Calle Toledo, 98: cicatrices abiertas un mes y medio después de la explosión
En el vestíbulo de entrada del número 98 de la calle Toledo unas bolas de plástico dorado brillan entre montañas de escombros. No se distingue casi nada en el amasijo de ladrillos y hierros, salvo una caldera hecha pedazos y los adornos navideños, que siguen ahí colgando en marzo, maltrechos como todo el edificio tras la explosión que dejó en el esqueleto el centro parroquial de la Iglesia de la Virgen de la Paloma. Al final del pasillo que comunica la casa de los párrocos con el templo, aparentemente intacto salvo pequeños daños, hay una bandera de España. Llegó allí tras salir despedida de la habitación de un cura. elDiario.es ha podido acceder al inmueble un mes y medio después de la deflagración en la que murieron cuatro personas: un cura, un feligrés que le acompañaba y dos hombres que pasaban por la calle en ese momento. Eran las 14.54 horas del 20 de enero de 2021 y Madrid se recuperaba del caos ocasionado por el temporal Filomena.
El edificio, recubierto con un caparazón artificial de chapa, es prácticamente intransitable por dentro. El acceso viable se reduce a las dos primeras plantas y ni siquiera estas se han desescombrado aún. La última, donde comía el cura Matías en el momento de la explosión, salió despedida. Él sobrevivió, por suerte o milagro. El aspecto es el que podría tener un edificio bombardeado. Los forjados de hormigón han quedado a la vista tras saltar por los aires techos y paredes. La puerta del ascensor, deforme y abigarrada, se reconoce únicamente por la pista que da la marca: OTIS. Al fondo de una sala sobrevive intacto un fresco sobre la pared que representa la última cena y un armario del que cuelga solitaria una casulla blanquísima. En el edificio de seis plantas había dependencias de los sacerdotes, varios locales parroquiales, despachos, un salón, ocho salas de reuniones y un centro de acogida de Cáritas.
La investigación abierta a raíz del suceso concluye que la explosión fue “accidental” y provocada por un “escape de gas natural que se desarrolló de forma lenta, continua y prolongada en el tiempo”. En el auto de sobreseimiento del caso, fechado la semana pasada, la jueza sitúa la fuga “entre la primera caldera del edificio y la acometida del suministro”. El informe policial es más preciso: el escape se produjo en el exterior. Juan García, un feligrés de la parroquia que acompañó a los agentes en las indagaciones in situ, muestra el lugar exacto donde todo empezó: debajo de la acera a un metro de distancia de la entrada del centro.
Allí se halló un agujero mucho más grande que el que normalmente tiene una arqueta. Dentro había agua. La erosión sobre la tierra provocó un corrimiento que, según el propio auto, pudo desplazar la canalización de gas hasta desprenderla de la llave de acometida del edificio. El fluido emanó a espuertas colándose dentro del inmueble hasta la última planta. Pese a que considera demostrado que existieron “roturas de agua que socavaron el subsuelo” y que eso “influyó sobre la conducción de gas natural”, la magistrada ha decidido cerrar el caso.
Fuentes del Arzobispado confirman a elDiario.que se ha presentado un recurso. A su juicio, la investigación se ha cerrado rápido y piden continuar las diligencias sobre el origen de la explosión y las responsabilidades de las compañías suministradoras de agua y luz. El Canal de Isabel II, responsable de ese mantenimiento, se limita a afirmar que “es un tema sobreseído”. Naturgy es la distribuidora del servicio de gas de la zona donde se produjo el accidente. Bajo su responsabilidad está todo lo que ocurra en las tuberías de puertas afuera del edificio. La compañía asegura que no puede “pronunciarse” porque el caso no está cerrado de forma definitiva.
Las fisuras, agujeros y destrozos de la casa parroquial, del portal 102, del hotel de enfrente, de las tiendas y de los bares son las cicatrices de una tragedia que pudo ser una masacre. Los primeros bomberos y policías que llegaron al lugar se ponían en el peor pronóstico con un colegio y una residencia de ancianos anexas. Los niños no habían salido al patio porque aún había hielo de Filomena. Eso les salvó. Los mayores fueron rescatados sin que hubiera que lamentar ningún herido. Sin embargo, esas cicatrices no se cerrarán, coinciden feligreses, comerciantes y vecinos, hasta que los agujeros se tapen físicamente y su vida pueda empezar a parecerse a una vida normal. Las de todos ellos ya se miden por un antes y un después cuyo punto de inflexión es la explosión.
Gabriel Benedicto, Alejandro Aravena, Moisés León y Matías Ernesto Quintana, los cuatro párrocos de la iglesia -hasta la explosión eran cinco, pero Rubén falleció-, están acogidos en un seminario cercano. Se han quedado sin casa y sin pertenencias. Lola y Rodrigo, vecinos del número 102, tampoco han podido regresar. Llevan casi dos meses trotando entre hoteles y apartamentos turísticos sin certezas de cuándo será habitable su hogar. “Nos enterábamos de las cosas preguntando a voces a los bomberos. Oye, ¿cómo va eso? ¿cuándo podremos volver?”, cuenta Antonio, el presidente de la comunidad de vecinos.
Todos los afectados denuncian falta de información por parte del Ayuntamiento de Madrid. “El 28 de enero se emitió un informe que decía que podíamos volver, pero no había ni luz ni agua. Además no recibimos notificación de esa información hasta el día 4 de febrero. Fue un descontrol”, lamenta Paula, otra vecina que sí ha podido regresar a su casa. Su realidad se parecía poco a la que dibujó el concejal de Urbanismo, Mariano Fuentes, el 27 de enero ante los medios, cuando afirmó que los vecinos ya podían volver. Las declaraciones escocieron mucho a un grupo todavía atravesado por el estrés postraumático que no encontraba respuestas en la administración. Sus seguros de hogar asumirán los graves daños. El Ayuntamiento se ha encargado de tapar los socavones de la fachada.
Carreras en zapatillas de estar por casa
Lola no consigue recordar cómo salió de su piso tras la explosión. “Estábamos sentados en el sofá. Mi hijo fue a dar de comer al pez, yo dije que iba a cambiar al telediario y ya todo es una nube blanca en mi cabeza. Me di cuenta de que iba descalza en mitad de la escalera”, cuenta esta mujer de 44 años con un niño de seis que vio venirse abajo la pared de su salón. Un enorme escombro cayó a unos centímetros de sus pies.
Rodrigo estaba comiendo antes de irse a trabajar cuando se produjo la deflagración. Sentado en su sofá vio pasar por delante de sus ojos cristales que cruzaban de un lado a otro de la habitación como cuchillos. Bajó corriendo en zapatillas, tan asustado que ni pensó en coger lo básico: su documentación y su teléfono móvil. “Me pasé dos noches sin pegar ojo, pensando en lo que podría haber pasado, en si mi casa se iba a venir abajo...”, relata. Es optimista porque el seguro ha empezado a reconstruir su piso y tal vez en unas semanas puedan regresar. Su hija Noa, de seis años, pregunta todos los días si podrá celebrar su próximo cumpleaños allí.
A la misma hora que Lola y Rodrigo empezaban a comer, Matías – el párroco rescatado de la quinta planta– tenía el plato sobre la mesa. Su compañero Rubén y David Santos, un electricista amigo y feligrés de la parroquia se asomaron a la cocina para saludarle. Iban a mirar una caldera. Esa mañana ya notaron que no tenía presión suficiente y los radiadores no calentaban bien. A ratos olía a gas. No les dio tiempo a llegar abajo, salieron despedidos al exterior por la explosión. Rubén sobrevivió con heridas de gravedad y falleció en el hospital a la noche. El cuerpo de David fue localizado unas horas después cuando sonó su teléfono móvil. A Matías lo sacaron los bomberos con una grúa. Lo primero que hizo fue llamar a Gabriel para pedirle auxilio. Este, que estaba dentro de la parroquia, encontró de repente un paisaje apocalíptico.
El desconcierto se apoderó de la escena durante horas. La información oficial era confusa y las víctimas se confundían. A última hora de la tarde se confirmó el fallecimiento de un albañil de la puebla de Almoradiel (Toledo) llamado Javier Gandía. La novia del otro fallecido que pasaba por delante del edificio en el preciso instante de la explosión no se enteró de su muerte hasta el día siguiente, cuando dos policías de paisano le preguntaron por la calle. Se llamaba Stefko Ivanov Korcev, tenía 47 años y cuando murió le estaba contando a su pareja por teléfono que había solicitado por fin el ingreso mínimo vital. En un primer momento se vinculó la explosión con una manipulación de la caldera pero esa hipótesis está ya totalmente descartada, según el auto judicial.
A Federico y Máximo, dos jubilados, la explosión les cogió comiendo de menú, como cada día, en el bar Aviseo a la altura del número 90 de la calle Toledo. “Si una señora no se hubiera parado a hablar conmigo, igual habría pasado a esa hora por delante del edificio que estalló porque es el camino hacia mi casa”, dice el primero, que ya ha cumplido los 82 sentado con su carajillo en la misma mesa que estaba aquel día. Máximo, más receloso, se pregunta por qué se sigue informando sobre esto si ha pasado más de un mes y luego accede a contar la psicosis que se vivió dentro del local. Antonio, el propietario, le ayuda. “La gente salió despavorida, sin comer y sin pagar. Pero eso era lo de menos”, cuenta. Se hizo como de noche con una gran nube de polvo y enormes cascotes volando.
El bar estuvo cerrado una semana porque no había suministro, pero no ha recuperado la clientela habitual hasta que la semana pasada abrió al tránsito la calle por completo. La tienda de alimentación Hamid no pudo levantar la persiana hasta entonces. Estaba dentro del perímetro cerrado por la Policía. El tendero, de origen paquistaní, apenas habla castellano. Busca que se le entienda con fotos que tienen guardadas en el móvil y muestra una detrás de otra: cristales rotos, estanterías caídas y botellas de alcohol reventadas. El hotel Ganivet, frente a la casa parroquial, ha abierto solo parcialmente. Una parte de las habitaciones siguen clausuradas. El aspecto de la fachada, agujereada, no invita a nuevos clientes.
“Uno se agarra a la fe porque esto no hay quien lo entienda”, musita cabizbajo el feligrés Juan García. En el horizonte prevé “años de trabajo” para recuperar la actividad en torno a la parroquia de La Paloma, una de las que tiene mayor movimiento familiar y asociativo del centro de Madrid. “Si es que no hay que echar el edificio abajo”. Los peritos aún no han determinado este extremo. Mientras, el párroco Gabriel trabaja online, sin espacio de momento para confesiones ni consejos. La iglesia continúa cerrada desde entonces.
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