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Catalunya, ¿una nueva etapa?

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, se reúne con el expresidente Carles Puigdemont en una imagen de 2022
13 de mayo de 2024 00:04 h

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Los resultados de este domingo en Catalunya apuntan a la imposibilidad de las distintas fuerzas independentistas para formar un nuevo Gobierno basado en la suma de escaños del bloque soberanista. La victoria del PSC de Salvador Illa supone la pérdida de la hegemonía del nacionalismo catalán. Se dibuja un escenario previsto por casi todas las encuestas y que ha llevado a muchos analistas a augurar una eventual repetición de elecciones, ante las dificultades de realizar acuerdos entre fuerzas políticas que han de combinar la lógica de intereses contrapuestos en clave catalana con una estrategia que se juega también en el tablero de la gobernabilidad española. Se demuestra, una vez más, cómo lo que sucede en Catalunya determina a la política del Estado.

El “problema catalán” ha constituido parte central de la política del Estado español desde principios del siglo XX. Lo que en Ciencia Política se conoce como el clivaje territorial, esto es, la fractura social existente ante un determinado tema susceptible de convertirse en un conflicto político –en este caso la división territorial del Estado–, ha sido una de las líneas divisorias de la política catalana y también española. Este conflicto se agudizó, como todo el mundo sabe, tras la sentencia del Tribunal Constitucional que en 2010 anuló parte de la reforma del Estatut de Catalunya elaborada a iniciativa del Gobierno tripartito del PSC, ERC e ICV bajo la presidencia de Pasqual Maragall.

A partir de este momento se produjo un punto de inflexión que llevó a parte de la derecha catalanista, que había sido garantía de la gobernabilidad del Estado, a posiciones independentistas de desafío a ese mismo Estado. Lo hizo movida por la presión de un sector de la sociedad catalana tradicionalmente independentista y por otro que, impactado por la gestión de la crisis económica de 2008, apostó por una ruptura con el Estado español como vía de solución a sus problemas. Inició así un crescendo de conflictividad entre las autoridades catalanas y españolas a la que se sumaron otras fuerzas políticas que siempre habían tenido posiciones soberanistas, como ERC o la izquierda independentista representada por la CUP. Esta decisión de radicalización en clave nacional de un sector de la derecha catalana provocó la implosión del partido de régimen catalán, la hegemónica Convergència i Unió (CiU), la huida de algunos de sus miembros y de sus apoyos en el ámbito económico hacia otras opciones políticas, y el cambio en el sistema de partidos catalán. La moderación dejó de ser una palabra vinculada a una política catalana que tradicionalmente había sido tildada de oasis.

Como todo el mundo también ya sabe, en los últimos doce años el conflicto catalán ha constituido un dolor de cabeza para la política española, monopolizando asimismo el debate político en Catalunya. Esta fase de confrontación cuyo inicio se sitúa en 2012, conocida como procés, ha alcanzado puntos álgidos con el proceso judicial a los líderes independentistas, la intervención del autogobierno catalán a través del artículo 155 de la Constitución española y el exilio de gran parte de los miembros del Govern y otros líderes sociales perseguidos por el nacionalismo jurídico español.

Pedro Sánchez decidió realizar una serie de movimientos para dejar a un lado la estrategia de persecución al independentismo abriendo una etapa de acercamiento y negociación, quizás consciente del nuevo momento político que se abría en España. La necesidad de contar con los nacionalismos periféricos de izquierdas para gobernar el Estado ante el cambio provocado en el sistema de partidos español después de 2014 con el surgimiento de Podemos, su socio de Gobierno de 2020 a 2023, seguramente estuvo detrás de esta decisión. Esta estrategia se ha caracterizado por distintas iniciativas que han respondido a momentos políticos diferenciados: desde sus propuestas de modificar el artículo 2 de la Constitución para incluir la plurinacionalidad de España, los indultos, el establecimiento de una mesa de diálogo con ERC o la propuesta de reforma del delito de sedición, entre otros. El último episodio ha sido la negociación entre el PSOE de Sánchez y el Junts per Catalunya de Puigdemont de un acuerdo de investidura que incluía una ley de amnistía y la posibilidad de realizar comisiones de investigación en el Congreso para dirimir si los líderes independentistas habían sido víctimas de “situaciones comprendidas en el concepto de lawfare”. Los resultados de esta noche pueden ser leídos como un respaldo a la capacidad de Sánchez de neutralizar al independentismo catalán por parte de un sector nada desdeñable del electorado no soberanista.  

La catalanización de la política española es hoy innegable, pero cometeríamos un error si interpretáramos la política catalana sólo en clave española. Sin duda, ambas son interdependientes pero cada una de ellas responde a sus propias lógicas, unas lógicas que, como se ha demostrado en los últimos doce años, pueden ser altamente divergentes. Se puede afirmar que las distintas negociaciones del Gobierno de coalición de Pedro Sánchez con las fuerzas independentistas para buscar, en sus palabras, una “pacificación” para Catalunya, han surtido efecto electoral. Si Sánchez se ha movido por un interés partidista o por la razón de Estado, la evolución de los hechos y la historia lo dirá. Sin embargo, es difícil interpretar las distintas posturas existentes en el bloque del independentismo catalán como una mera reacción a las acciones del Estado o a los movimientos de un sector del PSOE, sin una agenda política propia. Esto no significa negar que, tanto el aparentemente inflexible Junts como la más táctica ERC, se han sabido adaptar a los movimientos y necesidades que venían desde el Gobierno central, tratando de redituarlos para su propio beneficio político sin perder de vista sus objetivos independentistas.

Sin embargo, muchas cosas han cambiado en la política catalana, como demuestran los resultados de este domingo 12 de mayo. Más de diez años de procesismo, de erosión de las fuerzas independentistas por la persecución judicial del Estado, de la división mostrada a la hora de responder ante esta ofensiva o del desgaste gubernamental que implica gestionar las instituciones haciendo difíciles equilibrios entre agendas diversas, han dado lugar a un escenario de desencanto social, apatía política y fragmentación del independentismo. Esto no sólo explica el adelanto electoral sino también las posibilidades de futuros pactos entre las fuerzas independentistas. Lo que antes podía ser una férrea lógica de bloques en clave nacional, bajo la presión de un momento álgido de entusiasmo independentista, puede dar lugar a unos acuerdos que antepongan el eje divisorio izquierda-derecha al eje nacional que caracterizó la etapa del procés

No es nueva la fragmentación de un independentismo que siempre ha tenido distintas agendas sociales y políticas, incluso en sus tácticas y tiempos para obtener la independencia. Pero la división del voto independentista se ha profundizado en estas elecciones, con la aparición de otras candidaturas como la conservadora Alhora y la ultraderechista Aliança Catalana. La entrada de este partido en el Parlament, de hecho, no sólo habla de que el nacionalismo catalán, como el español, puede crear su propio partido de derecha radical abiertamente supremacista y xenófobo, sino que Catalunya, pese a sus características diferenciadas, tampoco vive aislada de la ola reaccionaria que recorre la política mundial. Los buenos resultados de Vox y del PP, junto a los votos a un Junts que, detrás de sus discursos personalistas sobre liderazgo, recupera el perfil más conservador asumiendo su papel de defensa del programa económico de la patronal catalana, son un ejemplo de la fuerza que el conservadurismo de distinto tipo tiene hoy en la sociedad catalana.

Sin embargo, hay otra Catalunya que propone una agenda económica y política a priori diferenciada de la agenda conservadora, aunque Illa y el PSC lleven tiempo demostrando que en materia económica pueden tener más en común con Junts que con ERC o los Comuns. Se trata de las fuerzas que podrían recuperar un nuevo tripartito para gobernar la Generalitat, si los números y la voluntad política confluyeran. Una decisión que estaría en manos de ERC. Pero, para ello, los republicanos deberían optar por romper, de una vez por todas, con un procesismo que se ha demostrado inútil para obtener a largo plazo su objetivo estratégico independentista. Sin embargo, en su primera intervención después de los resultados, Pere Aragonès ha dejado claro que ERC irá a la oposición y no participará en un gobierno con el PSC. Sin duda, entrar en este momento en un tripartito es una decisión arriesgada para ERC que rompería el bloque nacionalista y que sería difícilmente entendible para gran parte de su electorado.

Pero, por otra parte, hay algunos elementos que podrían llevar a pensar que a ERC le interesa llegar a mayores acuerdos con el PSOE y, por extensión, con el PSC. Como se ha visto en los últimos meses, con la propuesta de Aragonès de realizar un referéndum pactado con el Estado, ERC parece haber entendido que, en las actuales circunstancias, no habrá independencia sin un acuerdo con el Gobierno español. Esto es tanto más cierto cuanto no existe una movilización popular que empuje desde la calle hacia una vía unilateral que prácticamente nadie defiende ya en Catalunya. Llegar a acuerdos de gobierno con el PSC en Catalunya, aunque sea facilitando su investidura, podría tal vez presionar para que Pedro Sánchez diera una nueva sorpresa en su carrera política teniendo un gesto valiente. Aunque parezca quimérico pensar que cualquier Gobierno español acepte un referéndum de independencia vinculante y pactado, como sí han hecho gobiernos de distinto tipo en Canadá o Reino Unido frente a los movimientos independentistas quebequés y escocés, la política española nos ha dado en los últimos años, de la mano de Sánchez, suficientes sucesos inesperados como para no descartar nada.

Es cierto que el Estado español parece irreformable y que nadie que tenga una perspectiva crítica sobre el régimen del 78, erigido después de la Transición, puede albergar esperanzas sobre su autodisolución. Pero a veces los sistemas hacen movimientos tácticos, aunque sólo sea para garantizar su pervivencia. Ahora que Pedro Sánchez y los líderes del independentismo catalán comparten ser víctimas del lawfare, quizás se pueda abrir otra pausa de reflexión que lleve a que los minoritarios sectores del PSOE más permeables a las sensibilidades territoriales no centralistas se convenzan de que el diseño constitucional del tema territorial, producto de un momento histórico muy determinado, necesita de modificaciones sustanciales para adaptarse a los nuevos tiempos. Que estas se queden en un nuevo modelo de financiación, o que amplíen el autogobierno hasta el punto de abrir la puerta a escenarios no atisbados previamente, dependerá de la correlación de fuerzas –electorales, políticas, pero también sociales– de una sociedad catalana que ha demostrado en estos últimos doce años ser mucho más heterogénea y versátil de lo que algunos creían.

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