Los bancos centrales tienen el futuro de la humanidad en sus manos: no deben errar con la inflación
La inflación es una enfermedad que afecta de forma desproporcionada a los pobres. Incluso antes de que Vladimir Putin iniciara su brutal guerra contra Ucrania, entre cuyas consecuencias se encuentra el aumento de los precios de la energía y los alimentos, la inflación ya era superior al 7,5% en Estados Unidos y al 5% en Europa y el Reino Unido. Por lo tanto, están plenamente justificadas las peticiones de que se frene. En este sentido, la subida de los tipos de interés en Estados Unidos, que se espera también en el Reino Unido, no es ninguna sorpresa. Dicho esto, sabemos por experiencia que la cura de la inflación tiende a devastar aún más a los pobres. La nueva arista a la que nos enfrentamos hoy es que las supuestas soluciones amenazan no solo con asestar otro cruel golpe a los más desfavorecidos sino, ominosamente, con ahogar la desesperadamente necesaria transición ecológica.
Dos corrientes influyentes dominan el discurso público sobre la inflación y lo que hay que hacer al respecto. Una de ellas exige que las llamas inflacionistas sean sofocadas de inmediato mediante la versión de la política monetaria “de choque y pavor”: subir los tipos de interés de forma brusca para ahogar el gasto. Advierten que retrasar un poco la violencia monetaria ahora solo requerirá niveles de brutalidad del “shock Volcker” más adelante; una referencia a Paul Volcker, asesor del presidente Obama y ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, que sofocó la hiperinflación de la década de los setenta con tipos de interés altísimos que han marcado a la clase trabajadora estadounidense hasta el día de hoy. La segunda corriente alega que esta medida es innecesaria, apostando por una postura de “mantener el rumbo” mientras la inflación salarial se mantenga a raya.
Las dos corrientes coinciden también en que, para luchar contra la inflación, la oferta de dinero y de crédito debe ser tratada en una secuencia de dos pasos: los bancos centrales deben primero dejar de generar dinero nuevo y solo después subir los tipos de interés. Ambas se equivocan temerariamente en ambas suposiciones. En primer lugar, la inflación salarial debe ser bienvenida, no tratada como el enemigo público número uno. En segundo lugar, es precisamente cuando los tipos de interés suben que los bancos centrales deben seguir fabricando dinero. Solo que esta vez deberían ponerlo al servicio de las inversiones verdes y el bienestar social.
Desde 2008, se ha permitido que la desigualdad aumente. Doce años de ayudas de los bancos centrales a los ricos, junto con una austeridad punitiva para la mayoría, han dado lugar a una subinversión crónica y a bajos salarios. Los bancos centrales arrancaron el árbol del dinero ferozmente para impulsar los precios de las acciones y de la vivienda, mientras los salarios languidecían. La inflación de los precios de los activos y la desigualdad que adormece la mente se convirtieron así en el orden del día. Finalmente, casi todo el mundo estuvo de acuerdo, incluidos muchas de las grandes fortunas, en que los salarios tenían que aumentar no solo en interés de los trabajadores, sino también porque los bajos salarios apuntalaban la falta de inversión y creaban sociedades con baja productividad, baja cualificación, bajas perspectivas y una política envenenada.
Sorprendentemente, todo lo que se necesitó para que este consenso se desvaneciera fue una modesta, en términos históricos, inflación salarial provocada por la escasez de mano de obra tras el confinamiento por la pandemia. Después de una década de hacer la vista gorda ante la galopante inflación de los precios de los activos (incluso celebrándola, en el caso de los disparatados precios de la vivienda y los bulliciosos mercados bursátiles), un soplo de inflación salarial hizo que las autoridades entraran en un pánico casi incontrolable. De repente, la perspectiva del aumento de los salarios pasó de ser un objetivo a ser una amenaza, lo que llevó a Andrew Bailey, gobernador del Banco de Inglaterra, a pedir a los trabajadores que pusieran sus demandas salariales bajo “una contención evidente”.
Pero no se trata de una situación que ya se vivió en los años setenta, cuando la clase obrera fue la única víctima de las subidas de los tipos de interés. Lo que es críticamente diferente es que, hoy en día, un “shock Volcker” bien puede sofocar la transición verde junto con una gran parte de la participación del trabajo en la renta nacional.
El contraargumento es, por supuesto, que ni los trabajadores ni la capacidad de la sociedad para invertir en la transición verde se beneficiarán de las subidas salariales que se ven superadas por el aumento de los precios. Es cierto. Pero lo que también es cierto es que una política monetaria que priorice la prevención de la inflación salarial, incluso si tiene éxito en cortar la inflación de raíz, solo conducirá a otra década desperdiciada marcada por la infrainversión en las personas y la naturaleza. Las clases trabajadoras podrían alzarse dentro de diez años para reclamar la parte de la renta agregada que merecen. En cambio, no cabe duda de que otros 10 años de infrainversión en la transición ecológica nos llevarán a todos al borde, si no de la extinción, de un daño irreparable para las perspectivas de la humanidad.
Entonces, ¿cómo podemos abordar la inflación sin poner en peligro la inversión en la transición verde? ¿Cuál es la alternativa a una guerra de clases en forma de una política de tipos de interés contundente que reduzca la oferta de dinero de forma generalizada, ya sea de forma violenta (como proponen los defensores del shock y el pavor) o más suave (la sugerencia de mantener el rumbo)?
Una política alternativa decente debe tener tres objetivos: en primer lugar, reprimir los precios de los activos (como los precios de la vivienda y de las acciones) para evitar que los escasos recursos financieros se desperdicien en la acumulación de valores en papel. En segundo lugar, hacer bajar los precios de los productos básicos, permitiendo al mismo tiempo una mayor rentabilidad de las inversiones en energía y transporte ecológicos. Por último, llevar a cabo una gran inversión en la conservación de la energía y la energía verde, el transporte y la agricultura, así como en la vivienda social y la asistencia. La triple agenda política que se expone a continuación puede lograr estos tres objetivos.
En primer lugar, subir los tipos de interés de forma considerable. Los tipos de interés extremadamente bajos no han impulsado la inversión y, en cualquier caso, nunca estuvieron al alcance de quienes necesitaban o querían pedir dinero prestado para hacer cosas que la sociedad necesitaba. Todo lo que hicieron los tipos de interés muy bajos fue impulsar los precios de la vivienda, los precios de las acciones, la desigualdad y todo aquello que divide a la sociedad.
Pero, en segundo lugar, esto debe hacerse en concierto con un impulso masivo de inversión pública verde apoyado por el banco central. Naturalmente, subir los tipos de interés no impulsará la inversión, aunque es cierto que los tipos de interés próximos a cero tampoco ayudaron mucho a la inversión. Para salir del atolladero de la baja inversión, el banco central debería anunciar un nuevo tipo de flexibilización cuantitativa: debería dejar de financiar a los financieros y, en su lugar, prometer respaldar (comprando, si es necesario) los bonos verdes públicos que recauden fondos por valor del 5% de la renta nacional anualmente, una suma que se invertirá directamente en la transición verde, dando a la sociedad una oportunidad de luchar para hacer lo que debe para controlar la crisis climática.
Por último, extender el mismo modelo de financiación pública (es decir, conseguir que el banco central respalde los bonos públicos) para invertir en vivienda social y asistencia.
En resumen, lo que propongo es invertir las políticas tóxicas vigentes desde 2008. En lugar de que los bancos centrales proporcionen dinero gratis y tipos de interés bajos a los ricos, mientras el resto languidece en la prisión de la austeridad, el banco central debería encarecer el dinero a los ricos (mediante subidas significativas de los tipos de interés) y, al mismo tiempo, proporcionar dinero barato para invertirlo en aquello que necesitan y merecen la mayoría de las personas y el entorno en el que viven.
Yanis Varoufakis es cofundador de DiEM25 (Movimiento por la Democracia en Europa), ex ministro de Finanzas de Grecia y autor de Conversaciones con mi hija: Una breve historia del capitalismo (editorial Destino).
Traducción de Emma Reverter.
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