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En primera persona

Es 8 de marzo y debería estar haciendo huelga, pero ¿cómo se hace con un bebé que me tiene a mí como sustento?

Un negocio del centro de Madrid, cerrado ante la huelga feminista. Olmo Calvo

Carmen G. de la Cueva

Escribir este texto es una batalla terrible. La batalla se produce, en primer lugar, contra mí y, después, contra todo lo demás: el tiempo, el espacio mental y el físico, diría que hasta el espacio geográfico, la tribu, los cuidados y, otra vez, contra mí, contra mi voluntad de autorrealización, de autonomía y contra la culpa. Soy madre, es más, soy madre desde hace apenas dos meses, pero parece que no hubiera sido otra cosa antes de parir. Escribo estas líneas mientras pueda. Mi hijo duerme ahora en el carrito, duerme a oscuras en la habitación de mi hermano en la casa de mis padres.

Es 8 de marzo y debería estar haciendo huelga, pero cómo se hace huelga con un bebé de 60 días que me tiene a mí como único sustento: mi leche, mi voz, mi calor, mis pezones doloridos. Me gustaría ser una de esas madres que portean a sus bebés hasta las calles rodeadas de su tribu, pero es que mi tribu hoy tampoco puede hacer huelga. Y no me siento capaz de irme a la calle sin ellas.

Es curioso lo distinta que puede llegar a ser una vida de un año para otro. Podría haberme quedado en casa con mi compañero dejando que nos cuidara como cada día, pero quería pasar este día con mi madre y con mi hermana, pasarlo juntas. El año pasado fuimos juntas por primera vez a una manifestación, era la primera vez para mi madre de 53 años y para mi hermana de 13. Fue emocionante estar con ellas, tan emocionante que no pude evitar romper a llorar en la Plaza Nueva de Sevilla cuando, dos horas después de llegar, seguíamos allí justo en el mismo metro cuadrado de la plaza, sin poder movernos. Éramos muchas y estábamos juntas. Pero un año después, me siento muy sola. La maternidad te aísla, te fragmenta.

Supongo que no debería estar escribiendo hoy porque debería estar haciendo huelga de todo lo que pueda hacerla –laboral, de consumo–, pero es la primera vez que me siento a escribir desde que fui madre y este año, este es mi metro cuadrado de resistencia. Me vine a la casa de mis padres porque mi madre y mi hermana podrían sostener a mi hijo entre sus brazos para que yo pudiera escribir una línea, otra línea más, arañar a la vida algo de escritura –asumo la ironía de mi deseo–, pero mi madre también trabaja hoy. No puede dejar de hacerlo, así que estoy sola, una vez más. Sola con mi hijo, quiero decir.

Esta mañana, mi madre ha ido a limpiar una casa como hace varias veces en semana, sin seguro y sin seguridad, ¿acaso podría permitirse hacer huelga? Su ausencia hoy podría poner en juego la confianza de su empleadora, pondría en juego nuestro pan. ¿Voy a juzgar a mi madre o a alguna de esas miles de mujeres empleadas domésticas con seguro o sin seguro que no hacen huelga? Sería difícil hacerlo sabiendo que, si no van hoy a trabajar, no cobrarán los pocos euros que les servirán para hacer la compra de la semana.

¿Quién cuida a las que cuidan?

Si un día mi madre tiene que quedarse con mi hermana porque está enferma, no cobra. Si su empleadora decide la noche antes escribirle para que no vaya porque “le viene mal”, tampoco cobra. Y lo menos que puedo hacer es escuchar a mi madre, escuchar sus palabras de frustración e impotencia ante una situación que no parece que vaya a cambiar. En mi cabeza, me pongo a sumar todas las palabras de todas las mujeres que cuidan, todas esas quejas, esos llantos, esas voces de rabia y resignación, y la cuenta crece hasta el infinito. Aunque supongo que también puedo escribir sobre nosotras.

Entonces, antes de sentarme a teclear a la mesa de camilla, con el brasero calentándome las piernas mientras mi hijo duerme –no sabemos si diez minutos o dos horas– y yo me levanto cada cinco minutos para verlo, para ver si respira, o si ha regurgitado leche, o si duerme todavía o comienza a entreabrir los ojos, me escabullo a una esquina para agarrar las ideas de todo lo que quiero contar y me prometo transformarlas en algo. En algo político, se entiende. Y, de nuevo, batallo contra la culpa: me siento una privilegiada. Aunque se me pasa rápido esa culpa –otras, no tanto–, pues tengo 33 años, un bebé de dos meses y estoy en paro. Eso quiere decir que no tengo baja maternal, que no cobro nada. Y que no sé cuándo ni dónde podré volver a trabajar. Cuando hablo de mi “baja maternal” en las redes o con gente que conoce poco mi situación, no especifico que me refiero a los meses que, deliberadamente, he decidido tomarme para cuidar de mi hijo, repito, sin cobrar nada, sin cotizar como miles de mujeres en este país. La última vez que tuve un contrato laboral fue en 2014. La última vez que fui autónoma fue en 2016. En los últimos dos años y pico, no he podido siquiera permitirme pagar la cuota. Ahora que lo pienso, tengo muchísimas razones para hacer huelga. Pero no puedo hacerla, por eso escribo.

Decía que mi madre no está conmigo ahora en casa ni tampoco mi hermana porque en un terrible giro de los acontecimientos, Bady, nuestro perro, ha comenzado a convulsionar y era incapaz de mantenerse en pie. Hoy 8 de marzo, en lugar de hacer huelga, mi madre y mi hermana se han subido corriendo al coche con Bady en brazos para llevarlo al veterinario. Quizá es importante puntualizar que vivimos en un pueblo y el veterinario está en Sevilla. Mientras escribo estas líneas, mientras lidio con mi culpa como madre, mi culpa como Sibila que no produce, que no escribe, que no crece hacia fuera –pienso mucho en Remedios Zafra y en El entusiasmo–, me llama mi hermana llorando porque el coche las ha dejado tiradas en la carretera y, de fondo, oigo los lamentos de Bady, posiblemente, uno de los perros más nobles y felices del mundo. ¿Algo más puede salir mal? Cuando me pongo a pensar en la factura del veterinario, en lo que cuesta una ecografía para que le vean el abdomen, en el arreglo del único coche que tienen mis padres, heredado de mis abuelos, no me escabullo a una esquina, sino a un lugar mucho más oscuro.

Mi hijo duerme todavía y yo me quedo sin fuerzas para escribir. Una pregunta se repite en bucle en mi cabeza: ¿Quién cuida a las que cuidan? ¿Quién cuida a las que cuidan? ¿Quién cuida a las que cuidan? Y me alegro de estar en mi casa este 8 de marzo. Sé que vosotras estaréis en la calle y gritaréis por mi madre, por mi hermana, por mí, pero aquí hago más falta. Pase lo que pase, cuando vuelvan, nos abrazaremos, nos cuidaremos las unas a las otras.

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