El CIS de octubre vino cargado de nuevos datos sobre la pandemia. La mayoría de las preguntas estaban dirigidas a que los encuestados valorasen la gestión de las autoridades. “¿Creen que son necesarias reformas en Sanidad? ¿Han sido bien atendidos? ¿Quien les gustaría que se hiciera cargo de la situación?”.
Pero avanzando en el documento, en la página 11, se planteaba una cuestión mucho más cercana y reveladora: “¿En qué aspectos le está afectando en su vida personal?”. Por encima del confinamiento, la economía, el miedo o la ansiedad, la mayoría señalaba el mismo motivo: “El distanciamiento con la familia y los seres queridos”. En el avance del CIS de diciembre, se repetía la misma idea: “¿En qué aspectos se ha visto afectada su familia? Por encima de lo laboral o de la salud, la mayoría apunta a ”sus relaciones y formas de vivir“.
¿Cómo ha sido estar lejos de los nuestros en un momento tan difícil? ¿Qué se ha vivido dentro de los hogares españoles cuando fuera no quedaba nada más que el sonido de las sirenas de las ambulancias, calles vacías y un tremendo sentimiento común de dolor? eldiario.es ha hablado con Álvaro, Rocío, Naiara, Mirian, Patricia y Mariana y estas son sus historias de separación, despedidas y reencuentros.
Una madrugada de julio, Naiara se sentó a hablar con sus padres y su hermano sobre la posibilidad de cometer “una pequeña locura”: viajar en ese momento hasta Córdoba para visitar a sus abuelos, a los que no veían desde enero porque estaban confinados en una residencia de ancianos. El delicado estado de salud del abuelo, y la idea de no volver a verle, les ayudó a tomar la decisión: “A las cinco de la mañana cogimos el coche y nos fuimos para allá”.
Tal y como esperaban, al llegar se encontraron con la puerta cerrada y la negativa del personal a facilitar el encuentro. “Nos dijeron que podía ponerle muy nervioso y ser contraproducente, así que no nos dejaron entrar ni hablar con él más de un minuto”. Lo sacaron el tiempo justo para decirles adiós con la mano desde el otro lado de la reja. “Esa fue la última vez que vi a mi abuelo, a través de una puerta”. Naiara no se arrepiente de haber hecho el viaje, al contrario: “a día de hoy es un consuelo”.
Recuerda que después de ese encuentro fugaz vinieron meses de mucha angustia. “Estuvo todo el verano muy malo, sabíamos que estaba en la enfermería de la residencia, pero no nos decían más, tampoco podíamos ir”. A principios de septiembre sonó el teléfono a deshora, la llamada que nadie quiere recibir: “Tu abuelo ha dado positivo en coronavirus, se lo han llevado al hospital”.
“Cuando nos lo dijeron ya llevaba dos días ingresado. No nos dieron más información, sólo que se había contagiado y que estaba en el hospital. Pasé horas y horas llamando para que me dijeran cómo estaba, pero me respondían que ya habían informado a la residencia y que era la residencia la que nos lo tenía que comunicar. Cuando llamaba a la residencia no me cogían el teléfono, o me decían que no sabían nada. Yo volvía a llamar al hospital, y me volvían a decir lo mismo. Al final, llorando les supliqué, les rogué, que me dijeran algo porque psicológicamente no aguantábamos más. Fue cuando nos confirmaron que mi abuelo estaba muy grave”.
Seis días después, a las ocho de la mañana del 15 de septiembre, sonó de nuevo el teléfono, la otra llamada que nadie quiere recibir: “Tu abuelo ha muerto”. Naiara recuerda con impotencia cómo pensaba “puedo ir a un bar, pero no pude agarrar la mano a mi abuelo en sus últimos momentos”. Todo ocurrió tan rápido, dice, que no tuvo tiempo de asimilarlo. “A las tres de la tarde ya estaba enterrado”.
“Asimilar el fallecimiento de alguien así puede ser muy complicado. No hay un proceso de duelo en que lo ves, lo velas, lo asimilas. Yo no he asimilado esto, pienso que mi abuelo sigue vivo. La sensación que nos queda es que enterramos una caja, pero sin saber si mi abuelo estaba dentro, porque no lo vimos”.
Sin tregua para reponerse del dolor, esa misma noche recibieron una tercera llamada: “Mi abuela también había dado positivo en COVID”. Esta vez fue diferente, ella sí logró reponerse al virus sin dificultad y ahora ya está completamente recuperada. “Pero le da igual”, lamenta su nieta. “Dime, ¿cómo vive una señora de 90 años, que compartía habitación con su marido, que lo acaba de perder y que además no puede tener contacto con su familia más que por teléfono?”.
A pocos días de las fiestas de Navidad, Naiara solo piensa en una cosa. “Que esto pase ya y que a mi abuela le queden años de vida. Estamos luchando contra el tiempo. A veces pienso: a ver si con suerte me aguanta cinco años más; y luego digo: me vale con poder verla media hora más. Estoy preparada para todo, dice, asumiendo que todo lo que te pase lo tienes que sufrir solo, sin ayuda”.
En el último año, la vida de Patricia ha pegado un giro de 180 grados. Llegó al confinamiento en una situación de por sí complicada: recién separada de su pareja, después de una experiencia de maternidad “muy dura” y absolutamente sola en Santander, donde había hecho su vida lejos de su familia. Tiene una hermana en Galicia y sus padres viven en Salamanca. Su madre padece alzheimer, y su padre dedica todo su tiempo a cuidarla. Han pasado estos meses divididos en tres Comunidades, sin poder verse ni un solo día hasta este otoño, cuando la COVID entró en la familia y precipitó para todos un cambio de planes.
“Cuando hablaba por teléfono con mi padre le notaba raro, como afónico. Le dije que fuera al médico, pero no quería, hasta que ya empezó a encontrarse bastante mal y no le quedó otro remedio”. Entonces le dieron la noticia por la que estaba evitando ponerse en contacto con el médico: positivo en COVID. Juan Miguel le confesó a su hija que estaba “aguantando” por miedo a que le ingresaran, porque no quería dejar sola a su mujer. Finalmente, sucedió.
Patricia hizo las maletas, pidió permiso en el trabajo y dejó todo atrás. “Sin dudarlo me vine a Salamanca a cuidar de mi madre”. Cuando llegó a la casa, su padre ya no estaba y su madre, María Fernanda, la estaba esperando sentada en una silla con gesto de incomprensión. Además también había dado positivo en COVID y tendría que dejarla aislada. En ese momento se dio cuenta de lo difícil que sería lidiar con aquello. “Para una persona con alzheimer su cuidador o cuidadora es una figura vital”.
Explica que al principio trató de cumplir las normas de distanciamiento, pero luego dejó de hacerlo porque “la escuchaba llorar desde mi habitación, gritar el nombre de su marido...”, y prefirió correr riesgos. Empezó a darle abrazos, a bailar con ella en el salón, como hacía con su padre todos los días, a hacer actividades de contacto y eso logró “tranquilizarla un poco”.
“Pero una persona con alzheimer no entiende nada, no le puedes explicar que su marido no va a venir aún, ni algo tan simple como que no puede salir de casa. Cuando me traen la compra se escapa por el rellano para ver a la vecina. Tenemos nuestros momentos de humor, no voy a negarlo, pero ha sido todo muy duro”.
“Al principio cuando llamaban del hospital me decían que no había evolución en mi padre, pero yo no podía derrumbarme delante de ella. Le transmitía que todo iba bien: ¡Venga que Miguel ya está mejor! Y ella venía corriendo a abrazarme. ¿Cómo negarle el abrazo a una madre en una situación así? Todas las noches se despierta y pregunta por él, la oigo soñar con él: ¡Miguel, ya estás mejor!, dice a gritos”.
Ahora están esperando a que le den el alta, porque está fuera de peligro. “Mi plan cuando llegue es disfrutar de sentarme con ellos en el sofá del salón. ¿Qué cosa eh? Pero es que es lo único que quiero, recuperar el tiempo que perdí en el confinamiento y volver a verlos bailar, cocinar, reírse… como han hecho juntos toda la vida”. Y eso es lo que Patricia saca en positivo de lo que han pasado.
“El valor que tiene cada segundo con nuestros seres queridos, poder darles un abrazo sin miedo, decirles a la cara que les quiero, volver a ver a mi padre después de tanto tiempo. Deberíamos tenerlo grabado a fuego, porque hemos visto que la vida puede darse la vuelta de un momento a otro y quitarte todo lo que tenías. No me planteo nada más de lo que vaya a pasar mañana”.
La nieta vive en León, la abuela en Gijón, a una hora y media de trayecto por carretera. No es mucho, pero la COVID ha dado una nueva dimensión a la distancia y ahora, a veces es más fácil viajar a Alemania que a la casa de tus padres en otro municipio. El caso es que Mirian se despidió de su ‘Tata’ hace un año y desde entonces no ha vuelto a verla. Aunque está, eso sí, al otro lado del teléfono, se echan de menos.
“Antes de la pandemia nos veíamos casi todos los meses, cada dos como mucho”, dice Mirian. Ahora se ven casi todos los días, pero a través de la pantalla. A sus 93 años Oliva ha hecho un tremendo esfuerzo por aprender a utilizar un teléfono móvil y hacer videollamadas. Es una forma de comunicarse con “la familia que está lejos”, pero no es lo mismo.
- Me gustaba ir a veros porque os llevaba regalines.
A pesar de sus inmensas ganas por volver a encontrarse, Oliva reconoce que tiene miedo a salir de casa porque es muy mayor. “Aquí estoy bien acompañada -vive con una hija y una nieta-, pero eso no quita para que eche en falta ir a veros una vez al mes”. Mirian ríe mientras habla de su abuela: “y traernos regalines, sobre todo lo hace por los regalines”.
Mariana llegó a Madrid el 7 de marzo en un vuelo procedente de Colombia. Había visto en televisión las noticias sobre el coronavirus en España, pero “desde allí se percibía menos gravedad”, así que continuó con su plan de viajar por el país y por algunos otros de Europa durante tres meses, lo que le permitía el visado. Finalmente pasó ese tiempo sin poder moverse de una calle de Madrid y encerrada en una casa. “A la semana de aterrizar, decretaron el estado de alarma”.
Desde que visitó España en 2017 centró todos sus esfuerzos en reunir el dinero suficiente para poder volver. “Durante dos años gasté muy poco y ahorré mucho, incluso emigré de Bogotá para trabajar cuidando la casa y los niños de una familia acomodada de Méjico. Todo lo que me permitiera generar ahorros estaba bien, mi objetivo era volver a Madrid”.
Con la cuarentena se truncaron sus ilusiones, además perdió el trabajo y no sabía cuánto tardaría en estar de vuelta en Colombia. “La peor sensación, más que la propia distancia, era no saber cuándo iba a poder volver a ver a mi familia, que estaba al otro lado del Atlántico. Las fronteras estaban cerradas y en la Embajada no me aclaraban nada. De la noche a la mañana me vi en una cuarentena en España”.
“Hacía videollamadas con mi mamá unas tres veces al día, así que al final no los sentí tan lejos”. Pasó la cuarentena en un piso compartido con tres amigos que conoció en su anterior visita. “Pensé que tenía aceptar que esa era mi vida ahora, me había tocado pasar por una situación diferente. Al perder el trabajo tampoco sabía cómo iba a mantenerme, fue como una ‘lanzada al vacío’: tienes que vivir esto sola”.
Se puso en terapia psicológica. “Me ayudó a ver las cosas desde otra perspectiva. Estaba lejos de mis padres y mi hermana, pero mis compañeros acabaron convirtiéndose en una familia. Ellos, aunque eran españoles, también estaban lejos de los suyos”. Se llevaban el café por las mañanas, se daban un abrazo por las noches, hicieron del salón un pequeño campamento, y cuando comenzó la desescalada salieron a pasear todos los días por el Manzanares.
“Antes de llegar soñaba con pasear por la Gran Vía, y al final descubrí un Madrid diferente. Cuando nos dejaron salir, en vez de conocer Milán, como tenía planeado, pude conocer España: Valencia, Toledo, Cuenca, Buitrago de Lozoya… Mi compañera hizo todo lo posible por que pudiese disfrutar un poco de ese viaje que tenía planeado, y que se truncó. Vivimos al día: ¿dónde nos vamos hoy?”.
En septiembre pudo volver en un vuelo humanitario a reencontrarse con los suyos, en Bogotá. Ha llegado cambiada, dice. Ha conseguido un nuevo trabajo y va a dejar el hogar familiar para independizarse. “Si para algo me ha servido esta pandemia es para saber cómo quiero vivir, y que no tenía que esperar para hacerlo. Porque mientras todo ha estado parado la vida ha seguido su curso y ya hemos aprendido que nunca se sabe por dónde puede salir”.
Sonia es madre soltera, paciente de riesgo y ha pasado los confinamientos sola con su hijo Juan de 9 años. Además atraviesa una situación laboral difícil, tiene una empresa que se dedica al ocio de conciliación dirigida a familias monomarentales y que ahora “está parada”. Durante la cuarentena no ha tenido muy lejos a su hermana ni a su padre, que viven en el mismo pueblo que ella, Torredonjimeno, a pocos kilómetros de Jaén. Pero al inicio de la pandemia le diagnosticaron diabetes, sufrió un coma, y desde entonces tuvo que extremar las medidas de seguridad. “Por mi bien, el de mi hijo y el de toda la familia, en realidad”, dice.
“Los primeros meses de encierro fueron muy difíciles, debuté en la cuarentena con un coma diabético. Mis hermanas tuvieron que ayudarme con el niño. Lo pasé muy mal, perdí 15 kilos. Me pusieron medicación y fui mejorando, pero en junio volvió a llamarme mi médico porque algo no iba bien”.
-Busca a alguien con quien dejar al niño y vente, que tenemos que ingresarte, le dijo el médico.
“Fueron solo unos días, pero se me cayó el mundo”, recuerda. Y pensó en todas las madres y padres que como ella estaban solos con sus hijos. “Pero no solo por esto, porque al final me ayudaron mis hermanas, sino por la soledad que arrastramos en todo momento y los traumas que nos vamos a llevar”. Dice que las madres y los niños de familias monomarentales son conscientes de que no puede fallar una pata, porque solo hay dos, y eso es mucha carga emocional.
Ahora Sonia tiene depresión. “Me instalé en una forma de vivir que era la del ‘por si acaso’: hago la compra para 15 días por si acaso me pongo mala, no veo a mis hermanas ni a mi padre aunque vivan en la misma calle por si acaso nos contagiamos. A nivel laboral también estoy hundida. Mi empresa se dedica a organizar actividades con familias monoparentales. ¿Ahora qué eventos voy a hacer? Me da pena porque me escriben para decirme que haga algo, porque ahora más que nunca necesitan no estar solos. Les entiendo, pero las circunstancias son estas: soy grupo de riesgo”.
Su hijo Juan de 9 años ha desarrollado el síndrome de la cabaña, cree Sonia, “porque los médicos le han dicho que soy diabética, que tenga cuidado y se relacione solo conmigo para no contagiarme”. Ahora no quiere relacionarse con nadie más, tiene miedo y ni siquiera se quita la mascarilla para estar en casa.
“No abraza a su abuelo desde las navidades del año pasado. Le vemos por la ventana. Una de mis hermanas dio a luz en nochebuena, así que hemos visto crecer a mi sobrina por zoom. Y ahora hemos empezado a verla en el parque y como voy siempre con mascarilla cuando me la quito no me reconoce. Además tengo otra hermana sanitaria con un hijo de 20 meses al que acaban de diagnosticar autismo. No haber podido ayudarla en nada, saber que se ha encontrado sola, como yo, ha sido horrible”.
A Sonia le invade el pensamiento recurrente de que “lo más duro aún no ha llegado”. “Ahora estamos a las puertas de la Navidad, mi padre está mayor y muy delicado. Pienso: ¿y si no nos podemos juntar y pasa algo?”. Aún así es capaz de sacar algo bueno de todo lo que ha vivido: “Ha sido la época que más tiempo le he dedicado a mi hijo”.
Álvaro cumplió años el 10 de marzo. Pensaba celebrarlo en casa con su hija de 3 años, su hijo de 17 y su mujer, pero el mensaje que recibió de una amiga profesora trastocó sus planes:
- Van a cerrar los colegios e institutos.
Pensó que ese sería el primer paso de una cuarentena inminente y que podrían “terminar hasta el gorro” los unos de los otros si se quedaban encerrados los cuatro en su piso de tres habitaciones en Madrid. Así que tomó una decisión:
- ¿Por qué no os vais todos a casa de los abuelos en Extremadura y yo voy la semana que viene cuando me pongan teletrabajo?
“Cuando se fueron el 11 de marzo no imaginaba que hasta el 4 de julio no les iba a volver a ver”. Dos días más tarde de despedirles el Gobierno decretaba el Estado de Alarma. Al principio Álvaro tuvo que luchar como tantos otros contra una continua sensación de irrealidad, que acabó sumiéndole en un estado prolongado de tristeza.
“Recuerdo que salía a comprar y no había nada, estaba todo arrasado. He escrito una novela de zombis y sentía que estaba dentro. Abría la ventana y oía los pájaros, a veces no se escuchaba nada, llegó un momento en que Madrid olía a campo. Tampoco había ruido en mi casa, y antes era un caos, porque mi hija de tres años era caos. Parecía que todo había desaparecido de un día para otro”.
“Empezaron a pegarme unos bajones tremendos. Un martes por la tarde me acordaba de que tendría que estar llevando a la niña a natación, o el jueves estaría con mi hijo jugando a algo, pero luego solo podía verles por teléfono. La pequeña me preguntaba que cuándo iba a ir, pero pasaba el tiempo y la cosa no mejoraba. Yo me hundía más. Alguna vez tuve que decir en el trabajo: lo siento pero hoy no puedo centrarme. Me ponía a ver películas muy largas para que pasara el tiempo, sin más. Veía también conciertos online con mi mujer y me ponía a llorar como una magdalena, pero no quería decirle directamente que estaba tan mal para no preocuparla…”.
Fue viendo el telediario, el sufrimiento que la pandemia estaba causando en tantas familias, cuando hizo el ejercicio de cambiar la mirada sobre su situación. “Pensé: ¿con toda la gente que hay pasándolo mal, cómo puedes permitirte tú el lujo de tener este bajón?”. Ya estaba acabando abril. “Se empezó a hablar poco a poco del fin del confinamiento, me puse como meta que en julio quizá ya les podría ver. Ese horizonte también me ayudó a arrancar otra vez. Tomaba el aperitivo con mi familia, los viernes hacía vídeo-quedada con amigos, toda la ‘vida social’ que podía”.
Para recuperar el ánimo, Álvaro metía en su rutina curiosas metas motivacionales. Así, entre retos, consolas y películas interminables pasó el tiempo hasta que el 4 de julio viajó por sorpresa a Extremadura para reencontrarse con los suyos. “La niña salió y se me tiró en brazos. Todos los días al despertar preguntaba: ‘¿está papá?’”.
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