Nunca un cartel de apenas dos palmos fue más grande, ni hizo más publicidad. Una niña de tres años muerta, al cuello una nota escrita con el número treinta y cinco, y al fondo los Junkers alemanes que ese día arrasaron Lavapiés. La obra fue encargada por el ministerio de Propaganda de la II República y se encuentra en el Museo de Arte Contemporáneo de Cataluña. Los Manic Street Preachers utilizaron aquel pasquín para la portada de su disco 'This is my truth, tell me yours'. Fue un bombazo a finales de los noventa y su lema, que dio nombre a un tema, una profecía, igual que en los años treinta. Si toleras esto, tus hijos serán los siguientes.
Los españoles somos visionarios, aunque no lo queramos creer. En Europa no se movió un dedo para combatir, o siquiera condenar el golpe fascista en España y de tanto consentir, los demás países acabaron siendo los siguientes. Las camisas negras, el saludo romano, las razas oscuras y los degenerados convertidos en cenizas, pantallas para la lámpara de la salita o humanísimas pastillas de jabón. Fabricadas por el espíritu del mal, que en casi cien años ha sido ocultado, pero nunca del todo vencido.
Esas próximas víctimas de las que hablaban el cartel de autor anónimo primero, y el estribillo de los Manic después han sido, esta pasada semana, los dos mil estudiantes de bachillerato que han salido a las calles de forma pacífica en Murcia para pedir que se les aclare el temario de la EBAU, un derecho más que razonable, aunque no lo suficientemente importante para la administración. Porque recibieron una somanta a palos de parte de los antidisturbios como si no hubiera un mañana. Los menores tiraron huevos al aire. A cambio recibieron munición de salvas y balas de goma, como si estuvieran decapitando a un rehén con un machete. Elijo con cuidado esta fea arma blanca y no otra porque para los influencer de la murcianía ultra, ese gobierno al que se vota una y otra vez, los machetes son como los ovnis para los ufólogos novatos. No se los quitan de la boca, pero nadie los ha visto jamás.
No voy a entrar en esa actuación desproporcionada de la policía nacional, que obedece órdenes, mal pagada, porque las imágenes hablan solas y han recorrido el mundo mundial. Tampoco en el mutismo de sus jefes, ni en la incoherente encogida de hombros de la delegada del Gobierno diciendo yo no fuí. O que no haya nadie al volante ¡sorpresa! en la consejería de Educación. Todo esto se sabe, es una obviedad. El verdadero peligro está en el silencio de la calle. Esa omisión que abre las grietas por donde se cuela el antiguo discurso de alcanfor. Cuando una sociedad, la nuestra, no defiende la educación pública como herramienta de futuro, es porque le importa un bledo, se ha rendido sin antes intentarlo o se fía más de pagar el aprobado en la privada, aunque no tenga excelencia. Los estudiantes murcianos están solos. Tienen detrás unos profesores angustiados que les transmiten su ansiedad, por delante toda su fantástica energía de savia fuerte, aunque esté desdibujado el horizonte. Y enfrente a una ciudadanía hipnotizada como un jabato en plena noche ante los faros de una moto. Vestidos de demócratas, eso siempre, pero sin capacidad de reacción.
Hace pocos días, en el campus de Leioa, la universidad pública del País Vasco, los alumnos echaron literalmente a un profesor por sus comentarios machistas y humillantes en redes sociales, de forma tranquila, pero todos a una, y que gloria bendita resultó ver que también había grietas en los pasillos por donde huía el master en detritus, pero por ellas se colaba milagrosamente la luz. Estos chicos y chicas tienen el apoyo de una sociedad adulta, la que trabaja por el bien común, que a su vez es el camino por donde entra la riqueza. Eso, que tan fácil parece, resulta ficción en esta tierra conquistada por tolerar de más. Los estudiantes volverán a las calles y esta vez no pueden ser también los siguientes. Mejor los del gastado y sucio club de la polilla.
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