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El arraigo de lo reaccionario dentro del Estado

El presidente del Tribunal Constitucional, Pedro González-Trevijano, a 15 de diciembre de 2021
20 de diciembre de 2022 00:35 h

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El movimiento de los magistrados conservadores del Tribunal Constitucional (TC) es gravísimo. La operación de interferencia en la soberanía popular, que a través de Las Cortes buscaba cumplir definitivamente con la Constitución renovando unos órganos judiciales caducados, es muy conflictiva. Es sintomático el hecho mismo de que, para mantener el enroque conservador, dos magistrados ni siquiera se hayan inhibido en una cuestión que les afectaba de lleno hasta el punto de que marcaba la diferencia entre que ambos llegaran o no a final de año cobrando sus elevadísimos salarios. No obstante, todo esto no es una sorpresa; al contrario, es un paso más en un proceso general que lleva años activado.  

Como es lógico, se ha escrito mucho sobre lo que está pasando. La mayoría de los análisis desde la izquierda parten del evidente sesgo partidista de los jueces que están implicados. En realidad, esto es totalmente cierto. Sólo hay que echar un vistazo a las biografías de muchos de ellos para encontrar una estrechísima conexión con el Partido Popular. Fueron nombrados por el PP y, de una manera u otra, no han perdido ese cordón umbilical que les une a su casa matriz. En consecuencia, estos jueces son vistos como meros instrumentos al servicio de la estrategia del partido conservador.

Desde la derecha, en cambio, se ha impuesto el relato de que estamos ante una operación del Gobierno contra el Estado. De acuerdo con esta tesis, el Gobierno se estaría desviando de su mandato constitucional a causa de sus compromisos con la izquierda separatista. Se dibuja aquí a un presidente del Gobierno ávido de poder y que está dispuesto, en consecuencia, a doblegar a las instituciones democráticas con tal de mantenerse en la Moncloa. Los excesos verbales, como siempre, proliferan en este ambiente. A los dirigentes conservadores se les ha escuchado decir en unas pocas horas que vamos camino de ser una «república bolivariana», que se ha iniciado un «proceso constituyente», y, por supuesto, que «no es legítimo lo que se está haciendo». El mantra de la ilegitimidad es habitual desde, al menos, 2018, cuando el PP perdió el Gobierno en una moción de censura, y tiene la función de contribuir a extender la opinión de que estamos ante un «Gobierno okupa», «Gobierno traidor» y «Gobierno golpista», expresiones todas ellas popularizadas por la derecha en los últimos años. Esa idea, penetrando en la capilaridad social, tiende a reforzar la creencia de que de fondo hay algo anómalo con este Gobierno.

Esta es la cuestión que a mí me parece más relevante. Porque yo no creo que lo que está pasando sea sólo un asunto de jueces individuales y, ni siquiera, de jueces instrumentalizados por un PP incombustible en su intento de hacer descarrilar al Gobierno aprovechando cada catástrofe u oportunidad a su alcance. No sólo, al menos. Lo que hay detrás es algo mucho más profundo y complejo: una concepción patrimonialista y reaccionaria del Estado y de la Nación que tienen importantes sectores dentro de los aparatos del Estado.

El problema no es la independencia de los jueces, pues una vez han sido designados son totalmente independientes. De hecho, para la mayoría de jueces y juezas de España el verdadero dilema es cómo sacar adelante un ingente trabajo de excelencia en juzgados colapsados y sin recursos suficientes. Sin embargo, y he aquí el problema, el problema de los jueces de las altas instancias es que, aunque son independientes, no siempre son imparciales. Como ha repetido el jurista Luigi Ferrajoli, «la función principal de la división de poderes era la de diferenciar los poderes del Estado, de tal manera que uno fuera el freno y el límite del otro». Esta idea es muy poderosa y enraíza en la muy necesaria desconfianza liberal frente al poder. Frente a cualquier poder. El asunto es, ¿qué ocurre cuando el poder judicial se convierte, debido a su parcialidad, en actor político y, además, carece de contrapesos? ¿No estaríamos acaso ante un poder que se ha asalvajado y que, por ello mismo, se convierte en un problema democrático? 

Es obvio que la derecha judicial se ha bunkerizado con el objetivo de ganar tiempo. No aceptan la renovación de sus órganos de poder porque entienden que la situación actual, de mayorías conservadoras, es mucho más adecuada a sus propósitos políticos. En esto Feijóo ha sido muy claro al afirmar que no cumple con el mandato constitucional de renovar el órgano de gobierno de los jueces porque quiere «proteger el poder judicial» frente al Gobierno de Sánchez. Reconoce así, de manera cristalina, que obstruye el cumplimiento de las leyes simplemente por motivos políticos. Pero los jueces conservadores no participan de esta estrategia sólo porque sea también la estrategia del PP. Lo hacen porque, en suma, comparten el proyecto ideológico y se creen realmente que estamos ante una amenaza contra el Estado y la Nación, su Estado, su Nación.

En efecto, muchas de las instituciones del Estado en España están atravesadas por una ideología reaccionaria que tiene en la unidad de la nación su pilar fundamental, aunque no el único. Inspirados por ese marco ideológico, desde hace años y desde aparatos del Estado tales como el poder judicial, la policía o los medios de comunicación se han desplegado operaciones legales e ilegales para desgastar a los oponentes políticos que, según su narrativa, son enemigos de la unidad de España. Entre esos enemigos están, de manera paradigmática, el movimiento independentista y la fuerza política Podemos. En este último caso, entre las elecciones generales de 2015 y las de 2016 se desató una avalancha de actuaciones destinadas a impedir que Podemos llegara al gobierno y, con ellos, la posibilidad de poner en marcha otro proyecto de Estado. Se ha intentado sistemáticamente hacer descarrilar un proyecto alternativo que concibiera al Estado, e incluso a la Nación, a partir de otros parámetros tales como la plurinacionalidad, el republicanismo o la primacía de los derechos sociales. Nada demasiado diferente a cómo en su tiempo interpretaron Cánovas del Castillo, Primo de Rivera o Francisco Franco a aquello que ellos consideraron las grandes amenazas a la esencia de una nación histórica llamada España.

La idea de fondo que justifica la acción de estas fuerzas reaccionarias es la de salvadores de la nación, la cual es crucial para comprender estos fenómenos recientes. En ocasiones ha servido para unificar al bloque reaccionario, permitiendo articular de forma explícita a toda la oposición en movilizaciones en contra del Gobierno de coalición, como ocurrió con la llamada foto de Colón. Es más, un policía corrupto como Villarejo se ha definido a sí mismo como un patriota que trabaja en defensa de la democracia española. Ello quiere decir que estamos hablando de operaciones que, aunque rebasen el marco legal, sus protagonistas consideran como necesarias para servir a un proyecto de Estado muy específico. Un proyecto de Estado que hunde sus raíces en la historia de España y, en particular, en los últimos doscientos años de mayoría de victorias reaccionarias sobre los sectores progresistas.

En todo caso, el fuerte arraigo de esta ideología reaccionaria entre las instituciones del Estado está chocando frontalmente con la soberanía popular que se ha expresado sistemáticamente en las últimas elecciones generales, dando lugar a un enfrentamiento entre el Gobierno elegido democráticamente y los aparatos del Estado que, además, continuamente intentan escapar de la legitimidad popular. ¿Se imaginan un órgano de gobierno de los jueces que actuara de forma partidista, eligieran a sus representantes ellos mismos y no tuviera que rendir cuentas ante ningún órgano popular? Esa es la propuesta reaccionaria, el sueño húmedo de una derecha que intenta constituir espacios de poder desde el que resistir a las injerencias de las estúpidas masas que eventualmente votan equivocadamente a las distintas izquierdas. Como ha dicho el periodista Vallín, sería una especie de Consejo Jedi que en poco se diferenciaría del Areópago griego en su naturaleza profundamente antidemocrática.

Frente a estos fenómenos, conviene cohesionar y reforzar las mayorías políticas y sociales que deseamos abrir otro proyecto de Estado, otra idea de España y de país en la que, esta vez sí, quepamos todos. Ese bloque alternativo, en todo caso heterogéneo y no uniforme, cristaliza actualmente en la mayoría parlamentaria que da soporte al Gobierno. Es de suma importancia detener la ofensiva reaccionaria y construir la alternativa a partir de ahí, incorporando a todos los actores políticos y sociales que creemos que la democracia es una excelente idea que debe prevalecer.

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