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OPINIÓN

El veto israelí a dos diputadas estadounidenses no es ninguna sorpresa

Ilhan Omar y Rashida Tlaib, las dos congresistas demócratas a las que Israel prohibió la entrada al país.

Joshua Leifer

  • Después de prohibirle la entrada al país, Israel permitió el acceso a la congresista Rashida Tlaib, quien optó por rechazarlo

Cualquiera que siga la actualidad política de Israel y Palestina podría haber imaginado que esto iba a suceder. La decisión de impedir la entrada a Israel de algún representante político estadounidense relevante era algo que iba a pasar. Solo era cuestión de tiempo. Ese momento ha llegado finalmente este jueves con la decisión del Gobierno israelí, espoleado por Donald Trump, de impedir la entrada al país a las congresistas Ilhan Omar y Rashida Tlaib.

Este movimiento no surge de repente de la nada. En 2017, el gobierno israelí aprobó la ley que prohíbe el ingreso al país de los simpatizantes del movimiento Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS). Cuando Omar y Rashida Tlaib asumieron el cargo, tras haber expresado en varias ocasiones su apoyo al movimiento BDS, se planteó la cuestión de si Israel les negaría o no la entrada.

Que esto sea de por si un interrogante demuestra cómo el gobierno de Israel considera a la oposición: no es sólo ilegítimo, también es ilegal. En un principio, parecía que Netanyahu iba a evitar el escándalo diplomático. En julio, su embajador en Estados Unidos, Ron Dermer, explicó que se le permitiría la entrada a las congresistas Omar y Tlaib. Sin embargo, la presión de Trump y cuestiones internas parecen haberle hecho cambiar de opinión.

Como parte de su estrategia de reelección para 2020, el presidente de Estados Unidos tuiteó que la entrada de Omar y Tlaib al país sería “una muestra de gran debilidad” por parte de Israel, ya que las dos congresistas demócratas “odian a Israel y a todo el pueblo judío”. Trump y su partido republicano han dejado claro que piensan seguir demonizando a Omar y a Tlaib con el fin de enturbiar la imagen del Partido Demócrata y ahuyentar a los votantes judíos.

Por el momento, esa estrategia —con pocas posibilidades de tener éxito— parece haber fracasado. Los demócratas no han sido los únicos en condenar la decisión del Gobierno israelí. También el poderoso grupo de presión estadounidense a favor de Israel AIPAC, así como algunos republicanos, como Marco Rubio.

Tal vez Netanyahu no imaginaba las reacciones que provocaría. El primer ministro de Israel también se enfrenta a una campaña de reelección complicada y múltiples investigaciones por corrupción. Negar la entrada a las congresistas Omar y Tlaib le permite desviar la atención, lejos de sus propios escándalos y defectos, y ponerse en su pose favorita de “protector de Israel” contra sus enemigos externos.

En el Ejecutivo de Netanyahu hay varios los miembros siendo investigados por la vía penal. Tal vez no haya sido una coincidencia que la decisión de vetar a Omar y a Tlaib se tomara el mismo día en que se conocieron las acusaciones por posible corrupción contra Aryeh Deri, el ministro de Interior que firmó la prohibición de entrada a las congresistas. En Israel, como en otros lugares, etnocracia y cleptocracia van de la mano. 

Entre la burocracia estadounidense y los principales expertos hubo numerosas reacciones de indignación y sorpresa al veto contra Omar y Tlaib. Sin embargo, no hay nada raro en la decisión del Gobierno israelí. Para los que no estaban prestando atención o preferían no ver lo que tenían delante, es una lección objetiva sobre el Israel contemporáneo.

Israel no solo criminaliza a quienes apoyan al movimiento BDS. Hace años que el boicot contra los asentamientos es considerado delito. Netanyahu y sus sucesivas administraciones han convertido a los organismos de derechos humanos en los malvados. El término izquierdista se ha transformado en un calificativo que aparece siempre junto a la palabra traidor, o como sinónimo. Los árabes, los musulmanes y, especialmente, los palestinos, son considerados desde el primer momento como enemigos y tratados como tales.

Llamar amenaza a dos congresistas estadounidenses, una de ellas palestina y otra negra, musulmanas, progresistas y simpatizantes con el BDS es absolutamente coherente con la deslegitimación de la disidencia que lleva a cabo por el Gobierno israelí. La retórica cotidiana de la seguridad justifica medidas de castigo y actos de violencia contra poblaciones que se consideran no merecedoras de los derechos básicos: los palestinos, los africanos solicitantes de refugio y hasta los ciudadanos etíopes-israelíes.

Omar y Tlaib intentaron entrar en Israel-Palestina por su cuenta, sin haber obtenido antes el visto bueno del establishment pro-Israelí. Exigían el mismo trato que reciben sus pares de la derecha pero el Gobierno israelí se negó a concederlo. Hay más cosas detrás del veto. Tlaib es palestina. Sus padres nacieron en Palestina y su abuela aún vive allí. La prohibición unilateral de Israel que le impide visitar su hogar familiar, pese a ser una diputada estadounidense, refleja la grave injusticia del sistema de fronteras de Israel. Debería ser suficiente para terminar con cualquier ilusión que quede al respecto: en Israel-Palestina no hay otra cosa que un régimen de un solo Estado cuya jerarquía de derechos y privilegios se basa en la identidad étnico-religiosa.

Lamentablemente, lo que le ha ocurrido a Tlaib tampoco es una excepción. A los palestinos en la diáspora Israel les niega de forma rutinaria la posibilidad de visitar a sus familias y hogares ancestrales. Al mismo tiempo, los judíos de cualquier parte del mundo pueden convertirse en ciudadanos israelíes con todos los derechos.

Si la derecha pro-israelí confiaba en que el veto a Omar y Tlaib iba a proteger a Israel de las amenazas contra su legitimidad, ha terminado ocurriendo todo lo contrario. El establishment pro-Israel ha condenado ampliamente la decisión del Ejecutivo de Netanyahu. Está claro que habrían preferido que la visita de Omar y Tlaib a Israel hubiera transcurrido sin incidentes y evitar que Israel quedara tan manifiestamente en evidencia. Pero esos hábiles grupos pro-Israel, preocupados por mantener el apoyo a Israel como una prioridad de los dos partidos, ya no tienen tanto poder. La política para Oriente Medio de la Administración Trump la determina hoy una alianza entre los cristianos evangélicos y la derecha judía a favor de los colonos.

Esa coalición no necesita contentar a los dos partidos, algo que les obligaría a concesiones inasumibles para la derecha judía. Como la de apoyar la solución de los dos estados, aunque solo sea de palabra. La recién fortalecida derecha judía cree que toda la tierra de Israel es un regalo exclusivo de Dios al pueblo judío, que el conflicto es un juego de suma cero en el que solo puede ganar un bando, y que todas las críticas contra Israel son ilegítimas y antisemitas.

El embajador de Estados Unidos en Israel, David Friedman, representa esta corriente ideológica. Su papel ha sido fundamental en la postura de la Administración Trump sobre el país. En unas declaraciones sobre el veto a Omar y Tlaib, Friedman afrimó que el movimiento BDS era “nada menos que una guerra económica” diseñado para “destruir, en última instancia, al estado judío”.

La gran ironía de todo esto es que el gobierno israelí y la derecha pro-israelí acaban de regalar notoriedad y publicidad a un movimiento BDS de capa caída. Los partidarios del BDS creen que Israel debe asumir las consecuencias de negar sistemáticamente los derechos básicos de los palestinos y que la presión exterior es necesaria para democratizar el actual sistema antidemocrático de un solo Estado en Israel-Palestina. Antes del veto a las congresistas ya era difícil argumentar lo contrario. Ahora lo será un poco más.

Traducido por Francisco de Zárate

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