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Sofía Pérez Mendoza / Nando Ochando / Victòria Oliveres

3 de abril de 2021 21:44 h

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Por mucho que cierran los ojos y piensan en otra vida, o en la suya misma en el pasado –que, dicen, parece otra–, no ven todavía un destello al final del túnel. Gabriela, abogada y terapeuta, cayó “en picado” con el estallido de la pandemia hace un año. Alquilaba habitaciones a estudiantes para pagar a su casera. María, famosa cantaora de flamenco escondida bajo un nombre ficticio, dejó de pagar la hipoteca cuando todos los bolos se esfumaron con el confinamiento. Podía hacer 4.000 euros en una noche en el Auditorio Nacional, pero ahora ella y su hija de 12 años comen gracias a la despensa vecinal de su barrio. A Juan, limpiador en un club privado, le despidió su empresa cuando empezó la crisis. Su suegro, dominicano como él, no ve otra salida que repatriarse porque se quedan sin casa. Aurelia cuidaba a una señora que murió en las primeras semanas del estado de alarma. Se echó a llorar en una iglesia porque pedía trabajo y le ofrecían ropa. Necesitaba una maleta ligera, no tiene familia en España. Houda, con dos niñas menores en casa, vive sin luz desde hace seis meses en la Cañada Real. Está parada desde octubre.

Mientras la vacunación avanza y permite atisbar una salida más cercana a la crisis sanitaria, la crisis social no muestra síntomas de mejora. La expectativa, de hecho, es que las cosas empeoren: uno de cada dos hogares piensa que su situación económica puede resentirse en el futuro más próximo, solo el 50% está convencido de su estabilidad y el 20% cree que podría necesitar ayudas en el medio plazo, según las conclusiones de una encuesta realizada por el Ayuntamiento de Madrid a 1.600 familias en octubre de 2020.

El panorama no solo es desolador en la capital. España ha tenido en febrero los peores datos de empleo de los últimos cuatro años. El país ha sobrepasado la barrera de los cuatro millones de desempleados. Hay más de 44.000 personas registradas en las listas del paro. El mercado laboral se ha visto arrastrado por el desplome de la actividad en el sector servicios, muy afectado por las restricciones aplicadas para aplacar la tercera ola del coronavirus. “Lo que nos viene es un tsunami de frente: se acabarán los ERTE, la gente irá al desempleo y se agotarán las prestaciones”, anticipa una trabajadora social de un distrito del norte de Madrid que prefiere no dar su nombre.

Sus citas se multiplicaron de manera inabarcable en las primeras semanas de confinamiento: normalmente atiende a 18 personas a la semana y llegó a tener hasta 20 llamadas al día. “Yo pensaba: ¿pero toda esta gente de dónde ha salido? Emergió todo el trabajo en negro del barrio, peluqueras a domicilio, gente que da masajes, pintores, albañiles... que nunca habían necesitado el apoyo de nadie porque iban bandeando los meses”, resume. Los servicios sociales del Ayuntamiento tramitaron en 2020 cuatro veces más ayudas que el año anterior. Hasta 85.000, según los últimos datos, para una población de 3,3 millones de habitantes.



Un año después de aquel primer gran golpe, el agujero negro es la lentitud en la tramitación de las ayudas para los que se han quedado sin nada. El tapón se reproduce a todos los niveles de la administración: desde el Ingreso Mínimo Vital hasta la tarjeta familias del Ayuntamiento de Madrid. Juan solicitó la ayuda del Gobierno en verano y aún, dice, no ha tenido respuesta. Ni afirmativa ni negativa. “Es por la aglomeración”, justifica mientras se gana la vida recogiendo a un hombre que no puede caminar todos los días a las 12 de la mañana para llevarlo de vuelta a su casa. Le pagan 50 euros al mes por ayudarle a hacer ese trayecto.

“Ahora mismo están respondiendo las tramitaciones del mes de julio. Las vías para sacar la cabeza se van esfumando. El IMV se presentó como un sostén, hubo mucha esperanza, pero ha generado frustración y desesperación”, explica Daniel García, médico de familia en el barrio vallecano de San Diego y experto en salud comunitaria, a cuya consulta los pacientes no solo acuden para contarle sus dolores físicos. También los emocionales. El aislamiento ha convertido los centros de salud en lugares para pedir socorro. “Hay personas que te lo cuentan abiertamente. Una paciente me dijo que no tenía leche para darle a sus nietos y otra que cómo hacía para pagarse las medicinas”, relata el médico. Daniel también cuenta que otro hombre, en seguimiento por la diabetes, llegó un día con los niveles de azúcar un poco descontrolados. “Me dijo que se tomaba la mitad de la pastilla para que le duraran más”. El paciente había dejado de ingresar la Renta Mínima.

El exmarido de María le pasa 165 euros para la manutención de su hija menor de edad y eso está siendo un obstáculo para que ella acceda a las ayudas. Son sus ingresos actuales de cara a la administración aunque en realidad no percibe nada porque el padre de la niña también es músico y está pasando por serias dificultades económicas. “No nos puede pasar nada y yo no le voy a denunciar, no me gustaría”, asume la cantaora que ha compartido escenarios con lo más granado de la escena flamenca nacional. Cantó en el grupo de Paco de Lucía, con Vicente Amigo, ha actuado con Sara Baras y trabajó como corista de Alejandro Sanz. Entre marzo y junio recibió comida preparada de los Servicios Sociales. “Eso hay que reconocerlo, pero después de ese tiempo solo han llegado dos compras de Carrefour”, cuenta.



Solicitó sin éxito la tarjeta familias, la ayuda estrella del Ayuntamiento de Madrid contra la crisis social cuyo objetivo es dar autonomía a las personas que pasan por dificultades económicas para que sean ellas las que acudan a hacer la compra al supermercado. Anunciado hasta en tres ocasiones, al recurso novedoso le está costando despegar. En el distrito Centro, por ejemplo, solo se han entregado una de cada diez tarjetas aprobadas por las trabajadoras sociales. “Hay un atasco burocrático que impide que la gente cobre”, relata una de ellas. “La gente nos decía: lo hemos visto en la tele y a nosotras nos dejaban a los pies de los caballos porque no teníamos ninguna instrucción”, continúa. Sin embargo, las ayudas económicas tradicionales se están gestionando, puntualiza, con mayor rapidez que nunca.

En el primer aniversario del mes que cambió la vida a todos los españoles, marzo de 2020, decenas de despensas solidarias surgidas al calor de la crisis siguen a pleno rendimiento. Algunas han tenido que cerrar por el camino, no por falta de demanda sino de capacidad para seguir recolectando donaciones suficientes para dar de comer a todas las personas que llamaban a su puerta. La organización Valiente Bangla, originariamente pensada para el apoyo mutuo entre compatriotas bangladesíes, reparte alimentos cada sábado a la gente del barrio de Lavapiés que no puede sostenerse por sí misma. Los vecinos llevaron el reparto del sábado pasado a las puertas de la sede del Ayuntamiento de Madrid, el Palacio de Cibeles, para exigir que, tras un año, la corporación que dirige José Luis Martínez-Almeida les dé el relevo.

“Puede haber cosas que se podían hacer mejor, sin duda. Pero ningún mecanismo estaba preparado para esto, para una pandemia así. El Ayuntamiento de Madrid ha reaccionado de una forma ejemplar”, contrapone el delegado de Familias, Igualdad y Bienestar social, Pepe Aniorte, que defiende que la respuesta municipal ha sido “reformadora” y no solo “paliativa” porque se ha aligerado la tramitación de ayudas y creado nuevas herramientas. “Somos permeables a escuchar, también a la crítica”, añade. El diagnóstico de los servicios sociales es claro: una clase media empobrecida se ha acercado por primera vez a pedir ayuda. El 28% de las personas que acudieron al Ayuntamiento en la primera ola no lo habían hecho nunca, según datos municipales.


¿Cómo ha afectado el coronavirus a los ingresos de los hogares de Madrid?

Porcentaje de hogares que observaron una reducción, un mantenimiento o un aumento de sus ingresos en abril y en octubre de 2020 según tipo de hogar

Fuente: Ayuntamiento de Madrid


El Gobierno de Almeida ha tenido una relación problemática a lo largo del último año con las despensas vecinales, pese a que ha derivado a personas de urgencia a ellas porque los servicios sociales estaban colapsados. “Sí, claro, tenemos una lista”, responde Gabriela, argentina-española con más de 30 años de residencia en Madrid, cuando se le pregunta por la llegada de familias desde los recursos municipales. Se define como receptora y “dadora” de las cestas de alimentos en la despensa organizada en la Casa de la Cultura de Chamberí, un espacio que el Ejecutivo municipal va a desalojar y donde se ha grabado este reportaje. Su cierre condenaría a la desaparición al banco de alimentos que es el único salvavidas para decenas de familias del distrito. Ya hay un precedente. El Ayuntamiento de Madrid no renovó la concesión de un espacio municipal al proyecto EVA que llevaba cuatro años haciendo actividades en el Mercado de Frutas y Verduras de Legazpi. También tenía una despensa solidaria. La corporación de Almeida no tuvo en cuenta esta circunstancia cuando el pasado 8 de febrero puso punto y final al proyecto al dejarle sin local.

En Chamberí, las familias usuarias de la despensa también la gestionan. Se encargan de hacer recogidas en supermercados, inventariar los alimentos y distribuirlos en cestas. “Me enteré de que existía esta despensa un día que paseaba a mi perro y dije: este es el mundo en el que quiero vivir. No quiero unos dadores y unos receptores. No quiero limosnas. Trabajo en un ambiente horizontal, donde todos tienen responsabilidad y donde podemos encontrar el apoyo mutuo que necesitamos”, explica Gabriela. Llega a la entrevista con una advertencia previa: “No quiero más historias de lágrimas”. Gabriela es contundente en su crítica a las administraciones. “Han respondido poco, lento y mal, de manera tan fría y regulatoria... con una desconfianza hacia el ciudadano tremenda”, observa.

Sin ingresos, la urgencia es comer, ¿pero el alquiler o la hipoteca? La mayoría de personas que entraron en un túnel con la crisis del coronavirus sufren serios problemas para asumir estos gastos. A María su banco le ha concedido una moratoria para aplazar su mensualidad, de 650 euros, hasta el próximo año. El Ingreso Mínimo Vital se le denegó por un patrimonio, el piso, que no puede pagar. Gabriela está atrapada en un alquiler de 1.100 euros. “He pasado meses que no tenía una moneda, pero no puedo cambiarme de casa. No tengo nómina, no tengo dinero y no tengo ninguna credibilidad para ningún propietario”, dice esta mujer de cincuenta y pico con un hijo veinteañero nacido en España y una deuda con su casera.

Juan está buscando con 39 años habitación junto a su esposa. Es lo único que podrían pagar. Aurelia, de la misma edad y llegada de la República Dominicana en el verano de 2019 en busca de una “vida mejor”, comparte vivienda con dos compañeros de piso. Vive en un cuarto en el que apenas cabe una cama. “Me acuerdo que me ponía así –hace como que se sienta en la cama con las manos en posición de rezo–, casi no me cabían las piernas de lo pequeña que era la habitación, y escuchaba las cifras de muertos en la televisión”, relata esta mujer, que acude semanalmente a la despensa solidaria de la asociación de vecinos de Bellas Vistas, en Tetuán.

Pasaron hambre, pero también mucho miedo a la enfermedad. “Hemos estado muy acongojados. Han fallecidos tres familiares míos de la República Dominicana”, cuenta Juan, que dice ir superando la vergüenza que le provocó ir a pedir ayuda. “Vengo de un campo donde siempre había mucha comida. Llegué aquí y trabajaba mucho. Iba de casa al trabajo, luego a la iglesia y a casa de nuevo. No tengo amigos en Madrid”.

¿Qué ocurre cuando, en medio de la crisis, la casa deja de ser un lugar confortable para refugiarse de los peligros? Eso le pasa a Houda y a más de 4.000 vecinos de la Cañada Real que llevan cinco meses sin electricidad. Casi la mitad son niños. De nada ha servido el rapapolvo de la ONU a España. Las administraciones madrileñas –Comunidad y Ayuntamiento de Madrid– y la Delegación del Gobierno en Madrid, dependiente del Ejecutivo de Sánchez, llevan cuatro meses sin poner solución al apagón en el asentamiento y han cruzado acusaciones sobre de quién es la responsabilidad de subsanar la situación. Con la campaña electoral, la Cañada Real ha desaparecido para los políticos.

“Se nota el cansancio físico, moral y psicológico. Es una estrategia política para parar la lucha”, dice esta mediadora cultural convertida en una de las lideresas vecinales del mayor asentamiento ilegal de Europa. Volcada en dar la batalla para exigir a las administraciones que garanticen los derechos humanos básicos en el poblado, el mundo se le viene encima cuando entra a su casa y ve a su hija llorando mientras hace los deberes a la luz de una vela. “Me dice que nos vayamos de este barrio. Mis hijas son mi punto débil. Ver que eres una madre inútil es muy difícil”, señala.

En la Cañada “no hay esperanza”, corrobora el médico Daniel García, que divide su jornada semanal entre su puesto en San Diego y el equipo itinerante que atiende a los vecinos del asentamiento. El trabajo en negro es habitual en el poblado y a muchas familias sus vidas ya precarias antes de la crisis se les han desmoronado del todo. “Han aumentado mucho las necesidades pero nadie se culpa de lo que pasa. Las administraciones nunca se culpan de nada”, se queja Houda.

“La crisis nos ha mostrado delante de nuestros ojos a los sanitarios situaciones de un desfase tremendo. Nos ha permitido descubrir las casas en las que vive la gente con la que trabajamos para hacer recomendaciones más aterrizadas. Ha sido un aprendizaje”, considera Daniel García, médico de familia en Vallecas, cuando recuerda las primeras pautas que daba el Ministerio de Sanidad. “Un baño únicamente para el enfermo”, dice al otro lado del teléfono con ironía. “Ha sido una reconexión con la profesión”, comparte la trabajadora social del distrito norte de Madrid, que quiere dejar constancia de su agradecimiento a las familias que ha atendido en el último año: “Nos preguntaban que cómo estábamos. Eso, el cuidado mutuo, nos ha salvado de estar todos de baja”.

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