Guerra civil en la derecha colombiana
La revista Semana lleva un mes amargando cada domingo al presidente colombiano, Juan Manuel Santos, inmerso en plena campaña de reelección para las elecciones del 25 de mayo. Aquí no se ha respetado el día sagrado, como incluso los narcotraficantes de The Wire establecían en su particular código. El día 10 de febrero, el semanario tituló en su portada “Chuzadas (pinchazos telefónicos). Así fue la historia”, y en el interior dio cuenta de un grupo militar que, tras la fachada de un restaurante en un barrio de Bogotá, realizaba escuchas ilegales a los enviados del presidente Santos en las conversaciones de paz con las FARC que se llevan a cabo en La Habana.
El domingo siguiente, el escándalo aumentó con una portada que rezaba “Los negocios en el Ejército”, y en el interior se transcribían grabaciones en las que altos mandos del Ejército se confabulaban para sacar tajada de suculentos contratos y maniobraban para cambiar fiscales y jueces en los procesos penales contra algunos de ellos por el conocido caso de los falsos positivos.
En una de dichas grabaciones, el comandante de las Fuerzas Militares, el general Leonardo Barrero, le sugiere al coronel Róbinson González del Río, imputado por varios crímenes y detenido en el momento de la conversación, que “hagan una mafia para denunciar fiscales y toda esa güevonada (sic)”. El número dos del Ejército (el primero es el presidente, comandante en jefe) aconseja cómo salir airoso de la justicia a un imputado por organizar el secuestro de chavales para matarlos y hacerlos pasar por guerrilleros de las FARC. La dimisión de Barrera (que no destitución) fue inmediata por sus “expresiones desobligantes”.
Un Ejército hipertrofiado
Lo que traslucen estos hechos es, sobre todo, la dificultad que encuentra Colombia para volver a unos parámetros de funcionamiento institucional normal tras 50 años de guerra de distintas intensidades y el derrumbe de las FARC y otras guerrillas, en los que el papel del Ejército ha sido protagonista y ha crecido hasta la hipertrofia. Los colombianos siempre han presumido de no haber conocido apenas dictaduras militares y de haber tenido la democracia más consolidada de América Latina. No conocen golpes de Estado, y quizá esto sea porque siempre ha sido el Ejército el que ha tenido el poder en determinadas áreas, por supuesto en la lucha contra las guerrillas, pero también en ámbitos de la vida civil, como las grandes obras e incluso la hostelería. ¿Para qué un golpe que conllevaría el desgaste de asumir el poder sin disimulo?
Así las cosas, es la propia derecha (una liberal y partidaria de la justicia transicional, representada por Santos; y otra conservadora y belicista, representada por el presidente anterior, Álvaro Uribe) la que resuelve en una guerra fría en las cloacas del poder qué visión del posconflicto ha de imponerse. Y el papel del Ejército (y su aceptación por el mismo) es la clave de bóveda que marcará la estructura sobre la que se asiente la paz.
El poder y el prestigio del Ejército aumentaron exponencialmente durante la presidencia de Uribe (2000-2008), que inyectó testosterona moral en los cuadros intermedios, que se lanzaron a una caza al hombre (a cualquier hombre, a veces) para escalar en el perverso sistema de incentivos que estableció el presidente. La política de Seguridad Democrática, como se le llamó, consiguió debilitar como nunca a las FARC, recuperó grandes extensiones del país y aumentó la autoestima de los colombianos. El ánimo del país estaba por los suelos tras la presidencia de Andrés Pastrana (1996-2000), que encabezó un fracasado proceso de paz en el que cedió a la guerrilla 42.000 kilómetros cuadrados de territorio.
Pese al elevado coste en violaciones de derechos humanos como los falsos positivos denunciados por ONG, existió en Colombia durante unos años la sensación de que era posible derrotar militarmente a las FARC, y la comunión entre pueblo y Ejército fue casi total. El ministro de Defensa de aquella estrategia de Seguridad Democrática era el actual presidente, Juan Manuel Santos, el líder del operativo de rescate de la candidata presidencial Ingrid Betancourt tras más de seis años secuestrada por las FARC.
El Ejército no se fía de Santos
¿Qué ha cambiado desde entonces para que el Ejército, “columna vertebral” del país en palabras de Santos, haya acabado desprestigiado ante gran parte de la opinión pública y en evidente divorcio con el Gobierno? Por un lado, nadie esperaba que el alumno aventajado del crispado y belicoso Uribe resultara ser un presidente con ideas propias, capaz de promulgar leyes de restitución de tierras a campesinos que fueron robadas por los paramilitares ante la mirada pasiva del Ejército, capaz de firmar alianzas de buena vecindad con Venezuela (enemigo externo por antonomasia para el uribismo) y resuelto a acabar con el conflicto de forma definitiva a través de una negociación de paz formal. Demasiado para una oficialidad que ha conseguido los galones (y, muchos, los negocios) con el combate a la guerrilla.
El Ejército no se fía de Santos, ni por el proceso de paz, ni por los recortes que éste quiere imponer a los privilegios de los militares, que también disfrutan los condenados en prisión. Demasiado para Uribe, que no pierde ocasión de criticarle, y del que ha dicho que, aunque fuera su ministro de Defensa, en realidad lo era de “aprovechamiento político”. Tan enconado está el pulso en ambos sectores que el expresidente Uribe, adicto a Twitter, no dudó en revelar en la red social las coordenadas de una zona de despeje que el Gobierno había concedido para facilitar la salida de los negociadores guerrilleros.
A unas semanas de las elecciones presidenciales, el presidente Santos camina en el filo de varias navajas. El espectáculo de equilibrismo al que le obligaba su trayectoria político-militar y sus alianzas (gobierna con un frente de varios partidos) es de triple salto mortal, y de su pericia dependerá que Colombia siga la senda trazada para una justicia transicional que desemboque en la paz, o de que volvamos a ley del más fuerte y a la venganza caiga quien caiga.
Los palos en las ruedas que suponen los hechos revelados por la revista Semana, indican que la lucha no es tanto entre el Gobierno y las guerrillas, sino entre las distintas maneras de ver el conflicto dentro de la élite política conservadora. Los uribistas y gran parte de la oficialidad militar no están dispuestos a pagar por delitos de lesa humanidad que, arguyen, fueron cometidos luchando contra las guerrillas. Exigen un fuero penal militar, con el que el Gobierno está de acuerdo, aunque con algunas rebajas, pues Santos entiende que el Ejército habrá de pagar su cuota de responsabilidad.
Siendo así, no es de extrañar que los miembros de las FARC se pregunten con quién negocian realmente, si el Estado tiene capacidad para imponer los acuerdos, o si más vale levantarse de la mesa si los militares afectos a Uribe exigen impunidad absoluta para los suyos y veto total en las instituciones a los que empuñaron las armas de la guerrilla. Un panorama de hecatombe, curiosamente la palabra que Uribe utilizó para explicar las razones por las que estaría dispuesto a volver como presidente. La cuestión para el Ejército es también, para muchos altos mandos sobre todo, cuál es la mejor manera de eludir la justicia, y para eso interesa que el conflicto se encone y las miradas vuelvan hacia los guerrilleros.