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Sobre este blog

Comer en bares y restaurantes de Malasaña, además de otros apuntes gastronómicos.

Por Lu

Tratado sobre la esencia gastronómica de Madrid y de Malasaña: algo más intangible que un garbanzo

Gabrieles o grabieles
4 de marzo de 2023 01:01 h

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¿De qué hablamos cuando hablamos de «esencia»? Hablamos de lo que caracteriza permanentemente algo, lo invariable de las cosas, lo fundamental de las mismas. Y sin embargo la esencia de Madrid eran las verduras durante una larga temporada… ¿O la esencia de Madrid, abrazada por las Castillas, es lo que comenta el pintor Darío de Regoyos y Valdés: «Nada es comestible en el paisaje de Castilla. Al contrario: es el paisaje quien consume a los hombres.»? Delibes no estaría de acuerdo con esto, pero Darío era de Ribadesella y, ya se sabe, a los del norte costero nos cuesta entender las Castillas, pero luego bien que vamos a «secar» a esas zonas. Tal vez era un adelantado a su tiempo y se refería a esa costumbre tan madrileña, al menos desde mediados del siglo XX, de apalancarse en las terracitas, aunque estén pegadas a una carretera con 4 carriles de coches, sí, ahí sin duda el paisaje consume al paisanaje, pero mientras haya una cañita con unas aceitunitas o unas patatitas o cacahueses a mano, aunque no sean comestibles, todo va bien.

Bueno, algo de música para digerir este larguísimo recorrido hacia la esencia de la gastronomía madrileña y, también, malasañesa. ¿Video killed the radio star? No, ¿no? ¿Pictures came and broke your heart? Sí, creo que sí.

¿Queréis TikToks y clasificaciones de los 10 mejores? Pues aquí tenéis un tratado, siempre a la última.

Espero que, aunque largo, resulte interesante.

En el principio era la verdura, y los cereales, luego la verdura se hizo carne —y pescado— y habitó entre nosotros**. Un poco de historia gastronómica de Madrid

Madrid era dada a las verduras, como Aranjuez, tenía un río (el Manzanares) y numerosos arroyos (como el de Castellana) y huertas —sí, la calle Huertas deriva de las huertas del prado (sí, el prado, donde se situó el museo del mismo nombre)— y, sin embargo, su «esencia» se transmutó en platos más carnívoros como los callos y, mezcolanzas, como el cocido. No en vano los habitantes del primer asentamiento madrileño (prerromano) se denominaron carpetanos de καρπός (fruto, grano, simiente) y el sufijo -tanos (para crear gentilicio), señores de tierras que producen frutos, es decir, fértiles y en particular, fuente de grano, de cereales. De ahí Nuestra Señora de la Almudena cuya etimología es confusa y puede remitirnos tanto a su aparición cerca de un almudín, es decir, una alhóndiga —que no albóndiga—, un lugar dedicado a la compraventa de trigo, o a otra palabra árabe, al-mudayna (ciudadela), refiriéndose al recinto amurallado donde dicen haber encontrado la imagen de la virgen. Yo me quedo más con la primera opción, porque la gastronomía, al final, es lo que marca nuestras vidas, y el trigo y el pan son una de las bases de nuestra alimentación. La Almudena tiene miga, al menos su corona, jes, jes. Decía allá por 1788, Juan Sempere y Guarinos, un ilustrado (sí, hay más ilustrados en España que Jovellanos…): «el mejor pan que comen un obispo o un título en las provincias, lo desprecia en Madrid un zapatero». Aunque no lo tengo yo tan claro porque entre la picaresca y la falta de suministros —una constante a lo largo de toda la historia de Madrid—, allá por el siglo XVII, los madrileños es posible que disfrutaran de panes bastante asquerosos realizados con poca harina de trigo y mucha fécula, algarroba o sémola, duros y secañosos como ellos solos. Bueno, se supone, en cualquier caso, que cuando no había desabastecimiento el pan, un producto fundamental en Madrid, era bueno —lo de los gustos cambiantes y que se considera bueno algo que objetivamente no se sabe si es bueno ya lo dejamos para otro artículo— pero llegó la Guerra Civil y acabó con esa excelencia panadera y hemos tenido un pan bastante penoso hasta en torno al 2015. Aproximadamente en ese año, se produce la «revolución panadera» y empiezan a abrir panaderías que trabajan con masa madre, distintos tipos de cereales y crecimientos lentos ¡y ahora cuántas tahonas maravillosas tenemos en Madrid, qué lujerío!: Panic (aquí al lado, en Conde Duque, de las primeras), Vanille Bakery Lab, el Obrador San Francisco, Panifiesto, Panod, Madreamiga… ¡son incontables! Aunque hay establecimientos que se mantienen fieles al pan espeluznante, como Casa Camacho, aquí en Malasaña, donde el pan es auténtico poliespán.

En la Baja Edad Media, tenemos todavía toda la influencia árabe vivita y coleando —Madrid eran cuatro prados antes de que llegaran los árabes— especialmente materializada en el uso de especias varias, que también se utilizaban para la conservación y disimulo de podredumbres, y dulces con mieles y almendras, que caracterizarán los dulces conventuales hasta nuestros días, también los que vendían aquí al lado, en las Salesas Nuevas. En esa época, llega ya a Madrid pescado de mar —que debe llegar podridísimo—, entre el que, se dice, había incluso delfines y ballenas. A saber si había tiburones y los madrileños tuvieron su propia versión de hákarl (pronúnciese levantando una pierna y poniéndose una mano en la zona lumbar y la otra haciendo un cerito).

Un cambio radical en la alimentación madrileña se produce cuando Felipe II, de los Austrias de toda la vida, en el siglo XVI, establece en esta ciudad la sede de su Corte y la capitalidad permanente, bueno con breves lapsos en los que se la quitaron por intrigas varias, y así estamos, hasta la actualidad, aquí puestos, capitaliando. En ese momento, empiezan a venir cortesanos, hidalgos, burócratas y trepas de todas partes lo que incrementa la población de la ciudad en gran medida y supone un desafío tanto a nivel de abastecimiento como de alojamiento, de ahí las «casas a la malicia» de las que hablaré más adelante, haciendo que Madrid pase de ser abastecedora de grano y otros productos a convertirse en un gran mercado agropecuario receptor de víveres de todas partes, también para satisfacer las necesidades de gentes venidas de otras zonas de España que tenían sus propias costumbres culinarias. En un principio, Madrid se adaptó a la cocina árabe y, en esta época, el siglo XVI, empiezan las cocinas regionales y extranjeras, por los cortesanos, a dejar su impronta. Este gran aumento de la demanda producirá escasez de determinados productos básicos, como el trigo para el pan —el pan, esa constante madrileña— conllevando esto al incremento de precios a lo loco —sí, como el mercado mobiliario actual— y a poner precios oficiales y, a pesar de todo, a revueltas —buah, qué fuerte, revueltas, cómo se les ocurre—, la más destacada la de Esquilache ya en 1766, al que culpaban de la falta de pan en la capital y que causó su destierro. Por otra parte, dentro de ese marasmo de gentes venidas de todas partes, a principios del siglo XVII ya tenemos unos cuantos productores de cerveza asentados en Madrid (Jerónimo de Halles, Tomas Hawart (¿o Ugarte?), Miguel Pascual, Juan Bautista y Lamberto de Quesney (¿o de Usuquelnez?) que se abastecían con lúpulo traído de Centroeuropa. Parece ser que todos ellos crearon fábricas de cerveza que serían como las microcervecerías de hoy en día, es decir, como la Fábrica Maravillas de nuestro barrio, en las cuales vendían directamente la cerveza bien fría —solían situarse cerca de pozos de nieve para ello—, pero también la ofrecían en puestos por la calle.

Al principio, la cerveza era para extranjeros, para los cortesanos centroeuropeos y los viajeros que venían por negocios a Madrid. Los madrileños la consideraban una bebida de baja calidad en comparación con el vino, pero parece que con el tiempo la cerveza se fue ganando el corazoncito de los madrileños hasta convertirse en santo y seña de la ciudad. No en vano se dice que «no hay lugar donde se tiren mejor las cañas que en Madrid». Malasaña albergará, ya más tarde, en 1894, en la calle Amaniel, la Antigua Fábrica de Cervezas de Mahou, actual Museo ABC y, cerca del barrio, en la calle Fernando VI, ya en el siglo XX, se instalará la Fábrica de Cervezas de Santander, la de los pingüinos con el logotipo de Cruz Blanca.

Hablando de alcoholes, en el siglo XVII no se andaban con chiquitas, un desayuno típico en Madrid y que se consumía en puestos ambulantes o confiterías era el letuario acompañado de aguardiente, siendo el primero una confitura de pieles de naranja amarga con miel. ¡Y a la faena!

Y para merendar, el chocolate caliente ha sido en Madrid un auténtico vicio ya desde finales del siglo XVII. La gente más pobre, al tener menos cacao añadían maíz al cacao con agua para espesar, los nobles, que tenían más cacao, añadían especias (canela, pimienta [sí, eso que nos parece ahora tan moderno] y vainilla), así como azúcar. Y para los más chic, ámbar gris, ya en el siglo XVIII, siguiendo la moda de la monarquía francesa. El ámbar gris parece ser que es una secreción biliar del cachalote con la que expulsa de su estómago los objetos que no consigue digerir, es decir, es el vómito del cachalote tras estar una buena temporada flotando en el mar y al sol; dicen que tiene un olor muy especial, almizclado, dulce, denso e intenso; no en vano se usa también en perfumería. Ay, pero lo que no compartíamos con los franceses era lo de mojar cosas en el chocolate: churros, soletillas, bollos de Jesús, miga de pan ¡lo que se terciase! Hasta tuvimos un invento propio para ello: la mancerina. Era una bandeja donde se colocaba la jícara con el chocolate, que ideó el Marqués de Mancera para poder poner en ella todo lo mojable en dicho chocolate. Los franceses están todavía renegando de estas costumbres. El cacao también fue objeto de adulteración, como otros muchos alimentos, porque la picaresca es la picaresca y el margen de beneficio hay que sacarlo como sea; y de estraperlo en la Guerra Civil.

En el siglo XVII, por los problemas de abastecimiento debidos al gran crecimiento de población de Madrid, se crea la figura del «obligado» que eran las personas «obligadas» a abastecer a las ciudades, a Madrid y otras, de las materias primas pactadas. Estos traían carnes de Galicia y Asturias y pescados tanto del norte como del sur, pero la higiene o calidad ya es otra cuestión. Parece ser que las enfermedades vinculadas a la falta de higiene en la zona de Lavapiés y del Rastro (ya se sabe, «el rastro» de sangre de los animales sacrificados en el matadero de la zona) eran importantes y que el olor a podredumbre era tal que las gentes del barrio tenían que cerrar las ventanas cuando pasaban algunos pescaderos con pescados, por así decirlo, con exceso de maduración. Ya en la época de los Austrias, Madrid era una ciudad predominantemente carnívora, también por el tema de la podredumbre, ya que la carne se conserva mejor y es más fácil criarla cerca de la ciudad; los rapes no se dan muy bien en el Jarama. Aunque los pescados también tenían sus fieles, especialmente los de río, por la cercanía, truchas, carpas y similares eran los únicos frescos, pues los otros solían llegar algo podridillos, uououo, tras varios días de viaje cubiertos de nieve y paja. Por suerte las salazones y los escabeches hacían que se pudieran degustar algunos pescados marinos, como el bacalao, aunque no fueran frescos. Los viernes, la penitencia de no comer carne se convertía en doble penitencia, pues no solo no comías carne sino que tenías que comer pescado podrido, ¡benditas salazones y escabeches y pescados de río! Una forma de disimular las podredumbres era realizando empanadas que en los siglos XVI y XVII llevaban de todo dentro, posiblemente también carne de perro, gato, rata o pescados podridos, todo ello con una buena dosis de especias para disimular.

Pero, además de los ingredientes de fuera, había una amplia selección de ingredientes propios de Madrid, según señala Carlos Delgado en su libro Comer en Madrid: «la caza mayor de los montes de El Pardo, los conejos de Galapagar, los pescados —en especial las truchas— de los ríos Lozoya, Alberche y Jarama […] las lechugas en Móstoles, los berros en Leganés, espárragos y fresas en Aranjuez, ajos en Chinchón, los melones de Villaconejos y Añover eran estimadísimos, lo mismo que las patatas de Meco, los nabos de Fuencarral o los garbanzos de Brunete. En fin, uvas de la Villa de El Pardo y San Martín de Valdeiglesias o vinos de Arganda, Móstoles y Fuencarral eran un remate más que suficiente a una mesa bien provista.» Indica también que eran destacables los moscateles de Carabanchel, Fuencarral y Alcalá de Henares. El moscatel siempre ha sido un vino bien acogido en Madrid, también dicen que era famoso el vino rancio de Getafe. Y los vinos tintos y blancos de San Martín de Valdeiglesias, especialmente el blanco de uva albillo, envejecido en Ávila, calificado oficialmente como «precioso» que, con un regusto dulce y rancio y alta gradación, fue considerado en el siglo XVII el mejor vino blanco de España. Aunque vinos llegaban de todas partes y también se estilaba, esto ya en modo picaresca, la mezcla de restos de vinos blancos y tintos. Parece ser que dicha mezcolanza se denominaba «calabriada», supuestamente por la mala fama de los comerciantes calabreses que, según se decía, eran dados a dar gato por liebre; esto dicho en el país de LA PICARESCA tiene mucha enjundia. La mistela también ha tenido siempre una buena acogida en Madrid. En cuanto a las materias primas previamente comentadas, debo destacar que el melón de Villaconejos, por lo visto, lo regaban abierto con anís de Chinchón y lo metían en la nevera, así que no es nada novedoso eso de ponerle alcohol a melones y sandías, por más que sea algo viral.

Las judías blancas eran, por su parte, un plato muy típico en Madrid y destacan las judías del tío Lucas, un guisandero que tenía su taberna en la zona de Cortes y las ofrecía con tocino, cebolla, comino y pimentón. Por supuesto, las sopas de ajo también era algo muy madrileño por su situación entre las Castillas.

Y los asados para los más pudientes, de cordero o cochinillo, de animales procedentes de Ávila y Segovia principalmente. Los pobres se dedicaban a los despojos, de ahí los callos, y los ricos, clérigos incluidos, a las partes nobles, pero todos tomaban cocido, unos más ilustrados que otros.

Con la llegada de los Borbones, las clases altas comienzan a emular a la monarquía con una cocina afrancesada, como se puede ver en la siguiente propuesta de menú francés perdido de Lhardy, foto de menú insertado en el libro Gastronomía Madrileña (Temas Madrileños XI ) de Joaquín de Entrambasaguas de 1954.

Durante los primeros dos tercios del siglo XX la influencia francesa cala en las clases altas y las clases medias y bajas se dedican a lo de siempre, cocido, callos y caracoles, estos dos últimos más en restaurantes y bares que en casa, filetes, ¡y pepitos!, pescados fritos y legumbres con cosas. Y así, más o menos llegamos hasta nuestros días, pasando por la etapa de carestía de la Guerra Civil, en la que el estraperlo y los productos adulterados se hicieron fuertes. Algunos autores señalan la presencia, en la guerra y la posguerra de la «tortilla de guerra», sin patata ni huevo, formada por la parte blanca de la naranja a la que se quita el amargor hirviéndola para luego freírla y se liga mediante una mezcla de harina de trigo, bicarbonato, ajo y agua.

A partir de los años 60 del siglo pasado, los nuevos alimentos importados que calan en la cocina diaria de todas las casas de España, también en Madrid, son: las salchichas (no frescas como las de Matachana, las de Frankfurt de bote o lata), el chocolate ya industrializado, posteriormente la soja, el aguacate… Hasta los años 80 aproximadamente la cocina francesa sigue siendo propia de élites y grandes restaurantes, posteriormente ha ido perdiendo su influencia para diluirse en diversas cocinas extranjeras creando la cocina fusión que marca la actualidad de la propuesta de restauración de Madrid (y Malasaña) y España, y también, la de los hogares, donde ahora se mezcla guacamole y huevos con chorizo con gran alegría.

Como se puede observar, no andaba descabellado el escritor Juan Antonio de Zunzunegui en su libro Gastronomía Madrileña al señalar que en «Madrid se fríe, se asa y se guisa», un compendio de lo que se hacía en el sur (freír), el centro (asar), y el norte (guisar) de este nuestro país. A continuación la ilustración de Mingote al respecto en dicho libro.

Las clases, la caridad y la podredumbre

No sé si se puede decir o no pero hay clases altas y bajas y en algún tiempo hubo clase media, durante un breve lapso, aquí en España y, en concreto, en Madrid. Estas denominaciones son algo feas, pues parece como si tuvieran una implicación moral o estética. Bueno, por simplificar hablaré de clase alta, baja y media. Al ser una gran ciudad, en Madrid las diferencias de clase son más acentuadas que en otras ciudades así la clase alta se podía permitir cocidos copiosos con abundancia de ingredientes cárnicos e incluso, según señala Joaquín de Entrambasaguas en su Gastronomía Madrileña (Temas Madrileños XI), ¡cangrejos de río cercano!, y la baja como mucho podía poner un choricillo para dar sabor. Las clases altas disfrutaban de cocina afrancesada en restaurantes y, algunos, también en sus casas, mientras las clases bajas se dedicaban a las legumbres con pimentón y algún trozo de casquería a modo de carne.

Las clases altas probaron a ir a la romería de San Isidro pero el olor a fritanga y ese ambiente tan popular hizo que no volvieran, hasta nuestros días, que parece que las secañosas rosquillas tontas y listas se han convertido en un imán de los políticos madrileños, a cada cual más campechano. Sí, sitúo a los políticos, a todos, en clase alta, pues los sueldos, dietas y privilegios varios que disfrutan no son los de la extinta clase media y, por supuesto, nada tienen que ver los de la clase baja actual. Las clases medias, que en Madrid han debido de existir de aproximadamente los años 70 del siglo XX hasta aproximadamente el 2008, cuando se produjo la primera gran crisis, se han debatido entre la tortilla y el filete con patatas, las croquetas, el pollo asado, los huevos con chorizo y las legumbres en todas sus formas, añadiendo algo de pescado frito, algún congelado, un gusto en algún restaurante una vez cada quince días y algo de picoteo más a menudo.

En épocas anteriores al siglo XX, como ya he señalado, la podredumbre de los alimentos se combatía con vinagre, escabeches varios, con salazones y marinados, pero había muchos productos frescos que se pudrían ¿y a dónde iban a parar? Pues a hospitales y cárceles en un concepto de la caridad cristiana que durará hasta nuestros días de diferentes formas, tal como se señala en este artículo sobre la Hermandad del Refugio. Sita en Corredera Baja de San Pablo, aquí en Malasaña, en esta Hermandad actualmente según el artículo «se aprovechan de voluntarios que son los que realmente compran y elaboran la comida para los necesitados». En 1615 parece ser que esta misma hermandad organizaba la «Ronda de pan y huevo» para darles a todas las gentes que vivían en la calle un mendrugo de pan y 2 huevos duros con los que trataban de mantener el descontento social dentro de ciertos límites, la caridad tiene siempre un qué sé yo de utilitario y de vergonzoso.

Dos hitos de restauración, muy diferentes, de la gastronomía madrileña: Botín y Lhardy. Y más

Botín tiene historia, mucha historia. Por lo visto, en 1590 ya se tiene constancia del edificio que alberga Botín. Dicen que es el restaurante más antiguo del mundo, pero todas estas cosas me parecen una tontería, muchas veces no hay datos fehacientes de algo pero eso no significa que no exista, pregúntaselo a los creyentes y esotéricos de todo tipo. Su propietario, al parecer, solicitó el «privilegio de exención de huéspedes», con el que se pagaba un impuesto para no tener que aceptar a miembros de la corte en su edificio de más de una planta; otros preferían construir «casas a la malicia», con estructuras internas difíciles de dividir y fachadas en las que no se distinguía si la distribución incluía una planta o media planta para no albergar a cortesanos y no pagar el impuesto sustitutivo. No quiero ni pensar que nos obliguen a albergar a políticos; en cualquier caso, ya les pagamos las dietas, ¡y menudas dietas!, así que seguimos como estábamos, pagándoles todo, ¡qué asquito! Es aquí donde nace la Hostería Botín. Jean Botín, un francés cuya esposa era de origen asturiano, crea el primer establecimiento gastronómico, donde los cochinillos segovianos y corderos de Sepúlveda, Aranda y Riaza campan a sus anchas, es un decir, así como pescados «dignos», como diría mi querido M, o sea, merluza del pincho y similares, y donde, según cuentan, trabajó de friegaplatos Goya un tiempo.

En 1725, un sobrino de Botín, Cándido Remis, creó una posada en el emplazamiento actual. Ya en el siglo XIX se reforma de nuevo y se crea una confitería, continuando también con el asador y considerándose, de forma general, una casa de comidas. En el siglo XX se hacen cargo del lugar la familia González que, durante la Guerra Civil, dan de comer a milicianos, y después se recupera todo el edificio para convertirlo, manteniendo el aire de posada original, en el actual restaurante (sobrino de) Botín. De Botín hablan también numerosos literatos, aquí podéis ver algo de su historia literaria. La oferta de Botín ha sido siempre castiza, así como su decoración, donde los asados, como el cordero, el cochinillo o el pollo, se hacen fuertes, pero también destacan platos tradicionales de pescado, como las almejas Botín, la merluza frita o al horno, verduras, como las alcachofas o las judías salteadas y algo siempre presente en la meseta, la sopa de ajo, en este caso con huevo (y jamón), caldo de ave y, por supuesto, callos a la madrileña. Y, también, es famosa su perdiz estofada. Por suerte, a pesar del turismo, continúa teniendo la calidad deseada para un lugar tradicional.

Aquí en Malasaña, durante el Madrid de los Austrias, cuenta Carlos Delgado, en su Comer en Madrid, «Otros establecimientos de comida eran el de Los Basilios, situado en calle Desengaño, rey indiscutible de la perdiz estofada […]». Aquí parece que también teníamos una buena perdiz estofada, pero ya no la tenemos, hay que ir a Botín a disfrutarla.

Lhardy, por su parte, creado en 1839, también por un francés —Emilio Huguenin Lhardy, empresario y repostero—, fue el primer gran restaurante de cocina europea de Madrid, el cual recientemente ha sido adquirido por Pescaderías Coruñesas. Con una decoración muy cuidada, presenta fachada de caoba y salones exóticos, y aristocráticos, al gusto de finales del siglo XIX.

Lhardy ofrece, desde sus inicios, repostería en su local a la calle, así como la famosa taza de consomé de samovar, y en sus salones cocina afrancesada y, antes, menús inacabables. Actualmente todavía conservan algunos platos afrancesados, como el puré Robuchon a modo de guarnición y el pâte en croûte Lhardy, combinados con platos de siempre como los callos (dicen «los más famosos de Madrid»), el cocido madrileño (con los ingredientes más selectos) o la perdiz en escabeche. Últimamente estaba algo de capa caída la parte de restaurante, no la de confitería y el consomé, aún no he probado la oferta de los nuevos dueños. Sí he probado su croissant de chocolate, el cual me sorprendió, de forma muy grata, recordándome tremendamente al de Moulin Chocolat. Miro en internet y parece ser que Ricardo Vélez, dueño de Moulin Chocolat, el cual trabajó en sus inicios como repostero en Lhardy, ha vuelto como proveedor de sus magníficos productos confiteros al nuevo Lhardy. ¡Qué lujo!

En cuanto a restaurantes, en Madrid hay varios restaurantes especializados donde ir a comer platos específicos. En lo que se refiere al cocido, además del elegante cocido de Lhardy (que incluye hasta foie del Ampurdán en escabeche), está La Bola, abierta por una asturiana en 1870, donde se sirve en puchero individual y es bastante suave, otro tradicional es Malacatín, abierto en 1895 en la zona de La Latina, de cocido muy abundante y suculento, según dicen, no lo he probado. Actualmente tiene gran éxito el cocido de Cruz Blanca de Vallecas, barrio que destaca por su tendencia a lo castizo.

Otro restaurante especializado, pero en este caso en arroces, es La Barraca, que data de 1935, todo un referente tradicional. Un clásico germánico, creo que el más antiguo de este país en Madrid, fue Edelweiss, inaugurado en 1923, el cual ofrecía, hasta hace poco, salchichas de diverso tipo, ensaladas alemanas, muy famosa la de arenque, codillo, creo recordar algo de caza y el típico apfelstrudel, pero actualmente tiene una oferta mezcolanza de italiano-asiático-alemán y de todo que no parece nada apetecible. Alemán también es Horcher, uno de los grandes de la capital, abierto en 1943, y donde la caza prima en platos de cocina centroeuropea y francesa, pero el bogavante y otros pescados y algunos postres, como el delicioso baumkuchen con chocolate y nata, tampoco le van a la zaga. Cocina clásica de excelente factura y materias primas.

Entre los hitos del siglo XX, además de Horcher, se puede destacar el ya extinto Jockey, abierto de 1945 a 2012, pero cuya gran época está en torno a los 70 y 80; era el sitio donde hombres de negocios, jet-set y toda la gente que tenía dinero tenía que estar y tenía una propuesta gastronómica claramente afrancesada, pero también con platos castizos. En el mismo lugar se sitúa actualmente Saddle, que pretende ser un referente del lujo como lo fue su predecesor, con cocina clásica (incluidos callos en homenaje a Jockey) y ritual.

Mayte Commodore, abierto en 1967, también fue muy conocido y por él ha pasado gran parte de la farándula, políticos y demás, y ahora parece ser que lo han recuperado. Otro de farándula es Sacha, que nacía en 1971 y continúa siendo centro de artistas y otros seres importantes con una cocina entre casera y no y una decoración tipo bistró algo triste.

Uno de los grandes también ha sido Zalacaín, abierto en 1973 y que ha sido otro ejemplo de cocina clásica con influencia francesa. Sus máximos atractivos han sido su sumiller, Custodio López Zamarra, que siempre aconsejaba con tino y mesura, y sus delicadísimas patatas soufflé. Actualmente creo que está de capa caída, tras varias reformas y cambios de titularidad.

Y pasamos de un personaje de Baroja a otro, de Zalacaín el aventurero a Jaun de Alzate (La leyenda de), este último activo de 1985 a 1994, fue uno de los primeros representantes de la nueva cocina vasca y española en Madrid, aquí al lado, en la zona de Conde Duque; pasé bastante hambre en su restaurante, aunque los platos eran estéticamente muy bonitos.

Luego está el famosísimo Viridiana, abierto en 1978 y que definiría como cocina protofusión, tal como podéis leer en este texto que escribí años atrás. Este lugar, fue ejemplo y lugar de aprendizaje para David Muñoz, creador del gran DiverXO, que abría sus puertas en 2007 en Tetuán haciendo una cocina fusión sabia y potente, sin miedo a no gustar; a mí me encantó cuando estaba allí, aunque no he vuelto más.

En Malasaña tenemos un restaurante clásico, con más de 50 años en activo, y es La Tasquita de Enfrente, con platos tradicionales como su ensaladilla o sus albóndigas en salsa de cocido, ¡realmente excepcionales!

Y, bueno, están las «Casas», casas de comidas, con las que se quería dar un aire de hogar a los restaurantes, sitios de platos contundentes y ambiente relajado donde sentirse cómodo y comer como en casa a buen precio. Hay muchísimas en Madrid, a continuación señalo algunas de las más representativas.

Una «casa» de siempre, abierta en 1860, es Casa Labra, la cual ofrece, entre otros, desde siempre banderilla de atún en escabeche y la tajada de bacalao rebozado y frito. Estos fritos se denominaban «Soldaditos de Pavía» supuestamente porque evocaban el uniforme de los húsares de Pavía que se encontraban en el cuartel de Conde Duque, aquí en el barrio, pero solo por el rojo del pimiento que ponían encima, porque el amarillo no lo veo en ningún lado; no sé yo. La calidad actualmente no es destacable.

Ya de finales de siglo es Casa Ciriaco, con su famosa gallina en pepitoria, sus judiones estofados con perdiz —la perdiz en Madrid ha sido un ingrediente fundamental, sin duda, es parte de su esencia gastronómica— y sus ¡callos con garbanzos!, un dos en uno de la cocina madrileña. Estuve hace un montón de años, creo recordar que la gallina era francamente sabrosa.

Posterior es Casa Paco, de 1933, famoso por su cocina castellana, donde destaca la carnaza en todas sus versiones y los vinos calientes, al menos en verano por la mala conservación, creo recordar. Casa Salvador, aquí al lado, en Chueca, de 1941, tiene como propuesta insignia el rabo de toro ¡y es maravilloso! Más tarde llegará Casa Lucio, en 1974, donde los huevos rotos es el plato estrella, muy sencillos y sabrosones.

En nuestro barrio tenemos Casa Julio que parece contar con 100 años de historia y debe ser porque el paladar de sus parroquianos, año tras año, no es muy fino o tal vez porque en otras épocas las croquetas eran otra cosa, a saber; actualmente las croquetas son de cemento armado. Lo mismo ocurre con Casa Camacho, inaugurada en 1929, de la que hablo aquí, y que debe tener los mismos parroquianos sin papilas gustativas de Casa Julio. En Casa Camacho destaca la empanada helada, las patatas alioli sin ajo y la tortilla de patatas con patatas «maduradas» que tiran a dulces, ¡el horror culinario! Una versión moderna de las casas de comidas en nuestro barrio que está muy lograda es Casa Macareno, aquí mi texto al respecto, cuya ensaladilla es la gloria.

También tenemos en el barrio Casa Fidel, de la que hablo aquí. Tiene una excelente propuesta, con día dedicado al cocido madrileño y otros platos muy sabrosones como el pastel de rabo de toro, que es una delicia.

Los mesones también tienen una propuesta similar, pero son aún más antiguos que las casas de comidas, pues muchas veces incluían hospedaje, de ahí que muchos no se hayan conservado ya que necesitaban grandes espacios, edificios enteros, un poco como los ventorros (las ventas de mala muerte que eran tan típicas en la capital, la calle del Ventorrillo, en Embajadores, nos lo recuerda), que al final se han vendido, reacondicionado, etc. La zona de la Cava Baja era una de las preferidas para su instalación, ahora en esa zona siguen existiendo mesones —como el Mesón del Champiñón y el Mesón de la Tortilla— pero más turísticos, aunque con una oferta que no está mal, sencilla y sabrosona, y una decoración y un entorno realmente castizos.

Luego están las tabernas y bodegas, que darían para un libro en Madrid. Aquí ha habido desde  siempre, o desde el siglo XV al menos, tabernas, es un aspecto inabarcable de su propuesta enogastronómica. En el siglo XVII parece que había una coplilla hablando de este tema: «Es Madrid ciudad bravía, que entre antiguas y modernas, tiene trescientas tabernas y una sola librería». Vaya, vaya. Destaca, por antigüedad, la Taberna Antonio Sánchez de 1787 en la zona de la Latina. O, en nuestro barrio, la Bodega La Ardosa, que parece ser que fue creada en 1892 con la intención de crear varios establecimientos similares, hay una también en Santa Engracia, pero que no sé si ahora pertenece a los mismos dueños. La de Malasaña pertenece al Grupo La Ardosa que posee también, en esa misma calle, Casa Baranda y el Bar Sidi. Dicha bodega posee una estupenda tortilla, vermú y otras cositas interesantes. En nuestro barrio también, abierta en 1927, está Bodegas el Maño, con unas excelentes bravas y rabas, la cual pertenece al mismo grupo que Casa Macareno, Corazón Bar y Café Ruiz, todos en Malasaña. Ya más actual es La Venencia, en Las Letras, que data de 1928, donde tomarse un jerez con algo de picoteo (aceitunas, jamón, mojama, queso..) en un ambiente atemporal, donde siguen apuntando las comandas en la barra, ¡fantástico! Hay muchas más, pero es que ya llevo 5618 palabras y no es plan.

Parece ser que a finales del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, también hay cierta influencia de la cocina andaluza vinculada a los tablaos y tabernas gitanas, en ellas lo típico son los vinos generosos y el pehcaíto frito.

Durante los locos años veinte del siglo pasado también tuvieron su tirón los «bares americanos», especialmente en la zona de Gran Vía y aledaños, que contrastaban estéticamente con los cafés al tener una simple barra con taburetes y saloncitos pero siempre con una estética limpia, sencilla, art déco de líneas curvas, nada recargada. En ellos la oferta era más dedicada a cócteles, aunque podían ofrecer platos en barra a los oficinistas de la zona. Un ejemplo fue Chicote, coctelería abierta en 1931 para regocijo de lo más granado de la ciudad.

¿Y cafés? El auge de los cafés data del siglo XIX y de las tertulias de intelectuales de todo tipo. En Madrid, El Café Comercial, de 1887 y el cual está en nuestro barrio, ha sido siempre un sitio de reunión cultural, incluso ahora modernizado, continúan organizando en él eventos culturales. Es un lugar de siempre para picotear, comer, desayunar (el brunch no lo recomiendo) y merendar. El famosísimo Café Gijón, fundado por «un de Gijón» en 1888, sede de tertulias de la generación del 98 y del 27, y de reunión de todo tipo de artistas y literatos. Y otro fundamental, este en Lavapiés, es el Café Barbieri, también lugar de concentración de intelectuales y gentes variopintas.

También fue famoso el desaparecido Café de Fornos, inaugurado en 1870 y cerrado definitivamente en 1918, tras haber cambiado en 1908 de titularidad y de nombre (Gran Café) por un hecho trágico en la familia de los antiguos dueños. El Café de Fornos fue centro de tertulias y de «resopón», es decir, una segunda cena, tras una fiesta o evento, consistente, en este establecimiento, en carne con patatas.

Un dato curioso que cuenta Joaquín Entrambasaguas en su libro Gastronomía Madrileña (Temas Madrileños XI), de 1954, es que «Las cucharillas las sacaba el camarero de la faja como rezago de albaceteñas navajas» ¡y tan pichi! En los cafés, también había una opción para pobres y trasnochadores, que es el «recuelo», restos de café recocido que debía estar asqueroso pero, también, a base de concentración debía despertar al más muerto.

Otra costumbre bastante madrileña parece ser el «café con media»: es decir, media tostada de abajo (supuestamente más castiza) o de arriba de panecillo largo, o francés, untada con mantequilla y acompañada con café en vaso de cristal grueso, también con culo grueso, ups, perdón he dicho culo, y platillo de metal a modo de tapa con cuatro azucarillos y, al lado, una copa de agua fresca. Este invento servía de desayuno, merienda, cena, tentempié… un poco de todo.

En nuestro barrio tenemos un curioso fenómeno que son cafés que parecen antiguos por su decoración maderosa y teatral pero no lo son, como el Café de Ruiz, el Manuela y el Café Ajenjo, todos ellos de los años 70, en un ejercicio de nostalgia cafetera intelectual de lo más curioso.

Antes de los cafés, más cómodos, al estilo francés, con sillas y mesas para hacer tertulia, en Madrid estaban muy extendidas las botillerías, establecimientos de paso donde se vendía limonada, leche merengada, naranjada, aguas con sabores a canela, a jazmín, a anís, a romero.., licores y, a veces, también chocolate a la taza. Y, además, había numerosas alojerías, donde se vendía aloja, enfriada con nieve en verano, una bebida compuesta por agua, miel y especias, algo así como un hidromiel, buaj. Hubo igualmente botillerías que se convirtieron en cafés, porque todo cambia en esta vida, como el Antiguo Café y Botillería de Pombo, que duró desde principios del siglo XIX hasta mediados del XX.

Y si nos ponemos con las pastelerías ya no paramos. Madrid es muy dada al dulce, además de a las tabernas. Uno de los sitios más destacados es la Antigua pastelería del Pozo, muy cerca de Lhardy, primero abierta como tahona en 1810 y ya en 1830 como confitería. ¡Tiene los mejores bartolillos del mundo mundial! Pero también son excelentes sus bollos suizos y sus hojaldres, ¡su empanada de bonito es fantástica! El local conserva el aire de una tahona antigua.

El Riojano, el cual data de 1855, y lo abrió el pastelero personal de María Cristina de Borbón, Dámaso Maza, de origen riojano, de ahí la denominación. Es un local con fachada de madera y artesonados internos, que ofrece excelentes tartas. La Sacher, loquísima por decoración y contenido, aquí escribí un texto literario sobre ella, es una ricura, pero también es muy buena la Selva Negra. En El Riojano también venden muchos dulces tradicionales de diversas épocas del año como los Panecillos de San Antón, que se hacen con ocasión de la fiesta de San Antón, y llevan una cruz a modo de bendición y antiguos, o clásicos como los azucarillos, que se tomaban con agua y aguardiente, hay hasta una zarzuela en su honor (Agua, azucarillos y aguardiente, con libreto de Miguel Ramos Carrión y música de Federico Chueca).

Bueno, y también muy antigua y muy típica es la chocolatería San Ginés, que data 1894 y empezó su andadura como churrería-buñolería, pero cuya calidad actualmente no es nada destacable. 

Aquí en nuestra zona tenemos La Duquesita, abierta en 1914 y que ofrecía repostería clásica hasta 2015, año en que cierra y la reabre Oriol Balaguer conservando el nombre, el cual recupera parte de la oferta clásica, como sus riquísimas rosquillas, añadiendo una excelente propuesta actual, con pasteles de chocolate intenso increíbles, una tarta de limón spettacolare y unas palmeras cuyo hojaldre es de 10, entre otras cosas.

Otro clásico de la pastelería madrileña, aunque actual, abierto en 2006, es Moulin Chocolat, del que ya hablé previamente, cuyo manejo de las masas de brioche y de bollo suizo y del chocolate, ¡especialmente en sus croissants!, es fantástico. ¡Una auténtica maravilla!

Callos, cocido y cositas «a la madrileña»

Aunque ya he ido señalando algunas delicias gastronómicas de Madrid, aquí indicaré lo que serían los platos más destacados de esta ciudad. Empecemos con un poco de pescado y el plato por excelencia de la Nochebuena madrileña: el besugo a la madrileña. No es casual que se disfrutara en esta época, pues está en temporada. Curiosamente el besugo a la madrileña se cocinaba en olla de barro y horno panadero, cual cochinillo o cordero, con una mezcla de aceite, ajo y perejil y unas rodajas de limón hendidas en la piel, tal vez por lo que cuenta el escritor Julio Camba:

«Un día, un amigo mío penetró en cierto establecimiento de comidas y, al pasar ante una mesa donde toda una familia se hallaba congregada en torno a un besugo asado, se quitó el sombrero y saludó cortésmente. El que parecía presidir todo aquel conjunto de afines, ascendientes, descendientes y colaterales, respondió al saludo y se levantó.

—Pues, ¿a quién ha saludado usted?

Y mi amigo, modestamente, le dijo:

—He saludado al besugo.

—¿Al besugo?

—Sí, al besugo. ¿Le sorprende a usted? Ese besugo que ustedes van a comerse de una manera tan frívola es un viejo amigo mío. Hace más de dos semanas que yo lo veo a diario en esa misma fuente, con esa misma decoración de perejil y esas mismas incrustaciones de limón. Las gentes que pasaban por el escaparate lo tomaban por un besugo de porcelana, pero yo estaba en el secreto. A fuerza de verlo tan a menudo llegué a tomarle cariño y ahora, al pasar ante él, me pareció que el pobre me dirigía una mirada de despedida. Por eso le saludé […]»

Que conste que el besugo también se hacía en escabeche, para no tener que saludarlo.

Un poco de música ad hoc y sigo con la turra gastromadrileña.

Vamos con el cocido madrileño, ¡lo más de lo más de lo madrileño! Algunos dicen que el cocido madrileño se considera nieto de la olla podrida, que vaya nombrecito tan apetecible. Con respecto a este tema, Daniel de Cortázar, en su discurso de entrada a la Real Academia de la Lengua en 1899, defendió que «podrida» viene de «poderida o con mucho poder» pero, recientemente, Ana Vega defendía, en un programa de radio, que la olla podrida es simplemente una manifestación del cocido y con respecto a la etimología de la olla podrida señalaba lo siguiente: «en 1611 Sebastián de Covarrubias, lexicógrafo, en su gran obra El tesoro de la lengua castellana da 2 explicaciones: 1) suya, 2) copiada, fusilada, a un médico italiano que se llamaba Andrea Baci, que había publicado en 1592 un libro sobre vino y en él se sacaba su propia versión de por qué la olla podrida se llamaba así y decía que la palabra “poderida” (palabra que nunca existió en castellano) en español quería decir “poderosa” pero no tenía ni idea de español; tantos ingredientes que solo se la pueden permitir los poderosos. En realidad, en su explicación defiende que, en el siglo XV y XVI, la palabra “pudrir” significaba “muy hecho, cocinado, reblandecido”». Así que el cocido es un montón de cosas muy hechas/cocidas, tan sencillo; parece lógico, aunque a saber, lo de la etimología es como la arqueología puede uno darles mil vueltas a las cosas para adaptarlas a nuestros gustos e intuiciones y corroborar nuestras teorías.

El cocido ya se comía ampliamente en Madrid en el siglo XVII y según el número de garbanzos que entraban por las puertas de Madrid en el siglo XIX, tocarían a 40 g de garbanzo al día por persona… ¡así que no paraban con el cocido!

Aunque es verdad que también cocinaban los garbanzos con espinacas y bacalao, en vigilia, o los garbanzos guisados a la madrileña (una especie de pepitoria a la que se añade comino, chorizo y pimentón). El cocido Real podía llevar: vaca, carnero, gallina, pichones, liebre, chorizo, tocino, pies de cerdo, oreja, garbanzos, verduras y especias. En los más pobres, solo vaca, carnero y tocino, y, claro, garbanzos y verdura. Los garbanzos debían ser de Getafe o de Carabanchel y el agua de Lozoya, agua de baja dureza, con pocas sales cálcicas, que son las que al reaccionar con la pectina de las legumbres forman los pectatos, que las endurecen. Por otra parte, la forma de servirlo también es importante, en 3 «vuelcos», primero la sopa, en un segundo vuelco los garbanzos y la verdura y, en un tercer vuelco, las carnes o, también, como se decía: «sota, caballo y rey». Una cosa curiosa es el uso de la denominación «gabrieles» o, mejor aún, «grabieles», con metátesis, para denominar a los garbanzos en Madrid. Hay todo tipo de teorías al respecto, que si viene del caló, que si se utiliza por la costumbre de sembrar los garbanzos en San Gabriel, que no sé yo, que si viene del tablao flamenco denominado Los Gabrieles, que tuvo gran éxito desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX. A saber, mejor no me pongo a investigar porque no acabo más y, además, ya se sabe, la etimología es una especialidad más bien poco exacta. El origen del cocido madrileño puede ser que se encuentre en la adafina, un plato de garbanzos con carne de cordero (tratado conforme a los preceptos del judaísmo, es decir, kosher) y diversas verduras y especias de la cocina sefardí del que hay referencias escritas ya en el siglo XV y que también, parece ser, se servía en tres vuelcos.

En cualquier caso, los garbanzos tienen mala prensa, ya los consideraban mal en la Antigua Roma cuando, dicen, se hablaba de un esclavo cartaginés que comía garbanzos como quien come clavos en el circo… Y véase lo de que dice Bigas Luna en Huevos de Oro: «El español está en estado permanente de mala leche y, ¿sabes por qué? Por los garbanzos, porque los garbanzos dan mala leche y a mí me encantan». Más adelante vuelve a repetirlo, diciendo que a los de interior, en particular, los garbanzos les han hecho duritos; todo puede ser.

Poco más que decir, solo esta acertada descripción sobre lo que el cocido madrileño implica, más allá del hecho gastronómico, de la enóloga y escritora Inma Cañibano Olivares:

«[…] tenga los apellidos que tenga, el cocido me lleva a mesas compartidas, a reuniones con amigos, a búsqueda de tesoros escondidos o apuestas sobre seguro en fogones que no fallan. Si es sábado, probablemente, a Madrid y a Malasaña. A casa de la Sra. Matilde. Al ritual del cocido, su conjunción de ingredientes, la profundidad de su significado, es la síntesis de muchos sentimientos. De muchas historias. Y en esa cocina y esa mesa, más. En torno a ella nos hemos reunido para celebrar finales o dar bienvenidas, compartir penas y alegrías, reír hasta llorar, llorar hasta vaciarnos, darnos la mano, ver que estamos hasta cuando no estamos. Un buen cocido, diga lo que diga su carnet de identidad, ha de ser cálido, íntimo, rotundo, denso, intenso. Sugerente y cargado de posibilidades. Tan terrenal como un pecado capital […] Quitarte hambres del alma atrasadas. Saciarte. Un buen cocido es un conjunto de platos y personas, de saberes y sabores, de recuerdos y mente en blanco. Pone bálsamo a las heridas, borra malos pensamientos, crea lazos. Un buen cocido es como un buen beso o una confidencia. No lo sabe dar cualquiera. No se comparte con cualquiera.»

El cocido madrileño ¡es mucho cocido!

Otro de los grandes platos de la gastronomía de Madrid son los callos a la madrileña. Como ya comenté anteriormente, las carnes «dignas» se las llevaban las gentes de alta alcurnia, religiosos incluidos, y los despojos, tripas, sangre (morcilla), orejas, etc., iban para los pobres que se las arreglaron para hacer de la necesidad virtud y lograron crear uno de los platos más característicos de la cocina madrileña, de los que, parece ser ya se habla en torno al siglo XVI. Uno de los aspectos principales de los callos es la limpieza, se deben limpiar con esmero, en caso contrario pueden ser fuente de regustos amargos y enfermedades varias. Se recomienda que sean de ternera y no de vaca, más pequeños, elegantes, finos y jugosos y como ingredientes base este plato tiene tripas de ternera, chorizo, morcilla, ajo, guindilla, aceite, sal y laurel, a partir de ahí, se puede hacer más o menos ilustrados, añadiendo morro, manitas de cerdo, panceta, jamón, un atadillo de hierbas aromáticas, comino, ¡es un auténtico cajón de sastre que encanta a los amantes de las vísceras y de los tactos gelatinosos! A mí no.

Actualmente, con la modernidad, en Madrid, también tenemos callos estilo thai (con leche de coco, cilantro y otras cositas tailandesas), callos marinos de bacalao y muchas más cositas originales.

Similares a los callos a la madrileña son los caracoles a la madrileña, otro de esos platos totalmente característicos de la cocina de esta ciudad y que todavía se puede degustar en los sitios más castizos como el Bar Los Caracoles, de El Rastro, que también ofrece callos, por supuesto, y gallinejas, ese trenzado de tripas de cordero tan típico de la cocina pobre pero a veces tan sabroso y crujiente, fritas en sebo, que se convierte en un plato divino, para el que lo quiera. En Madrid, son muy dados a los despojos, la oreja a la plancha también tiene gran éxito, sino que se lo digan al emparedado de La Casa de los Minutejos. Para los caracoles, como para los callos, la limpieza (de babas) es fundamental y se pueden hacer más o menos condimentados, pero lo básico es rehogarlos con ajo y guindilla y cocerlos con un caldo intenso de carne. Luego, como los callos, admiten de todo, especialmente elementos cárnicos, jamón, chorizo, morcilla, etc. En cualquier caso, en un cuento de Fernández Flórez «Fernanflor» titulado La salsa de los caracoles dice, dentro de una conversación amorosa, con respecto al guiso en cuestión: «La mejor salsa es el hambre», lo cual da que pensar.

Las sopas de ajo, ya comentadas, aquí también tenían su público. Y había una ensalada curiosa, la ensalada de San Isidro, con huevos duros, tomate, bonito en escabeche, cebolla picada, aceitunas negras y aderezada con vinagre, aceite y sal, que era la que se llevaban en el táper del momento para la romería, pero que también se incluyó en la mayoría de los menús de una época y que pervive, a pesar de lo mejoradas que están las ensaladas actualmente, en ciertos establecimientos turísticos cercanos a Sol.

Los escabeches en general son un plato muy madrileño (y castellano), siendo la perdiz escabechada lo más destacado de esta preparación. Los boquerones en vinagre también son un plato característico de la ciudad y aún perviven en tabernas tradicionales, la perdiz se ha quedado más para restaurantes chic. Los boquerones en vinagre parece ser que, tiempo atrás, fueron fuente de grandes problemas gástricos, por una mala elaboración y conservación. Ahora se cuida más su elaboración, congelándolos previamente y manteniéndolos en frío. Y, bueno, ¿el bocata de calamares lo incluimos en la cocina típicamente madrileña? Yo diría que sí, ¿quién no ha comido bocata de calamares en el entorno de la Plaza Mayor?

Luego están las rosquillas de Fuenlabrada —sí, las tontas y las listas, las de la verdadera tía Javiera, las de San Isidro— y varios productos reposteros fritos como los bartolillos, los buñuelos o los churros, estos últimos aunque sean de todas partes, en Madrid tienen un puesto de honor.

¿Y la horchata, dónde la situamos? Porque madrileña no es, pero que es parte de la cultura gastronómica madrileña no cabe duda, ¡la horchata del quiosco de Narváez, la de la Fábrica de Siempre en Tetuán o la de la Horchatería Alboraya son una maravilla! Los barquillos, los barquilleros de Sol con el organillo, ya prácticamente desaparecidos.

Si buscáis recetas de cocina madrileña más hogareña, que no se encuentra en restaurantes, esta web está estupenda. Incluye, entre otras, la rosca madrileña, consistente en carne picada mezclada con jamón, tocino, pan, cebolla, ajo, perejil y vino tinto, que se deja macerar, luego se cocina en vino con cebolla y se decora con pimiento rojo y aceitunas y se acompaña con patatas, o la alboronia madrileña, cuya receta encontráis aquí, derivada directamente de la cocina árabe.

¿Y la esencia? ¿Y Malasaña?

Bueno, ya vamos llegando al final, ha sido duro. Hace tiempo hice una encuesta en Twitter en la que preguntaba cuándo establecemos que la esencia gastronómica, y no gastronómica, de un barrio, Malasaña, está en su máximo esplendor, pero podría ser aplicable a una ciudad o al mundo entero. Como siempre en mis encuestas, respondieron 10 personas, así que la muestra es una caca, pero sirve, combinada con toda la información anterior, para llegar a conclusiones.

Lo básico, observando el texto, es que la esencia, en gastronomía, es variable, cambia con los años, con los gustos, con los hechos históricos, aunque algo fundamental permanece ahí debajo, tal vez algo más intangible que un garbanzo.

Viendo las oleadas de gentes que han venido a Madrid a lo largo de la historia —árabes, centroeuropeos, franceses, de todos los puntos de España y, luego, de Europa, y actualmente de todas partes del mundo— ¿dónde situamos la esencia gastronómica madrileña? ¿En un cocido de ascendencia sefardí? ¿En unos callos con especias árabes? ¿En unos caracoles entre franceses y árabes? ¿En la enorme cantidad de casas de comidas de gentes de provincias —gallegos, leoneses, zamoranos, vascos y asturianos in primis— que vinieron a probar suerte a Madrid tras la posguerra, y antes, y en donde la comida podía no tener nada que ver con la original de su lugar de proveniencia pues la mayoría no eran cocineros ni nada parecido? ¿La esencia de un plato antiguo dónde está? Tal vez en un ingrediente o dos, pues el resto, con el tiempo, las modas y quienes lo cocinen varía.

¿O establecemos la esencia de una forma subjetiva, como se ve en la encuesta, en un cierto número de años, en la época que uno disfrutaba de la vidilla de Malasaña antes de irse a vivir a las afueras —por los hijos, claro—, cuando cerraron el bar ese al que siempre ibas? Es un poco subjetivo eso, ¿no? También el paladar cambia y lo que te gustaba con 20 puede que con 40 no te vaya tanto y eso no quiere decir que lo que habías probado a los 20 haya cambiado, sino que tú has cambiado. Es todo bastante subjetivo, sí.

Antes había escupideras por todas partes, lo cual debía ser encantador y, podías ir paseando por las calles y oír «¡¡Agua va!! y más te valía salir corriendo que, en caso contrario, te caía «agüita amarilla» encima. ¿Era bonito eso? ¿Los que escupen actualmente en la calle, seres como mínimo del Pleistoceno Medio, son la esencia de España? No creo, no, al menos, no espero. Pero sí es verdad que hay rasgos intangibles que generan enormes trampas materiales, como la picaresca, que ahí sigue y que no nos la quitamos de encima ni locos. Así que, a la hora de defender «la esencia», en este caso gastronómica, ¿qué estamos defendiendo? ¿Por ejemplo que, como era costumbre en el Siglo de Oro, tal como comenta en Ayer y hoy de la gastronomía madrileña José del Corral, que las aceitunas fueran un postre típico? ¿O los sabores de los vegetales antes de que los «domesticáramos», más bien fuertecitos, amargos? ¿O echar un montón de especias y bien de picante?

¿Y en Malasaña? ¿Las croquetas de Casa Julio o de la ya cerrada Casa Pepita, la paella de El Boñar, el pepito del Palentino, los yayos de Casa Camacho son la esencia de Malasaña? ¿Por qué, porque has disfrutado en ellos? No será por la calidad, ni porque tienen una propuesta particularmente castiza (ni callos, ni caracoles, ni cocido, ni perdiz escabechada o estofada).

En realidad, la esencia de Madrid, y por ende de Malasaña, es la apertura y esa se manifiesta, actualmente, con sitios extranjeros y antes con sitios de provincias (véase los nombres de algunos establecimientos del barrio, El Palentino, El Boñar y los orígenes de sus gentes, los de Casa Camacho son zamoranos, etc.). Si te apetece creer que el momento de tu juventud en el que viviste Malasaña es la esencia del barrio está bien, vale, la esencia eres tú. Pero no, la esencia del barrio no son sus croquetas o sus yayos, ni lo que tú subjetivamente consideres la esencia, la esencia es la apertura mental, un valor intangible y realmente fantástico del que los malasañesos deberíamos estar orgullosos. Antes Malasaña se abrió a gentes de provincias, algunos ejemplos ya citados pero hay muchos más, ahora a gentes de todas partes (el Greek & Shop, Filu e Ferru, Lamián, Sichuan Kitchen…, mucha de la oferta del Mercado de los Mostenses es china y peruana y tal vez sea el mercado más «real» de Madrid). Antes era cocina regional, ahora es cocina fusión y establecimientos especializados en aspectos y/o productos gastronómicos como vegetarianos o de dónuts. Pasamos de regional, a internacional y luego, tal vez, interestelar, juis, juis. Defender la esencia como el pasado es algo subjetivo y conservador, o carpetovetónico, ya que estamos en Madrid, así como poco coherente con determinadas ideologías supuestamente progresistas. En realidad, la esencia gastronómica de Madrid es su apertura a nuevas recetas, nuevas gentes y nuevos ingredientes. Y sí, por supuesto, el cocido, los callos, los caracoles son algo fundamental a nivel tangible de la gastronomía de Madrid, algo que une a todo Madrid, tal vez algo más que el besugo a la madrileña, más propio de determinadas clases sociales, pero lo que subyace a todo eso y a toda la propuesta gastronómica madrileña es la apertura mental. El acoger lo venido de fuera sin mayores problemas.

En este interesante artículo de Juan Manuel Bellver citaba a Montalbán y su libro Contra los gourmets en el que señalaba: «La gastronomía es un saber que sólo se puede reivindicar desde un espíritu lúdico y en cuanto el gourmet cae en la tentación del dogma se convierte en un pedante árbitro de la nada».

Así que, bueno, me quedo con las preguntas, con que cada uno desde su subjetividad opine lo que desee. Yo simplemente expongo hechos, digo lo que pienso y me divierto escribiendo sobre gastronomía.

* Sí, parafraseando lo dicho en la Ley de conservación de la materia.

** Sí, de nuevo parafraseando, en este caso, el primer versículo del Evangelio de Juan.

P.S. Evidentemente, faltan cosas, platos, locales, falta de todo, pero esto ya se ha convertido en un tratado y se suponía que era un artículo. Con respecto a la bibliografía he señalado algunos de los libros leídos para realizar este artículo en el propio artículo, así que no pongo bibliografía para no aburrir más.

Sobre este blog

Comer en bares y restaurantes de Malasaña, además de otros apuntes gastronómicos.

Por Lu

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