Manosear el pelo de una ayudante, tambalearse en la OTAN o dar cabezadas ante el Papa: la decadencia de la presidencia europea de Juncker
El pasado lunes perdía los pasos en una cena en Viena, en la cumbre entre la UE y África. Tres días antes, manoseaba el pelo de su adjunta a protocolo, Pernilla Sjölin, en la cumbre de jefes de Gobierno de la UE en Bruselas. Ese mismo día, recibió una bronca de Theresa May sin entender de qué le hablaba, cuando ella le estaba reprochando un comentario –nebuloso– que pronunció el propio Juncker el día antes, el jueves 13 de diciembre por la noche, en una rueda de prensa en la que se le vio lanzar los papeles al suelo estrepitosamente.
Juncker es el presidente que ha defendido reforzar Frontex con 10.000 guardias fronterizos, incrementar el uso del euro como moneda de referencia, poner fin a los horarios estacionales, el plan de inversiones conocido como Plan Juncker y afrontar, de momento con una buena negociación, un hecho inédito: la salida de un Estado miembro de la UE.
Jean-Claude Juncker acaba de cumplir 64 años, pero no los aparenta: basta mirar fotos suyas de hace tres años, cuando accedió a la presidencia de la Comisión Europea, para constatar el desgaste que está sufriendo. Un desgaste añadido a los episodios extemporáneos que está protagonizando en los últimos tiempos. ¿Quién no recuerda cómo se tambaleaba el pasado verano en la cumbre de la OTAN en Bruselas?
Juncker llegó a la presidencia de la Comisión después de imponerse a Michel Barnier en las primarias del Partido Popular Europeo para ser el primer spitzenkandidat, aquel candidato propuesto por los partidos para presidir el ejecutivo comunitario. Barnier, francés, aparentemente con mayor peso político, perdió ante quien mejor ha sabido siempre moverse entre bambalinas.
Con el tiempo, Juncker, exprimer ministro luxemburgués durante dos décadas, recuperó a Barnier como negociador del Brexit.
Hace unas semanas, se dio otro episodio curioso, en una rueda de prensa con el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, y el presidente de Suráfrica, Cyril Ramaphosa. Hay un momento en el que Juncker desaparece del estrado y no se sabe a dónde va, conducido por una asistente. Hay quien dice que llevaba los zapatos de distintos colores, si bien en las imágenes no termina de quedar claro.
Quienes le conocen de antes, sostienen que siempre fue un político extrovertido, campechano con sus colegas, como en aquel Consejo Europeo en el que fue recibiendo uno a uno a los jefes de Gobierno, dándoles palmadas diversas hasta encontrarse con el primer ministro húngaro, Vícktor Orban, al grito de: “¡El dictador!”
El pasado verano no fue la primera vez que Juncker se tambaleó en público. En mayo de 2017, en Roma, en el 60 aniversario del Tratado de Roma, se pudo ver las dificultades que mostraba para mantenerse en pie.
Unos meses antes, Juncker había sido incapaz de evitar dar unas cabezadas mientras el papa Francisco ofrecía unas palabras como jefe de Estado de El Vaticano ante la visita de los líderes de la UE.
Pero la gente de Juncker lo defiende siempre. Hablan de su ciática, de su accidente de tráfico, de su buena forma y de lo orgullosos que están de trabajar para él.
“No respondemos a comentarios. Pasa a menudo, estamos encantados de trabajar con un presidente que nos trata como amigos y como colegas”. Así despachó el portavoz de la Comisión Europea, Margaritis Schinas, el penúltimo incidente de Juncker, el manoseo del pelo de Pernilla Sjölin, subjefa de protocolo.