En los estancos de medio país se venden desde hace poco unos mecheros donde unas letras que pretenden ser molonas dicen 'Me gusta la fruta', una consigna chusca con la que el insulto de una desequilibrada cruel aspira a ser chiste nacional, muy por debajo de los de Lepe y más bien cerca de Puerto Hurraco. Ahora esa gracieta de chulerío casposo, rancio, se vende en forma de lo que literalmente es: material inflamable. Estos mecheros no los verán en un kiosco de Deusto, ni en Figueres, ni en Menorca, en el Parque Natural de Somiedo, o doquier la civilización mantiene las nobles reglas de convivencia y pudor. Pero no los verán porque las cadenas de distribución no son tontas y saben que determinada clientela tampoco lo es. Incluso en las tierras conquistadas (de momento) por la propaganda de un asesor beodo. La inteligencia no se imposta. Se demuestra.
Los distribuidores nunca pierden, como la banca. Ganan tanto que esa avaricia y su impunidad llevan al sector primario a la ruina, pero sólo los agricultores del Norte se manifiestan frente a los supermercados y las grandes superficies, donde los márgenes los marca la usura. Los consumidores, también perdedores, lo más trendy que nos sale es protestar por lo bajini en la caja, cuando lo único que funciona es no comprar mansamente una vez y otra donde se nos atraca, pero ¿Qué clase de adicción es esa? y dejar nuestros billetes, de verdad y no sólo de boquilla, en el comercio local.
Los tractores han paralizado otra vez Murcia, Madrid, el país entero, y no será la última. Es una revuelta de revueltas con etiqueta oculta: el contenido de clase del conflicto, que no es igual para grandes y pequeños productores. Señoros con pantalones rosas y pulseras rojigualdas en sus vehículos millonetis, latifundistas que parecen a punto de asaltar el Capitolio seguros de que nunca pagarán multa por verter sus letales nitratos y purines en la tierra, en las ramblas, en el mar. Les dará igual llevarse el negocio, si es más barato, a otras regiones. Da igual plantar una lechuga que un hotel. Poco que ver con los pequeños y medianos empresarios que trabajan desde hace varias generaciones rezando para que las nubes descarguen mientras venden a pérdidas. Todos en la calle, bueno todos no. Faltan los jornaleros del campo que se desloman de sol a sol por un sueldo de miseria. De esos no se ven en Murcia ni en Bruselas, ni los verán.
La tractorada saca músculo frente a consejerías y ministerios, son el sector más subvencionado, pero no les hemos visto todavía negociar con las distribuidoras hablándoles de tú aunque sus vehículos manchen de barro la moqueta. Es verdad que los agricultores tienen todo el respaldo de la calle porque su lucha por lo más primordial, que es el alimento, tiene mucho de épica, pero la solución no está en invadir calles y autovías, impedir que un enfermo reciba su quimio, que los estudiantes estén cinco horas encerrados en el coche sin ir a la Universidad, repartir género gratis y plantarse frente a consejerías y ministerios.
Si son capaces de soltar a un pobre buey en una plaza madrileña o amarrar una oveja aterrorizada a un tractor digo yo que no les impondrá tanto hablar con los distribuidores que se forran a costa suya y nuestra. No funciona traquetear el coche de un presidente que sólo está para las ferias, los saraos, las consignas de los dichosos mecheritos y por favor que no se me olvide la amnistía. Que sólo aprecia el limón murciano dentro de un vaso, flotando dulcemente entre burbujas, cortado en rodajas finas. Las organizaciones agrarias ayudan poco con su mirada cortoplacista que no saca a los empresarios de un modelo fracasado. Los jinetes del John Deere deben pensar en soluciones, en el cambio climático, la sequía, el modelo de secano. Pero ayer, a la hora de la merienda mi joven vecino militar cantaba a grito pelado “Tengo un tractor amarillo” y eso no sé si es una señal, ha resucitado el pop rural o el señorito Iván se ha empeñado a toda costa en regresar del pasado. Lo siento por ti, Milana.
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