísos fiscales corporativos y cifra en más de 21.000 millones de dólares las pérdidas fiscales que inflige anualmente a otros países por sus prácticas tributarias dañinas.
A vueltas con la neutralidad helvética
Mark T. Williams, profesor de la Universidad de Boston, asegura que “el final del secreto bancario sería también la defunción de los bancos suizos, que perderían con ello toda su ventaja competitiva”. No así su condición de paraíso fiscal a menos que surta el efecto deseado el pacto del gravamen global del 15% en la fiscalidad de Sociedades y se tomen iniciativas contundentes para recuperar los beneficios expatriados de las empresas, en especial de las multinacionales. Hasta entonces -precisa- Suiza seguirá siendo un centro off-shore preeminente.
Un informe de Boston Consulting Group asegura que en 2021 Suiza atesoró 2,5 billones de dólares del exterior, cifra similar al PIB canadiense, el octavo global, y que la situaba a la Federación Helvética por delante de Hong-Kong o Singapur.
Su neutralidad ha ayudado durante siglos a Suiza a labrarse esa reputación de enclave financiero y fiscal. Sobre todo, “durante periodos de conflictos bélicos en Europa, aunque ahora ya no creo que perdure mucho tiempo”, augura su antiguo diplomático Thomas Borer al FT.
Suiza exhibe una imagen de neutralidad desde 1514, con su rendición ante Francia en la Batalla de Marignano, cuando la llamada Liga de Cambrai -coalición contraria a la República de Venecia- logró que Suiza abandonara su expansionismo y abrazara el principio de la no intervención en asuntos exteriores. Aunque su reconocimiento mundial surgiera tras las invasiones napoleónicas gracias a que su espacio geográfico mantuvo a raya a los imperialismos francés y austriaco en beneficio de la paz. Desde esa fecha, decir Suiza es sinónimo de ser neutral y condición esencial para su plácet como refugio de personas y fortunas.
Pero esa supuesta imparcialidad, puesta en cuestión por los tintes xenófobos y de conservación de privilegios que han presidido buena parte de sus famosas consultas populares también está en tela de juicio, explica Borer. Entre otras razones, porque “en 2014, tuvimos nuestro propio Brexit al aprobar nuestras cuotas migratorias”, advierte Flavia Keliner, cofundadora de Operation Libero, un movimiento liberal-democrático suizo. En su opinión, los gobiernos -tanto el federal, como los cantonales y comarcales- han hecho un uso partidista de los referéndums para imponer restricciones a la inmigración, extender la retórica antieuropea o generar populismo. “Suiza protagoniza uno de los virajes más peligrosos de la extrema derecha en Europa y el mundo”, según señala el activista brasileño Franklin Frederick en Countercurrents.org.
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