Educar en lo común
Uno de los argumentos de los que defienden la escuela concertada es el de proteger a las familias del presunto adoctrinamiento moral de la escuela pública (es decir: del Estado). No porque piensen que adoctrinar sea en sí mismo algo perjudicial, sino porque creen que este tipo de formación moral solo compete a las familias y a las instituciones educativas particulares (colegios privados, iglesias, etc.) que las propias familias escogen. ¿Es razonable sostener esto?
En primer lugar, es cierto que la escuela pública (el Estado) adoctrina. Es más: ¡es que es lo que la escuela pública (y el Estado), hasta cierto punto, deben de hacer! La escuela siempre ha sido (y ha de seguir siendo) la más importante institución transmisora de los valores e ideales que (más allá de las leyes y las transacciones económicas) conforman y cohesionan a una sociedad. Sin esta educación en valores comunes no hay apenas más “comunidad” que la de una simple agregación de individuos.
Es cierto que las sociedades liberales modernas, en su (legítimo) afán por secularizarse, han reducido a mínimos históricos el compromiso moral que supone toda comunidad, y han pretendido sostener la conformidad y el vínculo social en el mero interés económico, la coacción legal, y la garantía de las libertades individuales. Pero todo esto no es suficiente.
La presunta libertad individual de la que presumen las sociedades liberales es una clara muestra de esta insuficiencia. Porque ni siquiera en su sentido más pobre (aquél por el que ingenuamente creemos que ser libres es que nos dejen hacer o pensar lo que queremos – como si el querer mismo no fuera lo más fácil de manipular – ) la libertad ha pasado de ser una abstracción retórica. Tan retórica como los otros grandes principios (Igualdad, Fraternidad...) – distintos al de Propiedad – con que la burguesía moderna ha idealizado su propio entramado de poder.
Tampoco el desarrollo económico garantiza una sociedad cohesionada y eficaz (ni siquiera para crear un marco adecuado al desarrollo individual). No solo porque ese desarrollo económico apenas pueda ocultar ya sus límites infranqueables, sino porque no solo (ni principalmente) de pan viven ni el ser humano ni ninguna comunidad en la que este pueda desarrollarse como tal.
Una prueba evidente de la insuficiente legitimidad de nuestras sociedades ultra liberales (fundadas en el mero bienestar económico y en una libertad más retórica que real) es su extrema debilidad. Si en las sociedades en las que vivimos no notamos una descomposición más veloz (por efecto de la crisis, la corrupción sistemática, o la irrelevancia de las instituciones democráticas) es porque ya están, en gran medida, disgregadas. Y si la inyección de valores y sentido que proporcionan los nacionalismos, populismos o fundamentalismos religiosos no provoca más efectos es – quizás – porque aún no se ha completado su alianza con las élites económicas y sociales.
Para revertir esta situación – hay que decirlo mil veces más – hay que aunar política y educación. Ya sabemos que, a oídos contemporáneos, esto suena muy mal. Pero una política que se conforme con la retórica de los valores comunes y no actúe de forma contundente para formar y conformar con ellos a los ciudadanos no es más que sociología aplicada para legalizar los intereses de la oligarquía. Y – de otro lado – una educación que se limite a enseñanzas científico técnicas e instrumentales y que abomine de la formación en valores comunes (dando, a la vez, todas las facilidades a los adoctrinamientos particulares), no será más que un foco de desigualdades y sectarismos que acabe por corroer todo asomo de comunidad.
Nadie debe asustarse ni asustar con el fantasma del totalitarismo estatal (donde y cuando, además, no hay más totalitarismo – global – que el del mercado). Los valores comunes que debemos reivindicar no son otros que los que dan sentido a la misma actividad política y educativa con la que hemos fundado nuestro modo de civilización.
Un amigo mío dice que la educación pública se originó en las disputas que se organizaban alrededor de Sócrates en la antigua Atenas. Allí (y a diferencia de la educación privada que ofertaban los sofistas) se admitía gratuitamente a todo aquel que quisiera discutir sobre los valores morales que sustentaban a la comunidad. Eso es, en origen, lo político. Algo que se constituye – en la misma génesis del término – como un problema, más que como un hecho. Al menos en Occidente, donde nace ligada a la filosofía como un debate permanente en torno al bien común. La política, la filosofía y la democracia nacen – y solo en Occidente – a la vez.
Educar en lo común es pues, en su sentido más radical, formar en esa práctica civilizatoria en la que se funda nuestra cultura: el diálogo argumentativo en busca de la verdad común. En ausencia de esa verdad tenemos aproximaciones relativizables a la misma y, sobre todo, algo infinitamente más indudable: lo común de la razón: esa herramienta o procedimiento que garantiza la objetividad y el progreso del debate.
Pero ocurre que la propia razón como procedimiento supone (además de condiciones materiales obvias) determinadas prácticas y valores que, como la pluralidad ideológica, la desacralización a priori de toda opción moral, el uso reflexivo y crítico de la propia razón, o la no discriminación de nadie por motivos ajenos a la razón misma (religiosos, económicos, de género...), solo pueden ser garantizados por una educación pública y común gestionada por todos y en la que, obviamente, se eduque, antes que en ninguna otra cosa, en el debate racional.
Así, solo una escuela pública omnipresente y de (insuperable) calidad pedagógica, y en la que la educación crítica en los valores comunes (Ética, Educación para la Ciudadanía) no sea algo marginal, sino el elemento central de lo que debe ser la formación de ciudadanos y personas verdaderamente libres (libres en cuanto razonan – y no solo asumen y ven satisfechas – sus preferencias frente a las – y los – demás), puede garantizar una sociedad consistente y libre de la amenaza inminente de la disolución, la irrelevancia frente al imperio del capital, y la invasión de la nueva generación de totalitarismos políticos y religiosos que está en ciernes.