Filólogo y periodista, pero poco, ha ejercido como profesor, traductor y escribidor para terceros. Actualmente dirige e ilustra ÇhøpSuëy Fanzine On The Rocks y prepara la segunda oleada de su Diccionario para entender a los humanos.
Tarjeta amarilla a Egipto
La democracia requiere de un poco de entrenamiento para que funcione bien. A veces el personal se confunde. Como no sabe para qué sirve ni conoce sus reglas de funcionamiento, acaba estropeándolo todo. Es lo que está ocurriendo ahora en Egipto. Habrá que esperar a comprobar si el golpe de estado persigue realmente consolidar el sistema democrático o sólo se trata de una maniobra para situar en el poder al dictador de turno o a una marioneta.
El país, definido en su anterior constitución como el 'Estado Democrático Socialista de Egipto', funcionó durante las últimas décadas con ciertas simulaciones democráticas. Ya se sabe que la palabra democracia es polisémica y no significa lo mismo en Washington que en Moscú, París o Pionyang. Egipto, quizá por aparentar ser más progresista que la República Popular Democrática de Corea, consintió los partidos políticos y la celebración de elecciones periódicas para elegir representantes a su Parlamento. También admitió la elección directa del Presidente de la República, aunque sólo se podía presentar un candidato que siempre era del Partido Nacional Democrático. Son estos pequeños detalles los que inducían a la sospecha de que democracia, lo que se dice democracia, no era. Así fue como Hosni Mubarak, que siempre salía elegido por 'abrumadora mayoría', estuvo a punto de momificarse en el cargo.
En febrero de 2011 las revueltas populares depusieron a Mubarak y en junio de 2012, en las primeras elecciones auténticamente libres, salió elegido Mohamed Morsi, que acaba de ser destituido por un golpe de estado cuando apenas ha resistido un año en el poder y sólo le ha dado tiempo a fundar la 'República Árabe de Egipto'.
Para quienes lo ignoren, Morsi es el representante de la deplorable Sociedad de los Hermanos Musulmanes, cuyo sueño es la creación de un califato islámico regido por la ley coránica. El movimiento integrista lleva años sumido en un proceso de debate interno, decidiendo si funda un partido político tradicional o si se dedica a lo que realmente moviliza a sus militantes, arrojar a los cocodrilos del Nilo a los cristianos coptos y a los turistas. Es normal que no les haya dado tiempo a gobernar. Además se han mostrado incapaces de reactivar la economía del país y no se les ha visto mucha motivación por transformar Egipto en un estado moderno.
En teoría, la revuelta contra Morsi aparenta reclamar mayor apertura y participación en el gobierno, y todos los grupos opositores se han apresurado a apoyar a unos militares que, como es habitual en estos casos, han prometido convocar elecciones. El golpe se ha justificado por la incapacidad del gobierno de dar respuesta al levantamiento popular y se adorna con las promesas de un futuro pacífico y unas elecciones sin trampas, pero tiene el pequeño problema de credibilidad de haberse realizado contra un gobierno salido de las primeras y únicas elecciones democráticas celebradas en Egipto. Son estos detalles los que desmoralizan a los escépticos.
El país difícilmente podrá recuperarse si no regresan, como las crecidas del Nilo, las inundaciones periódicas de turistas. Y no lo harán si el islamismo no renuncia a su pretensión de regular toda la existencia humana bajo una moralidad religiosa primitiva; y perdón por el pleonasmo.
Pero no sólo a los integristas religiosos les queda mucho camino por recorrer. También tendrá que avanzar mucho una sociedad estúpida, retrasada y machista que ha evidenciado su cara más repugnante violando en grupo a las mujeres que acudían a las manifestaciones. Aquí hay mucho trabajo para las organizaciones civiles, los organismos internacionales y los partidos políticos. Aunque no estaría mal empezar por reformar un sistema educativo que es incapaz de garantizar una mínima igualdad, en instrucción y en trato, para hombres y para mujeres.
Y una de las cosas que habrá que enseñar es que la democracia no es sólo un mecanismo de representación política; es un sistema. Un sistema de organización social en donde el poder no reside ni en los partidos políticos, ni en el ejército, ni en la religión, sino en el conjunto de las personas. Un sistema en donde todos los individuos, independientemente de su sexo, sus creencias o su origen, tienen la misma dignidad y son depositarios de los mismos derechos. Un sistema que, independientemente de qué partido gane o pierda las elecciones, tiene como objetivo que se beneficie toda la sociedad en su conjunto.
Son ideas ciertamente sutiles y un tanto complejas, pero si todo el mundo ha logrado entender el fútbol y ha llegado a admitir que no vale cambiar las reglas del juego cuando vas perdiendo, aún queda esperanza. Si la ONU, la UNESCO, la OCDE, la OMC o la dicharachera Alianza de las Civilizaciones son incapaces de propagar y hacer respetar estas ideas, que envíen a los árbitros de la FIFA con sus tarjetas rojas. Y que expulsen del campo para siempre a la gentuza.
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Filólogo y periodista, pero poco, ha ejercido como profesor, traductor y escribidor para terceros. Actualmente dirige e ilustra ÇhøpSuëy Fanzine On The Rocks y prepara la segunda oleada de su Diccionario para entender a los humanos.
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