El pasado 9J, mientras algunos habitantes de la Región de Murcia celebraban ser “la mejor tierra del mundo” y algunos otros protestaban por sus carencias, el lince introducido un mes atrás moría en el Centro de Recuperación del Valle. Como si la Naturaleza entera, personificada en el rey de su cadena trófica, le diera la razón a los segundos. Estas fueron sus últimas palabras:
El hambre no designa las cosas: las envuelve, las agudiza. El aciano que pulsa como un corazón azul sobre la grava y las retamas señalan que ningún hervíboro las toma: yerbas amargas sobre lomeríos de terrazo y Mercedes Benz. Aquí me trajisteis.
Los primeros días descubrí ratoneras sin uso en el chaparral que rodea las ciudades. Olían los azahares junto a las quebraduras profundas de las ramblas antiguas, mataba palomas y eso fueron los primeros días en vuestro monte. El amanecer me encontraba escarbando madrigueras vacías. Al atardecer escuchaba el agua saliendo por debajo del suelo, y marchaba con ella hasta una playa redonda, donde solo la ova amarilla se ofrecía. Para escapar del calor hendía las cuevas, por temor de las carreteras, me hería escalando, corriendo, bajando las trochas de lentiscos. En unas naves sin ventanas, unos cerdos me rogaron la liberación por mis mandíbulas, pero entendí la enfermedad en su carne. En un campo alto cedí ante los cascos de una yegua encabritada, defendiendo su potro. Aquí me trajisteis.
Cazar... recordaba a mi madre acechando las liebres de la sierra, sus ojos inmóviles y un colmillo que cierne la yugular. Carne fresca sangrando aún entre los músculos de la presa y mi garganta. Los sueños se volvieron carreras persiguiendo cervatos transparentes, conejos cuya forma se desdecía para volverse agua, agua limpia que tampoco encontraba en este sitio. Oía los zorzales riéndose cada tarde, saltando por delante de mí, aventándose en la lluvia tormentosa de esta región. Espejismos de alas y cantos sin lenguaje. Aquí me trajisteis.
He acechado cualquier cosa que el aire movía, creyendo que comería alguna vez. He visto vuestros colegios vallados, vuestras casas perdidos en las ramblas, he pisado verduras apestadas, he intentado morder la redondez de los frutos cuando estaban rosados, pero no había licores, solo fibras mutantes, estériles. Luego venían unos hombres y unas mujeres a cogerlos y amontonaban esa pestilencia en camiones. Y dejaban el suelo desmenuzado al sol, dopado, exhausto. Aquí me trajisteis.
La última noche, mientras contaba el número de mis huesos, con el costillar apoyado en los tomillares, le dije a mi madre que volviera a buscarme. Muy arriba de mi cabeza, los mundos remotos explosionaban en estrellas sobre el negror de una noche que ya nunca refresca. Me pregunté si habría allí alguna presa esperando para cerrar el agujero que tengo bajo el corazón desde que no me alimento. Aquí me trajisteis.
Pero no lloréis por mí, que ya salto en las nubes del alba. Llorad por vosotras y vosotros. A intervalos, los truenos enuncian el desastre por venir: la solanera destruirá las raíces del suelo, crecerá barro en el mar. Los montes se desharán en lodo y llegarán al océano destapando piedras y esqueletos.
Y solo la roca espinal del mundo quedará para sosteneros.
Pero sobre una roca no se puede sembrar ni refugiarse.
Nada vivo hay en vuestra tierra.
Dedicado a Tiko, el lince introducido en la Región de Murcia en la campaña electoral y muerto de inanición en un mes apenas, una vez pasada las dichas elecciones.
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