La sentencia europea sobre la inmunidad parlamentaria de Oriol Junqueras deja en evidencia al Tribunal Supremo español. A la Sala de lo Penal que juzgó el procés. A la Fiscalía, que apoyó la decisión del Supremo de saltarse la inmunidad parlamentaria. Y a todos los que han querido utilizar contra el independentismo catalán los mismos atajos judiciales que antes se usaron contra el terrorismo vasco. Hoy quedan retratados. Y en la foto salen mal.
Cuando Junqueras se presentó a las elecciones tenía todo el derecho a hacerlo, porque sobre él no constaba en ese momento condena alguna. Estaba en prisión preventiva pero no había sido sentenciado. Fue autorizado por la Junta Electoral Central a ir en las listas y fue elegido después con todas las de la ley. Tenía, por tanto, derecho a la inmunidad parlamentaria con la que cuentan todos los eurodiputados desde el 13 de junio de 2019: desde el día en que se publicaron en el BOE los resultados de las elecciones europeas del 25 de mayo.
13 de junio. La fecha es importante porque la vista oral del juicio había terminado la víspera, el 12. Pero a partir de ese día, toda la actuación del Tribunal Supremo fue irregular. No el juicio, pero sí la condena a Junqueras, que ahora queda en cuestión.
Antes de dictar sentencia, el mismo 13 de junio, el Supremo tenía que haber puesto en libertad a Junqueras –o al menos permitir su toma de posesión– y solicitar un suplicatorio al Parlamento Europeo: que retiraran su inmunidad parlamentaria tras un proceso de debate y una votación. El Supremo no lo hizo. Y tampoco quiso esperar para dictar sentencia a que se resolviera la cuestión prejudicial sobre la inmunidad de Junqueras que el propio tribunal planteó. Fue un acto enorme de soberbia. Y un grave error.
Ignorar que Oriol Junqueras no podía ser sentenciado sin pedir antes un suplicatorio al Parlamento Europeo fue una flagrante ilegalidad. La misma que se cometió con Carles Puigdemont y Toni Comín, que también son eurodiputados de pleno derecho a partir de lo sentenciado este jueves. Fue una vulneración de sus derechos y –más grave aún– del derecho a la representación de 1,7 millones de votantes, casi la mitad de los ciudadanos catalanes que acudieron a las urnas el pasado mes de mayo. Fue un abuso innecesario cuyas consecuencias el Tribunal Supremo lamentará.
La sentencia europea no cuestiona, ni mucho menos, todo el juicio del procés. No entra a determinar el fondo de la cuestión –lo ocurrido en Catalunya en octubre de 2017 y su calificación penal– pero sí la forma, que en derecho es algo fundamental.
La decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea abre la puerta a la nulidad de la condena contra Junqueras. Y el Tribunal Supremo, según los juristas, tiene hoy dos opciones.
La primera pasa por acatar esta sentencia hasta sus últimas consecuencias. Volver al 13 de junio y corregir todo lo que pasó después: anular la condena contra Junqueras, ponerlo en libertad, solicitar el suplicatorio del Parlamento Europeo y, cuando llegue, volver a sentenciarlo. Sería lo más lógico. Es dudoso que vaya a pasar.
La segunda, y más probable, es que el Supremo siga la vía abierta por la Fiscalía, que en tiempo récord decidió que Europa no les iba a enmendar. La sentencia de la justicia europea se conoció a las 9:47 de la mañana. A las 12:30, la Fiscalía ya había contestado que tururú: que esta decisión no afectaba en lo más mínimo a la condena del Supremo y que, por tanto, no había nada que corregir.
La Abogacía del Estado ha preferido tomarse algo de plazo para decidir qué hacer. No así la Fiscalía, que demuestra con esta reacción un enorme desprecio por los tribunales europeos –contestar a una sentencia así en poco más de dos horas es de una arrogancia difícil de superar–. Y si el Supremo sigue esa vía, se arriesga a una sentencia aún más severa del Tribunal Constitucional o del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Haga lo que haga el Supremo, las posibilidades de que la Justicia Europea anule total o parcialmente la condena a Junqueras han aumentado mucho hoy. Porque incluso si el Supremo acata la sentencia hasta sus últimas consecuencias, y pide el suplicatorio para volver a condenar a Junqueras, este proceso viciado da argumentos muy sólidos para recurrir el juicio del procés. El más evidente: ¿qué imparcialidad puede tener un tribunal que ignora algo tan obvio como la inmunidad parlamentaria?
Con el juicio del procés, el Tribunal Supremo no actuó con la serenidad que requería un asunto de esta trascendencia y gravedad. Fue así desde el primer momento: con esa hinchada imputación por rebelión de la Fiscalía, avalada por el instructor Pablo Llarena, cuyo único y principal objetivo era llevarse el juicio a Madrid.
Desde que España forma parte de la Unión Europea, el Tribunal Supremo no es el único dueño del campo y del balón. Ya no juegan solos ni tienen la última palabra.
El Tribunal Superior de la Unión Europea no es una instancia ajena a la justicia española. Forma parte del sistema judicial español y por tanto sus sentencias no son una injerencia en la soberanía de España –como plantea Vox– ni tampoco una condena de Europa –como presentan algunos independentistas–. Entre los quince jueces de la Gran Sala que han tomado esta decisión hay también una magistrada española.
La sentencia ha dejado en evidencia al alto tribunal español. Y si el Supremo no rectifica, no será la última ocasión.