Escuchar Irán
A veces antes de viajar tengo miedo. Aquella mañana no creo que lo reconociera, pero sentí una tristeza infinita cuando mi sobrino de tres años me dio su mano en el coche de camino al tren que me llevaba al aeropuerto. “Es un niño muy sentido”, dijo mi hermana al vernos y él repitió: “Tita, no quiero que te vayas”. No sabía que salía hacia Irán, pero para él ir de la playa a la población más cercana para dejarme en la estación le resultaba tan lejano como mi destino. La distancia no existe, solo es emoción.
Aún no sé muy bien por qué elegí Irán. Ese año había ido a Egipto, dos años antes a Siria y a Líbano, y al siguiente viajaría a Yemen. Era la segunda vez que intentaba ir. Conseguir el visado era complicado. Tuve que seguir una serie de normas no escritas que, vistas hoy años después, me podrían haber servido como una información riquísima para preparar el viaje. Entre ellas, no preocuparme demasiado de si me lo iban a conceder o no, a pesar de tener ya los billetes de avión. Cuando llamaba repetidamente al importador de caviar iraní que se encargó de tramitarlo con la Embajada de la República Islámica de Irán en Madrid y le preguntaba si me lo darían solo me contestaba: inshallà, inshallà. Alguien me contó que el tiempo récord de la espera de su visado había sido recibirlo en el aeropuerto antes de volar a Teherán. La Embajada de la República siempre hacía lo posible para que llegara a tiempo.
La primera vez que lo conseguí había sido el verano anterior. Qué alegría tan grande cuando llega un visado. Por correo, en un sobre marrón con bolitas y un aire antiguo. Sin embargo no pude utilizarlo. El director de mi Tesis de Doctorado, que yo creía terminada, me dijo con una sinceridad abrumadora que a mi investigación le faltaban cien páginas más antes de depositarla. Entre el calor del final de junio de Zaragoza y la imagen de mi pasaporte con el visado varado en un cajón, sufrí un ataque de ira en el baño de la Universidad.
En agosto del 2005 salí hacia Teherán vía Estambul. España no tiene vuelos directos a Irán, tampoco sedes del Instituto Cervantes, ni licenciaturas en iranología ni indología. Sí, entonces, algunos contactos comerciales, como la elaboración de maquinaría para la industria de cerámica en Yazd y la importación de crudo.
Desde los cristales del aeropuerto de Estambul, observaba los alrededores de la ciudad. Deseé visitarla de nuevo. Había estado varias veces y saber por dónde caminaría y qué vería me tranquilizaba ante la salida hacia un país extraño. Me gusta leer los destinos de los vuelos en las pantallas de los aeropuertos. Me acerco a la puerta de embarque del que va más lejos, observo cómo son los pasajeros e intento escuchar su lengua. Aquel día fui a la puerta del que salía hacia Jidda. Había hombres y mujeres vestidos de blanco luminoso.
El primer contacto con el país lo tuve treinta minutos antes de aterrizar. Me habían avisado pero no estaba preparada. Tiene que ver con el cuerpo y todo lo que se relaciona con él sigue sorprendiendo, tanto en Oriente como en Occidente. En Irán, la mujer tiene que cubrirse el cabello y llevar ropas holgadas. No está obligada a llevar el chador. La tela negra o de colores claros y estampados de flores que cubre por entero la cabeza y el cuerpo de la mujer y que la dibujante y autora Mariana Satrapi ha plasmado magníficamente en la estética general de sus comics, como si el negro de sus dibujos remitiera siempre a él.
Cuando el altavoz anunció que íbamos a tomar tierra, las mujeres sacaron sus pañuelos y comenzaron a cubrirse el cabello. Hice lo mismo con torpeza. Siete semanas después, ni ellas ni yo esperaríamos a oír la voz, nos quitaríamos los velos en una sincronía perfecta al mismo tiempo que el avión se elevaba. Por eso me gustan las llegadas: porque muestran el destino desde otro lugar. Me gustan porque es cuando la viajera se siente más vulnerable. Nadie recorrería los extrarradios y suburbios de una ciudad, si no fuera porque debe ir desde el aeropuerto al centro de la ciudad o viceversa. Por eso merece la pena tomar el autobús o un taxi en vez del tren, para ver por única vez los alrededores insólitos de las ciudades. Tan grandes, largos y anónimos que a una siempre le da tiempo de arrepentirse de haber llegado.
El aeropuerto de Teherán guardaba un orden y silencio ajenos a cualquier otro de los que he pisado en mis viajes por Oriente. Mantenía la estética gris de los años setenta, quizás, quién sabe, como si quisiera retener y recordar el momento en el que se produjo la revolución iraní, revolución de 1979 o Revolución a secas, llamada más tarde Revolución Islámica. Aunque a los aeropuertos se les llamó los “no lugares” por su atmósfera neutra y anodina a principios de los 90, hace años que son uno de los espacios más humanos que existen. Se puede asistir a la espera y al ocio de los viajeros, al espacio privado de la humanidad. Por eso me gustan las llegadas.
Aterricé en Teherán sin maleta. Como me dijeron más tarde en la Embajada Española, una no debe preocuparse por el equipaje extraviado porque siempre vuelve. Es verdad. No me importaba mucho perderla pero sí me preocupaba que no llegaran los libros de poesía de Jayyam, Hafez, Saadi y Jami y la Anthologie persane de Massé que había comprado y fotocopiado para leer durante mi estancia, y los regalos para Amir y su familia. Tuve que levantarme durante los días siguientes de madrugada para llamar al aeropuerto y comprobar si estaba en el mismo vuelo que yo había tomado y que llegaba a diario. La mujer que me atendía reconoció mi voz tres días más tarde y me dijo que podía pasar a buscarla. Llevaba varias etiquetas, entre ellas de París y Roma. Sentí envidia, me habría gustado visitar también esas ciudades.
Me alojé en una casa de la zona alta de Teherán, la parte más burguesa de la ciudad, al lado del parque Getarieh. Desde los ventanales se veían las montañas de Alborz, en cuyas laderas se apoya la ciudad y a cuya imagen queda ligada para siempre. La capital iraní sin ellas no es nada. Allí vivían Firuzeh y Alborz los padres de Bahman, un amigo iraní de Zaragoza. Y, no muy lejos, Amir, su sobrino, que me acompañó con una generosidad nueva y desconocida para mí por Teherán. Era ingeniero, amaba el deporte y escribía en inglés sobre el fútbol club Barcelona en una revista japonesa. Años después, hizo un viaje por Europa para ver el mundial de fútbol y vino a visitarme a España. Antes de venir a Barcelona, fue a Zaragoza, Madrid y dijo que quería ir a Pamplona a conocer las fiestas de San Fermín, de lo que conseguí disuadirle. En la terraza de la calle Pau Claris donde yo vivía entonces, extendía su alfombra para rezar. Así supe que la montaña de Montjuic y La Meca miraban hacia el mismo punto. Una noche en la que yo estaba demasiado cansada para tener un invitado en casa, le conté con cierta mala leche la imagen que se tenía de los iraníes en Europa. Se entristeció: “Es mentira. Tú lo sabes, has estado en Irán. Conoces al país y a su gente, tienes que escribir sobre él”.
Cuando llegué al país, Ahmadineyad acababa de ganar las elecciones y estaba tomando posesión de su cargo. Su elección fue una sorpresa tanto en Irán como en Occidente. Nadie reparó en que el 60% de los iraníes eran menores de veinte años, querían ser representados y buscaban, entre otras cosas, nuevos líderes y de menor edad que los que habían gobernado hasta entonces. De Ahmadineyad, se reían. Las veces que hablamos sobre él, describían su torpeza, su baja estatura, sus discursos. Sin embargo, como les repetí en varias ocasiones, había sido votado por una mayoría aplastante, un 62% de 28 millones de votantes.
Firuzeh y Alborz tuvieron tres hijos. Estaban en edad de hacer el servicio militar cuando se produjo la Revolución y, un año más tarde, la guerra con Irak, por lo que decidieron enviarlos fuera del país. Fueron a Inglaterra, donde estaba el mayor. Allí se se casaron y tuvieron a sus hijos, a quienes no les enseñaron el farsi. Cuando iban a visitar a los abuelos, no tenían en qué comunicarse. Firuzeh hablaba algo de inglés pero Alborz no sabía ni una sola palabra.
Habían hecho dos amplios apartamentos prácticamente iguales en la casa -el segundo piso de una villa con piscina-, así, cuando iban a visitarlos sus hijos con la familia, podían vivir con mayor independencia y comodidad. Me instalé en uno de ellos. Al igual que las casas que visité de la clase media alta del país, tenía un salón enorme cubierto de alfombras con tres o cuatro mesas del comedor rodeadas de sillas. Uno de los lugares principales para disfrutar del ocio de los iraníes es el espacio privado del salón.
Me gustaba quedarme allí a oscuras por la noche antes de ir a dormir y contemplar las luces de la ciudad mientras comía pistachos e imaginaba el interior de cada casa. Alborz seguía trabajando como farmacéutico. Era alto, delgado y taciturno y cumplía con todos los rezos diarios en una habitación pequeña en la parte trasera de la casa. Apenas hablaba, pero a veces le gustaba opinar sobre España. “Es un país pobre”, me dijo en dos ocasiones, “si mi hijo Bahman se hubiera quedado en Inglaterra en vez de irse a España, habría tenido más posibilidades de trabajar y cobraría más dinero”.
Firuzeh era diferente. Vivía la realidad iraní de una manera distinta. Me observaba con atención antes de salir a la calle. No le parecía bien la ropa que llevaba y me recomendaba vestirme mejor con chador. Cada vez que salía y, sobre todo, tenía alguna visita o reunión en la Universidad o con algún editor, me pedía que me lo pusiera. Firuzeh tenía miedo. Veíamos juntas las noticias en su enorme televisor y cuando salía el cuerpo político del país repetía: “Bad, bad, bad, Irán”.
No le gustaba en qué se había convertido el país tras la Revolución. Su vida no había debido de ser fácil tras la marcha de sus hijos casi adolescentes. Puso televisión por satélite en cuanto pudo, pero la policía le obligó a quitarla. Hacía tiempo que la tenía de nuevo. Ahora me doy cuenta: Firuzeh solo quería que yo formara parte de la realidad del país y pasara desapercibida.
A los dos días fui a la Embajada Española. Había dicho a mi familia que me inscribiría en ella al llegar. Si ocurría cualquier cosa en Irán, me avisarían. Para ello, debía informar de las ciudades que iba a visitar y las fechas en que lo haría, una información que desconocía. Una señorita me recibió y me mandó esperar en una sala con carteles tenebrosos y amenazantes que avisaban del peligro de consumir y comerciar con drogas. “Está en territorio español, si quiere pude quitarse el pañuelo”, me dijo en farsi. “Soy española”, le contesté en inglés. “Parece iraní, va vestida igual”, dijo mirando el caftán vaquero que había comprado en el bazar. Rellené mi tarjeta de no residente con un recorrido extraño que nunca realicé. Ni Firuzeh ni Amir entendieron muy bien por qué quería inscribirme en la Embajada; yo tampoco.
Resulta difícil saber qué siglo y qué país ha sufrido más a lo largo de la historia. Sin embargo, el siglo XX ha sido una catástrofe, una gran derrota humana, tanto para Oriente como para Occidente. Un iraní como Alborz ha vivido prácticamente la llegada al poder autoritaria de Reza Pahlavi en 1926, la disolución del Parlamento, la Revolución con la islamización de la población, la guerra de Irán e Irak… Si épocas tan convulsas han resultado extraordinarias para un hombre. ¿Cómo lo habrán sido para las mujeres?
La viajera suiza Annemarie Schwarzenbach fue cinco veces a Irán o Persia, como prefirió llamarlo, entre 1935 y 1939 y reparó en cosas que nadie había escrito hasta entonces. En 1935 se casó con el diplomático Claude Clarac y viajaron en coche por Beirut, Palmira, Mosul y el Kurdistán iraní, hasta llegar a Farmanieh, a 20 km de Teherán, donde se instalaron en el pabellón de recepción del príncipe Firuz. Meses más tarde, Schwarzenbach, arqueóloga de formación, viajó con una legación inglesa arqueológica a Rayys. Como viajera y escritora, reflexionó sobre la situación de las mujeres iraníes. En 'Alle Wege sind offen' explicaba cómo se sentían después de que el sah Reza Pahlavi prohibiera llevar la kula o gorra de visera, la única prenda que les quedaba para cubrir su cuerpo después de la prohibición del uso del chador y del velo en la vía pública.
Las mujeres se tapaban el rostro y el cuerpo con las manos, desprotegidas, avergonzadas, para continuar siendo invisibles, la condición a la que estaban acostumbradas con el velo desde hacía siglos en el espacio público, y que el sah había decidido cambiar. Schwarzenbach desautorizó dicha prohibición tomada una vez más por un hombre: “¡Organización ejemplar, francamente occidental!”.