Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El miedo es necesario
Al hilo de las actuales elecciones plebiscitarias catalanas se ha puesto de manifiesto nuevamente en los medios y en la opinión la muy curiosa consideración con la que se tratan las apelaciones o argumentos que alguna de las partes en liza efectúa con referencia a lo que podríamos denominar “la realidad”. Por ejemplo, en este caso, los argumentos de que una Cataluña independiente saldría de la Unión Europea, o no sería reconocida por ningún Estado serio, o experimentaría un descenso en su comercio exterior por el efecto frontera. Todo este tipo de argumentos son descalificados de inmediato como “el discurso del miedo”, pero lo curioso es que son descalificados así incluso por aquellos opinadores o espectadores que racionalmente están de acuerdo en que tales serían los efectos de una declaración unilateral de independencia. No parece sino que argumentar sobre la base de la realidad es de mal gusto y que recordarle al elector que sus decisiones tienen consecuencias, y algunas de ellas pueden ser desastrosas, o simplemente negativas para sus intereses es poco menos que antidemocrático. Al elector, se piensa, habría que atraerle y convencerle con promesas ilusionantes y positivas, nunca asustarle mostrándole que las cosas pueden ir muy a peor en el caso de ciertas elecciones.
Muchas personas creen a pies juntillas aquello de que “la realidad es de derechas”, y otros muchos consideran más o menos intuitivamente que el miedo es un sentimiento poco menos que sucio e innombrable en la política democrática, de manera que explotar la ilusión de los ciudadanos es tanto como motivarles o tratarles como a seres autónomos, mientras que suscitar o explotar su miedo es tanto como tratarles como esclavos. Eso es por lo menos lo que nos dice la reiterada condena y desprecio por las “estrategias del miedo” en todas las elecciones contemporáneas, sean las griegas, las escocesas o las catalanas.
Es curioso, digo. Y lo digo porque toda sociedad humana moderna, y desde luego las sociedades democráticas en que habitamos, están fundadas sobre el miedo de los individuos mucho más que sobre cualquier otra pasión o sentimiento. El miedo es, por mucho que no nos guste reconocerlo, el cemento que mantiene la cohesión de los sistemas sociopolíticos. Para explicarlo filosófica o antropológicamente podríamos remontarnos a Hobbes, el filósofo político más importante en la modernidad (que vino a demostrar algo así como que el contrato social es el pacto lógico de unos seres aterrados), pero a un nivel más sencillo nos basta con mirar en nuestro derredor y reflexionar por un momento acerca de cómo se sostiene el sistema: ¿es que acaso los impuestos se pagarían si no existieran leyes sancionadoras de la evasión? ¿Y qué es el Derecho Penal sino un catálogo de amenazas para evitar comportamientos peligrosamente asociales? No cumplimos con nuestros deberes sociales por altruismo ni entusiasmo, sino sobre todo porque de otra forma nos castigarían. Naturalmente que no es sólo por miedo, naturalmente que el ser humano tiende también a la colaboración espontánea, pero el miedo es una de las palancas básicas del comportamiento ciudadano. Lo dijo Kant, que nunca se confundió al respecto: el hombre tiene una forma de ser social que es altamente insociable, y el miedo a la sanción juega un papel esencial en su motivación como ciudadano y en la construcción en la historia de sociedades cada vez más correctas.
¿Por qué, entonces, el miedo tiene tan mala prensa en la actualidad? ¿Por qué mencionar “la realidad” como límite a las opciones del elector está tan universalmente denostado como un abuso y un sofisma? ¿Por qué cuando alguien afirma que “no hay alternativa” en política escucha una pitada tan sonora? Porque tales argumentos, si bien en ocasiones forman parte de un discurso a priori conservador, en otros son pura racionalidad aplicada. Pero nadie distingue: suscitar miedo en los electores es poco menos que fascista, ¿no?
En mi opinión, esa huída del miedo, ese no mencionar nunca las constricciones y contingencias que atenazan la libertad humana, no es más que un síntoma, uno más, de esa progresiva irresponsabilización del ciudadano como decisor y elector a que asistimos. Al habitante de nuestras sociedades se le vende como idea seminal la de que es completamente libre para decidir (tiene “derecho a decidir” antes incluso de saber sobre qué va a decidir), que la libertad consiste en la ausencia total de determinaciones externas a su voluntad, que la realidad es moldeable como el chicle (la realidad es lo que definimos como tal, no nos preocupemos más) y que, haga lo que haga, siempre todo se arreglará de alguna forma. Decirle que no, que la mayoría de las cosas no pueden decidirse por elección, que lo más importante de su vida le viene dado volis nolis, que en cualquier cambio social (por revolucionario que sea) se conserva mucha más realidad de la que se cambia, infinitamente más (como decía Odo Marquard), decirle esto es de mal gusto e incluso un tanto facha.
Sin embargo, adular al ciudadano como si fuera un decisor con “determinación externa cero” es tanto como tratarle como a un niño. Es infantilizarle. Exactamente igual que en la sociedad de consumo: lo quiero y lo quiero ahora. Cultivar ese discurso, el discurso del no temas las consecuencias, lleva a nuestros sistemas a una sistemática mala elección por parte de los ciudadanos: se elige al que más y mejor promete, aunque será el primero en empezar a hablar de la realidad cuando le toque gobernar. Ante lo cual, en un bucle sin fin, se le echará de ahí para poner al siguiente ilusionista sin miedo. Es el supermercado político para unos consumidores y es el bucle de la ingobernabilidad.
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