Cinco lecciones que Trump podría aprender de Nixon de cara al impeachment
Richard Nixon es un fantasma incómodo para todos los presidentes de EEUU, un recordatorio de que hoy puedes estar en la cima del mundo y mañana haciendo las maletas. Ninguno quiere pasar a la historia como “el segundo presidente en dimitir después de Nixon”. El presidente número 37 sufrió un impeachment y tuvo que renunciar al cargo para ahorrarse la vergüenza de ser destituido. Donald Trump haría bien en aprender algunas lecciones sobre cómo se produjo su caída para no acabar igual (o peor).
Trae más problemas tapar un crimen que el crimen en sí
La noche del robo en el cuartel general de los demócratas en el Hotel Watergate, el presidente Nixon dormía plácidamente en una mansión de Bahamas, a 1.500 kilómetros, sin tener ni idea de que era el principio de su final. El presidente no había ordenado la operación ni sabía que iba a producirse, pero hizo tantos esfuerzos por sabotear la investigación que fue la “obstrucción a la justicia” la que puso fin a su carrera política. Nixon pagó a los ladrones para que no hablaran, destruyó pruebas, despidió al fiscal que lo investigaba...
Ahora el agente de la CIA que ha denunciado a Trump acusa a la Casa Blanca de haber ocultado la transcripción de su conversación con el presidente ucraniano, de la que hemos visto solo unas notas aproximadas. También ha atacado al comité que le investiga y se ha preguntado públicamente si el agente que lo ha desvelado todo “¿está del lado de nuestro país?”. El presidente intenta tapar sus huellas, pero debería recordar que el legado más famoso del Watergate en la cultura popular en una frase que nadie sabe quién pronunció por primera vez: “no es el crimen lo que acaba contigo, es taparlo”.
Los “tuyos” pueden abandonarte rápidamente
La lealtad es muy relativa en política y depende mucho de las circunstancias. Cuando faltaban menos de dos años para su dimisión, Nixon había arrasado en las elecciones con un 60% de los votos, una cifra que nadie ha vuelto a alcanzar desde entonces. Todos los políticos republicanos del país querían hacerse la foto con él, incluidos los mismos que después fueron a su despacho a decirle que o dimitía, o le echaban mediante impeachment. Y eso que a Nixon los congresistas y senadores de su partido le tenían mucha más consideración que a Donald Trump.
Lo mismo vale para los asesores, hasta los más cercanos. Todos los presidentes tienen la sensación de que su staff daría la vida por ellos, pero nadie tiene una lealtad mayor a su jefe que a sí mismo. El abogado jefe de la Casa Blanca de Nixon, John Dean, fue en buena parte quien diseñó el espionaje a los demócratas de Watergate, quien pagó a los ladrones y el primero que destruyó pruebas de la operación. Y, sin embargo, cuando vio que iba a pagar los platos rotos, también fue el primero que contactó con los investigadores y declaró contra Nixon. Trump tiene una larga lista de ex asesores que ahora le ponen verde a cada oportunidad, así que debería ser muy cuidadoso y pensar en qué sabe cada persona que trabaja junto a él y qué podría contar.
El peor “garganta profunda” es un espía
Entre el primer artículo del Washington Post sobre Watergate y la dimisión de Nixon pasaron más de dos años. Un largo trabajo periodístico que, cuando se atascaba, contaba con la ayuda de una “garganta profunda” con buena información. Ese misterioso confidente, según nos enteramos 30 años después, era nada menos que el número 2 del FBI, Mark Felt. Tenía buenas razones para fastidiar a Nixon y una situación envidiable para enterarse de lo más jugoso de la historia, algo parecido a lo que le está sucediendo ahora a Trump.
La “garganta profunda” del impeachment de Trump no tiene nombre por ahora, pero sabemos que es un agente de la CIA que estuvo destinado en la Casa Blanca. Como Mark Felt, no ha presenciado en persona los supuestos crímenes del presidente, pero ha tenido conocimiento de ellos por su posición dentro del gobierno. El problema para Trump es que mientras la “garganta profunda” original se limitó a echarle una mano a los periodistas, la suya está dispuesta a declarar y ya le ha dado a los investigadores los nombres de varios testigos. A los agentes secretos siempre es mejor no tenerlos como enemigos.
Las grabadoras las carga el diablo
Hay que tener mucho cuidado con lo que se dice delante de un micrófono y los presidentes pasan mucho tiempo delante de un micrófono. Nixon, un eterno desconfiado, mandó instalar en su despacho un sistema de grabación que se activaba automáticamente con la voz, de forma que todas las conversaciones quedaban registradas. Luego lo amplió a todos los sitios donde trabajaba. Cuando por casualidad un asesor de Nixon le dijo a los investigadores de Watergate que ese sistema existía, ellos reclamaron las grabaciones y ahí acabó de sellarse su destino. Aunque intentó resistirse y logró destruir algunas cintas, al final el Tribunal Supremo le obligó a entregarlas y dos semanas después tuvo que dimitir.
Trump no ha necesitado ningún sistema sofisticado de grabación, solo debería de haber tenido en cuenta que casi siempre hay alguien escuchándole. Cuando el presidente de EEUU habla con el nuevo presidente ucraniano, hay bastante más gente presente en la llamada y todavía muchos más que leen su contenido a posteriori. Si Trump creía que podía pedirle a otro país que atacara a un rival político y que nadie se enteraría, es que no ha prestado mucha atención a los periódicos que todos los días recogen filtraciones de asuntos mucho menos relevantes.
A la gente sí que le importa
Trump confía en que a la gente, en realidad, le importa poco si le pidió o no ayuda a un gobierno extranjero para hundir a un rival y aún menos si le amenazó con cortarle el grifo de las ayudas. Su argumento es que la economía crece, que el paro está bajo y que con eso basta. Trump sabe que en un impeachment su destino está en manos de los senadores de su partido y cree que los votantes no les presionaran para echarle porque básicamente les importa un pimiento todo esto.
Es una creencia razonable, pero debería recordar algo: cuando Nixon tuvo que dimitir, la economía estadounidense había crecido casi al 7% el año anterior y el paro llevaba tres años cayendo. Antes de que comenzaran los interrogatorios televisados del Watergate, el escándalo era una trama oscura y complicada que no preocupaba en exceso a los votantes, pero después de escuchar esos testimonios sobre los abusos del presidente, el número de estadounidenses que quería su destitución pasó del 19% al 57%. Al final, les importaba. Que Trump tome nota.