Por qué la escalada de ataques en el Mar Rojo no conviene a EEUU ni a los hutíes
Al igual que la actual guerra en Gaza no arrancó el pasado 7 de octubre, los ataques de los hutíes en el Mar Rojo no comenzaron el pasado 18 de noviembre, cuando tomaron el buque mercante Galaxy Leader.
La milicia hutí Ansar Allah ha optado en diversas ocasiones por hacerse presente en esas aguas tanto con misiles como con drones y hasta con barcazas de diferente tamaño. Todo ello en el contexto de una guerra que se viene desarrollando en Yemen desde hace casi diez años.
Esas operaciones marítimas, junto con los ataques contra objetivos saudíes y emiratíes y sus ofensivas terrestres para controlar buena parte del país (incluyendo la capital), han sido su recurrente forma de demostrar su poder frente a un gobierno central absolutamente debilitado a pesar del apoyo recibido por Riad y por Abu Dabi. Hasta ahora, la defensa de la causa palestina no había sido esgrimida por su líder, Abdelmalik al Houthi, como una razón de peso para llevarlos a cabo.
Sin embargo, ahora ése es el argumento principal para justificar una actuación que, en el fondo, no conviene a sus planes. Y lo mismo puede decirse de un Estados Unidos que con sus recientes ataques (acompañado por Reino Unido) contra centros de mando, bases de lanzamiento, depósitos de misiles y sistemas de radares de Ansar Allah en su propio feudo, va en contra de sus propios intereses.
Cabía pensar que en principio los hutíes se limitarían a lanzar ataques esporádicos contra algún buque en tránsito por las aguas más próximas a la parte de Yemen que controlan con la intención de mejorar su imagen interna ante una población yemení que se identifica abrumadoramente a favor de la causa palestina, en claro contraste con la pasividad de todos los gobiernos árabes.
Sin embargo, parece que se han dejado arrastrar, sin que eso signifique que son una simple marioneta más en manos de Teherán, por su idea de apuntarse un tanto ante su principal aliado iraní –proveedor principal de la mayor parte de su arsenal bélico–.
Racionalmente este salto cualitativo –atacando incluso buques de guerra estadounidense y asumiendo, por tanto, la represalia– no puede interesarles cuando se encuentran a punto de lanzar una ofensiva para hacerse con el control de la provincia de Marib, donde se localizan importantes yacimientos petrolíferos que podrían resultar vitales para consolidar sus aspiraciones de poder.
Tampoco les puede interesar arruinar las posibilidades de un acuerdo con Arabia Saudí, deseosa de salirse del pantano al que le han llevado las ansias de liderazgo de Mohamed Bin Salmán pilotando lo que en 2015 creía que iba a ser un paseo militar para estabilizar su frontera sur.
A los hutíes no les debería convenir provocar una escalada total, poniendo en juego sus intereses por una causa, la palestina, que no es esencial en su agenda. Otra cosa es que circunstancialmente les venga bien mantener un cierto nivel de tensión en el Mar Rojo, confiando en que eso lleve a EEUU a presionar a Riad para que acepten sus condiciones en la mesa de negociaciones que mantienen (sin resultados) desde que llegaron a establecer una tregua en abril de 2022.
Por su parte, a Estados Unidos tampoco le conviene implicarse aún más en la defensa de su aliado israelí al precio de deteriorar más su imagen como líder mundial y de tener que aumentar su esfuerzo militar en la zona. Es sabido que Washington desea reducir su huella en la región para poder centrar su atención en la región Indo-Pacífico, donde China desafía de manera muy visible su liderazgo. Por eso le interesa que saudíes y hutíes lleguen a algún tipo de acuerdo para desactivar la dinámica de inestabilidad creciente que caracteriza a la Península Arábiga.
A pesar de todo ello, la realidad muestra que tanto unos como otros han entrado en una espiral de salida complicada en la que todas las opciones son entre malas y peores. La operación Guardián de la Prosperidad no sólo no ha servido para disuadir a los hutíes de realizar ataques –aunque los rebeldes no hayan logrado hundir ni un solo buque, como en el último caso este mismo lunes–, sino que se han atrevido incluso a atacar buques de guerra estadounidenses.
Los hutíes alimentan así un proceso del que difícilmente van a sacar partido alguno, por muchos misiles y drones de origen iraní que tengan en sus arsenales, por mucha que sea su experiencia tras nueve años de guerra y por mucha que sea su voluntad política para mantener el pulso incluso ante un gigante naval como Washington.
Por su parte, la decisión de Joe Biden de ir más allá de la defensa de zona y de la actitud reactiva adoptada por la citada operación, pasando a atacar posiciones hutíes más allá de la costa, sólo sirve para acelerar la inmediata represalia de Ansar Allah, lo que a su vez ya anuncia un nuevo ataque estadounidense; sin que ninguno de los actores enfrentados tenga claro cómo romper ese diabólico juego de acción y reacción.
Entretanto, como efecto colateral de lo que está sucediendo, el precio de un contenedor estándar el pasado 4 de enero, según el Drewry’s World Container Index, ya estaba en 2.670 dólares, un 88% más alto que en el arranque de la pandemia y casi el doble que el contabilizado un día antes de que los hutíes yemeníes comenzaran su campaña de ataques (cuando no superaba los 1.500 dólares).
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