De los déficits democráticos que arrastra España, quizás la necesaria separación entre Iglesia y Estado sea la más complicada: la exhibición en público de las creencias de políticos o gestores compromete la imparcialidad inherente a la res publica, que emana de una sociedad de múltiples creencias, gustos, fidelidades o religiones. Parece que a la Región de Murcia le está resultando muy difícil entender que los gobernantes, las y los políticos de cualquier signo, el ejército, etc. no deben tener presencia en los ritos religiosos, salvo a título personal y mezclados con el resto de asistentes.
A lo largo de estos 3 años –desde la moción de censura en el consistorio–, las cofradías han seguido poniendo a José Ballesta y a otros ex altos cargos en el cierre de las procesiones, es decir, en el lugar de las autoridades. Especialmente complicada para la ciudadanía fue la muy querida y popular procesión de los Salzillos, en la que Ballesta cerró el desfile de los pasos morados y entró a la Iglesia titular, ya de recogida, bajo el himno nacional como si aún ostentara algún tipo de auctoritas pública. Nos cuentan desde el Cabildo de Cofradías que se invita a todos los partidos, a diputados o concejales, y asisten quienes gustan. De hecho, el ya ex alcalde socialista Serrano también estuvo y también en un lugar destacado.
Pero si solo son “invitados”, ¿por qué procesionan en lugares de honor, en lugar de mezclados con el resto de penitentes?
Cualquier religión organizada hoy día es ajena a las ideas y mitos que las originaron, pero se tornan especialmente grotescas cuando mezclan en sus ritos a los gobiernos. Lo grotesco pasa al nivel trágico en el caso de las teocracias de Oriente Medio y Afganistán, donde señoros psicópatas asesinan por doquier, sobre todo a sus mujeres. Por no hablar de Israel, instalado en la demencia contra Palestina y contra su disidencia interna.
Convendría por esta y por muchas otras razones que, al menos en Europa, los actos públicos de los creyentes se desligasen de cualquier gobierno, de cualquier personalidad política. Esta obligación debería ser exigida en primer lugar por los asistentes a dichos ritos: las y los creyentes deben interesarse por la imparcialidad de sus directores espirituales y demandarles separación de la política, deberían ser una especie de “feligreses laicos”. Jesucristo, Mahoma, Buda... son mitos o líderes históricos que han hablado sobre la moral y sobre el comportamiento privado, exigiendo un completo alejamiento del poder “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Mezclar a alcaldes y militares en procesiones es, sencillamente, vender al Cristo al mejor postor, una operación de baja moral y nula ética que nadie, y menos una cristiana o cristiano, debería permitir.
Yo fui creyente en mi infancia, me sentía feliz con mis amigas, jugando al balón en la plazoleta de “la Justa”, o viajando con mis padres a las playas pequeñas del este. Creía que la divinidad era toda esa sencillez. Después crecí, estudié algo, suficiente para aprender que esas emociones eran alegrías personales y no dioses; y que Jesucristo o la Virgen eran un destilado de mitos griegos arcaicos, ideas hebreas o leyendas celtas; que en ellos se repetía el ciclo de la ejecución y resurrección de los dioses solares acompañados de la triple diosa blanca. Pero conservé algo de aprecio por la figura histórica de los primeros cristianos, por su ética de la com-pasión.
Jesús sigue siendo para mí un personaje amigable, su prestigio de humilde luchador –que se organiza con sus colegas– sigue intacto. Creo que la Iglesia española actual lo está denigrando, que está ensuciando su legado con sus sermones apocalípticos y su insistencia en guiar el voto de los feligreses. El cristiano y la cristiana de base deben denunciar eso.
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