Se alquila Casa Blanca
La dama de la primera fila
Hasta hace muy poco tiempo, en la Sala de Prensa de la Casa Blanca solo había impresos dos nombres. Uno era el de James Brady, portavoz de Ronald Reagan, que estuvo a punto de morir el 30 de marzo de 1981, cuando el desequilibrado John Hinckley intentó matar al presidente a las puertas del hotel Hilton de Washington. La Sala de Prensa lleva el nombre de Brady en su honor. El otro estaba escrito en la base de una de las sillas: Helen Thomas. El asiento central de la primera fila ha estado reservado durante décadas para esta periodista, hija de inmigrantes libaneses, que durante su carrera rompió todos los moldes posibles. Ha sido la dama de un periodismo que ya no existe, que se escribía en libretas y entre nubes de humo de tabaco. Ella es también un buen ejemplo de lo complicada y peculiar que siempre ha sido la vida dentro de esta Sala de Prensa.
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Cuando se abrió la puerta del ascensor, una joven secretaria me acompañó hasta las oficinas que ocupa la empresa de comunicación Herst en Washington. Caminamos por pasillos, atravesamos una redacción, dejamos a un lado despachos, una cocina y varias salas de 78 reuniones hasta que en una esquina, instalada en un cubículo de paneles prefabricados, encorvada y algo temblorosa, apareció Helen Thomas. La excusa para encontrarme con ella era escribir un artículo sobre los hijos de los presidentes, aunque mi verdadera intención era disfrutar de la oportunidad de sentarme con una mujer que se había convertido ya en un mito. Estaba tan arreglada y coqueta como todas las veces que la había visto en la Casa Blanca. Intentaba amortiguar las profundas arrugas de su vejez con una ligera capa de maquillaje y extendiendo el carmín por encima del límite de sus labios. Mientras ella hablaba, yo analizaba el universo de objetos que la rodeaban. Me extrañó no encontrar imágenes de sus entrevistas con Kennedy, sus treinta títulos universitarios honoríficos o alguno de sus incontables premios. Era la mesa de alguien que no se alimenta con el pasado. Helen trabajaba como debía haberlo hecho durante sus años gloriosos, rodeada de papeles y sin ningún lujo. Al verla recluida en ese rincón, tuve la tentación de sentir pena. Quizás no había sabido aprovechar su momento para irse con todos los laureles, quizás merecía la tranquilidad de un retiro alejado del ajetreo de una planta de oficinas. Nada de eso era cierto. Escuchando la cordura y la firmeza de sus argumentos me convencí de que su mayor placer era mantenerse en activo, continuar siendo una cronista apasionada de la actualidad.
Ella es la única periodista que ha seguido a nueve presidentes de Estados Unidos. Desde Kennedy, todos 79 los inquilinos de la Casa Blanca la han tenido enfrente. Sus preguntas, llenas de sentido común, no fueron amistosas ni con los demócratas ni con los republicanos. La única causa en la que tomó partido desde el principio fue la de la igualdad de derechos. Cuando comenzó su carrera, la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca no admitía mujeres en su junta directiva. Helen logró acabar con esa discriminación en 1962, gracias al apoyo de Kennedy, que amenazó con no acudir a la cena anual de la asociación si no cambiaban los reglamentos machistas. Acabó presidiendo el exclusivo club, fue también la única mujer periodista que viajó a China con Nixon y tuvo durante años el honor de terminar todas las ruedas de prensa con un “gracias, señor presidente”. Suya era la última palabra y también la primera. Como corresponsal de UPI (United Press International), era la encargada de hacer la pregunta inicial de cada convocatoria. Sus compañeros la bautizaron como “la Primera Dama de la Prensa”. Su figura se agigantaba a medida que iban apareciendo nuevos inquilinos por la Casa Blanca.
Las cosas comenzaron a cambiar cuando, el 17 de mayo del año 2000, la secta religiosa Moon compró UPI. Después de cincuenta y siete años trabajando en la agencia, Thomas pensó que no tenía ninguna gana de soportar a un dueño iluminado. Dimitió de su puesto para convertirse en columnista del grupo Herst. Cambiaba las noticias por la opinión. Nunca ocultó su simpatía por los palestinos, que iba acompañada de una virulencia tremenda contra el poderoso lobby judío de Washington. Sus columnas empezaron a crearle enemigos. La guerra de Irak la enfrentó con la Casa Blanca hasta el punto de describir a Bush como “el peor presidente de la historia”. Su respuesta fue ignorarla durante tres años en las ruedas de prensa. Cuando, el 21 de marzo de 2006, recuperó el turno de palabra, no dudó ni un segundo en volver a tirarse a su yugular con la mejor retórica posible. “Todas las razones que nos dio para invadir Irak han resultado ser falsas”, le dijo. “Si el motivo de la guerra tampoco ha sido el petróleo o proteger a Israel, dígame ¿para qué hemos hecho está guerra?”. Bush no respondió la pregunta. Recitó su teoría sobre la importancia de la Guerra contra el Terrorismo y volvió a olvidarse de Helen Thomas. Su enfrentamiento constante con los portavoces de la Casa Blanca le devolvió la popularidad de sus mejores años. Cuando se renovó la Sala de Prensa en 2007, la Asociación de Corresponsales decidió que Helen Thomas debía conservar su asiento en primera fila de forma permanente. Nadie más se sentaría en esa silla.
Con la victoria de Obama regresaron los piropos y las sonrisas. El presidente la felicitó en público por su 89 cumpleaños regalándole unas magdalenas y bajando hasta su asiento para hacerse una foto juntos. Pero ni las buenas maneras ni los halagos consiguieron domar la raza periodística de Thomas, que siguió criticando la falta de empuje de Obama para cerrar Guantánamo, las muertes de inocentes en Afganistán o la obsesión del nuevo gobierno por controlar a la prensa. Una mañana, en su paseo hacia la Casa Blanca, la abordó un bloguero con una cámara y una pregunta: “¿Qué les diría a los judíos de Israel?” Helen contestó sin dudarlo: “Les diría que se larguen de Palestina porque están ocupando una tierra que no es suya, y les pediría que vuelvan a sus casas en Polonia, Alemania, Estados Unidos o donde sea”. Para el lobby judío, la referencia a los dos países donde habían sufrido los campos de concentración nazi fue un insulto imperdonable. Convirtieron el comentario en tema central del debate político y consiguieron que todo el mundo, incluidos sus compañeros de la Casa Blanca, se manifestasen públicamente en contra de Helen. Ella lamentó que hubiesen deformado su argumento hasta el ridículo, pero no rectificó. Prefirió irse, después de casi setenta años en el ejercicio del periodismo. La pequeña placa con su nombre en la silla central de la primera fila desaparecía para siempre.
El adiós de Helen Thomas desató la disputa sobre quién debía ocupar su puesto. El espacio en la Sala de Prensa es mínimo y los medios que reclaman un hueco son cada vez más numerosos. Para lograr un pase permanente hay que superar un examen del Servicio Secreto, demostrar la seriedad del medio para el que uno trabaja y comprometerse a informar de forma habitual sobre las actividades de la Casa Blanca. Aún así, más de dos mil periodistas que tienen ese salvoconducto. A todos estos hay que sumar las decenas de corresponsales, locales o extranjeros que solicitamos permisos especiales para entrar en la sala en días concretos. Es una caja de cerillas.
La sala se divide en siete filas de siete sillas: cuarenta y nueve asientos para un aforo que puede llegar al centenar del personas. La Asociación de Corresponsales es la encargada de repartir los asientos entre los medios que lo solicitan. El único asignado a un nombre propio era el de Helen Thomas, los demás se deciden en las juntas directivas de la asociación, en las que entra en juego el poder de influencia de cada medio para llevarse un buen sitio. Los portavoces de la Casa Blanca conocen la distribución y saben que los medios más potentes están en las primeras filas. Por ahí empiezan las preguntas, después la segunda fila, la tercera, quizás alguien con suerte en la cuarta... y nada más.
La férrea distribución de los turnos y los espacios tiene un problema para los foráneos. Jamás logramos hacer una pregunta. Puedes agitar un pañuelo con la mano levantada, provocar con la mirada al portavoz, puedes ir vestido de rosa fucsia o llevar regalos para todo el Departamento de Prensa. Nada funcionará. No existe la suerte del principiante ni la casualidad. Cuando un periodista extranjero cuela una pregunta es porque antes se ha negociado largo y tendido con la Casa Blanca. Sucede, por ejemplo, cuando algún líder extranjero visita Washington y se concede a un medio del país de origen la posibilidad de pedir una valoración de la visita. De todas formas, ser un mero espectador en este cuarto azul es ya un regalo para cualquier periodista. El juego no consiste en preguntas preparadas y respuestas aprendidas. Nada se entiende sin un concepto que es todo un género dentro del periodismo, las follow up questions. Si una respuesta no te deja a gusto, debes saber replicar a la velocidad del rayo, atornillando al portavoz con nuevas preguntas, y lograr que te responda o que pase el aprieto de quedar en evidencia por no querer hacerlo. Solo los mejores llegan a regatear con maestría, lo que explica que alguno de los periodistas más prestigiosos haya crecido en esta sala. Y solo es posible todo esto en países sin miedo, que han convivido con la democracia durante siglos.
Lo peculiar de este lugar ha hecho también que sucedan cosas fuera de lo común. Durante muchos años, los portavoces de Bush convirtieron en estrella de la sala al periodista indio Raghubir Goyal, al que concedían la palabra cada vez que querían cortar las implacables críticas que los demás colegas hacían sobre la Guerra de Irak. Goyal enfriaba la situación formulando preguntas inverosímiles sobre Cachemira en nombre del India Globe, medio para el que decía trabajar y cuya web está completamente vacía de contenido. De Bush fue también la idea de colar a Jeff Gannon en la sala sin necesidad de que tuviese acreditación. Gannon tenía el encargo de presentarse como un bloguero y hacer preguntas amables con el gobierno. El escándalo enfureció a los más progresistas, que denunciaron la trampa a la vez que desvelaban que el bloguero ultraconservador había colgado pornografía en Internet y había trabajado como gigoló gay.
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La primera vez que entré en la Sala de Prensa tuve la sensación de estar en un vagón de metro. Hace calor y no hay espacio para moverse. A los que no tenemos asignado sitio nos toca jugar a las sillas. Nos vamos sentando en los huecos que quedan vacíos con la esperanza de que su propietario no aparezca ese día. Si hay mala suerte, hay que levantarse y buscar de nuevo. Así hasta que toda la sala está ocupada y la única alternativa es quedarse en los pasillos. En la parte trasera de la habitación, como sardinas en lata, se amontonan los cámaras de televisión. Detrás de su espacio están las pequeñas oficinas que ocupan los distintos medios. La sensación ahí es mucho más angustiosa. Ya no estamos en el metro, esto es la cápsula de un submarino. Dos pisos excavados bajo tierra con minúsculas celdas, sin luz natural, donde se suceden las cabinas de radio y los puestos de los redactores. Obama se atrevió a visitar estas catacumbas cuando comenzó su primer mandato. Nunca más volvió. A los pocos minutos de estar ahí abajo, lo único que uno quiere es respirar aire puro.
El jardín es el mejor alivio durante las mañanas de espera. Para asistir a la rueda de prensa hay que llegar, normalmente, con dos horas de adelanto sobre el horario previsto, así que, después de aprenderse de memoria la distribución de los puestos y de engatusar a alguien para bajar a los restos de la piscina, sobra tiempo para darse un paseo por el jardín. En el exterior está el otro espacio del recinto dedicado a la prensa, el lugar donde se amontonan las cámaras que enfocan a la fachada del edificio. Aquí lo conocen como “la isla”, en referencia al suelo arenoso. También ahí el terreno está repartido con escuadra y cartabón. Los últimos años, las cosas se han complicado porque las televisiones no son ya las únicas que tienen cámaras. Cualquier medio digital que se precie quiere emitir una crónica en directo con la Casa Blanca de fondo.
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El mundo del periodismo de Helen Thomas dejó de existir hace ya unos cuantos años. La máquina de la información es hoy una gran trituradora que devora las veinticuatro horas del día todo a lo que se acerca, sin tiempo para detenerse a reflexionar. Helen lo sabe bien, unos segundos de vídeo colgados en un blog provocaron su adiós. Se despidió de la profesión con un comunicado en el que explicaba: “Solo se logrará la paz en Oriente Medio cuando todas las partes tengan respeto mutuo y tolerancia. Espero que ese día llegue pronto”. Las grandes marcas siguen ahí, ocupando los mejores sitios de la Sala de Prensa, pero han ido llegando nombres nuevos como Politico, The Huffington Post, Mother Jones o ProPublica. Ganan premios Pulitzer y son la mejor muestra de la transformación que está en marcha. Eso sí, siempre habrá historias, gente que sepa contarlas y lugares donde encontrarlas. Uno de ellos, por unos cuantos años más, seguirá siendo la Sala de Prensa azul de la Casa Blanca.