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Catalangate y Estado de derecho

El ministro de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, Félix Bolaños, y la ministra de Política Territorial y portavoz del Gobierno, Isabel Rodríguez. EFE/J.J. Guillén
26 de abril de 2022 22:01 h

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Espiar es legal o, mejor dicho, es legal si se hace de acuerdo con la ley. Me permito hacer esta introducción para destacar una perspectiva del Catalangate a la que me parece que no se ha prestado suficiente atención. Todos los países, incluidas las democracias más avanzadas, disponen de servicios de inteligencia. Esto no debería sorprender ni llevar a rasgarse las vestiduras y tampoco llevar a la creencia de que estos servicios actúan como un poder al margen de la organización general del Estado. Al menos no debería ser así.

El Centro Nacional de Inteligencia (CNI) está regulado por la ley 11/2002, de 6 de mayo. Forma parte de la Administración del Estado y entre sus actividades se encuentra la de facilitar información al presidente del Gobierno y al Gobierno en relación, entre otros, a cualquier peligro o amenaza contra la integridad territorial de España y la estabilidad del Estado de derecho y sus instituciones. Entre sus funciones específicas, la ley habilita al CNI para prevenir y detectar actividades de personas o grupos que puedan poner en riesgo el ordenamiento constitucional, la soberanía o la integridad del Estado.

El proceso independentista que se ha desarrollado en Catalunya en los últimos años se ha fundamentado en un apoyo social muy amplio y se ha desarrollado de manera pacífica. Pero desde el punto de vista de las instituciones del Estado sería absurdo ignorar que se haya percibido como una amenaza. El planteamiento unilateral que tuvo el procés entre 2015-2017 pudo contribuir mucho a ello porque lo ponía en línea de colisión con el sistema jurídico e institucional que establece la Constitución.

Promover y defender un proyecto independentista no es inconstitucional y así lo ha declarado reiteradamente el Tribunal Constitucional. Pero una cosa es promover un proyecto que no encaja con la Constitución vigente y otra cosa es la estrategia que se pretende seguir para convertirlo en una realidad. El Parlamento catalán aprobó a finales de 2015 una resolución de inicio del procés para conseguir la independencia en la que se expresaba sin rodeos la voluntad de desarrollarlo por la vía unilateral o, dicho en otras palabras, desconectando de las instituciones estatales. Después de esa resolución vino el referéndum del 1 de octubre de 2017, una declaración de independencia y la aplicación del artículo 155 de la Constitución.

Estos antecedentes pudieron haber sido determinantes en aquel momento para que el CNI decidiera monitorizar el proceso independentista aprovechando el amplio margen de maniobra que le proporciona la ley que lo regula. No sería nada descabellado pensar que lo hubiera hecho instado directamente por el Gobierno, porque es éste el que aprueba las directrices de inteligencia que definen los objetivos y prioridades del CNI.

Después de lo acontecido a finales de 2017, el independentismo catalán ha continuado siendo mayoría en el Parlamento catalán y ha expresado en diversas resoluciones la voluntad de ejercer el derecho de autodeterminación. Sin embargo, no ha expresado de manera clara y explícita, como sí hizo en 2015, su voluntad de hacerlo de manera unilateral. En este sentido, es importante destacar que la parte catalana de la Mesa de diálogo insiste en la necesidad de acordar un referéndum de autodeterminación con el Estado. Dejando al margen los problemas de índole constitucional que puede presentar un referéndum de esta naturaleza, puede razonablemente deducirse que el independentismo catalán, o al menos una parte muy importante del mismo, apuesta actualmente por una estrategia de diálogo y acuerdo con el Estado muy diferente a la estrategia de la unilateralidad.

En este contexto resulta más que dudoso que la intervención de los servicios de inteligencia esté justificada hasta el punto de interferir en el secreto de comunicaciones de los políticos y dirigentes independentistas. No es cometido de los servicios de inteligencia monitorizar la actividad de los partidos políticos. Cuando se trata de un proyecto político que puede defenderse de acuerdo con la Constitución y de un derecho fundamental tan importante como el que garantiza el artículo 18.3 de la Constitución, el hecho de que ese proyecto pueda llegar a afectar a la integridad territorial no debería ser suficiente para adoptar medidas que afecten de forma generalizada el derecho que todos los ciudadanos tenemos a que nuestras conversaciones telefónicas sean secretas.

Obviamente, el CNI no puede intervenir directamente las comunicaciones de una persona sin una autorización judicial previa. La Ley orgánica 2/2002, de 6 de mayo, regula el control judicial previo del CNI. Esta ley exige la autorización por parte de un Magistrado del Tribunal Supremo para que el CNI pueda adoptar medidas que afecten al secreto de las comunicaciones, siempre que estas medidas resulten necesarias para el cumplimiento de sus funciones.

La cuestión relevante en este caso es saber si la intervención telefónica que ha sufrido el entorno independentista con el sistema Pegasus (y también parece ser que con el Candiru) está o no cubierta por una autorización judicial y en qué medida. La respuesta a esta pregunta es esencial para conocer si puede haberse cometido por parte de una autoridad o funcionario público una actuación ilegal relacionada con el secreto de comunicaciones.

Si el CNI estuviera detrás de las intervenciones telefónicas al entorno independentista, no debería ser difícil averiguar si ha actuado con una autorización judicial y su alcance. Pero lo es porque las actuaciones del CNI están protegidas por el secreto oficial, del que también forman parte las autorizaciones judiciales concedidas. Esto provoca una paradoja difícil de resolver, puesto que, por un lado, no permite verificar si el CNI ha actuado de acuerdo con la ley y, por otro, cualquier información pública sobre ello expondría al que la diera a responsabilidades por revelación de secretos. Una situación que se agrava cuando constatamos que la ley de secretos oficiales vigente es de 1968 y está claramente en desfase con los principios de trasparencia sobre la información pública.

Este marco normativo impide conocer, incluso a posteriori, si una persona ha estado sometida a medidas de intervención por los servicios de inteligencia para poder verificar si se ha hecho cumpliendo los requisitos legales. Este secretismo absoluto no se ajusta a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). El TEDH así lo ha establecido en la importante sentencia Big Brother watch c. Gran Bretaña en relación con el  artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH). El TEDH también ha establecido una importante doctrina, que la misma sentencia reitera, sobre la necesidad que las leyes que regulen los servicios de inteligencia cumplan con unos requisitos mínimos de previsibilidad en  su aplicación, definición clara y precisa de los supuestos de intervención y proporcionalidad entre fines y medios utilizados.

El Catalangate pone crudamente en evidencia, en cualquier caso, que nuestro marco jurídico presenta un grave problema de opacidad y también otros de calidad normativa que hacen necesaria su revisión para garantizar el Estado de derecho y, de manera especial, los derechos fundamentales.

En estos últimos días hemos visto como se están planteando posibles vías de actuación frente a a este escándalo, como la de convocar la comisión parlamentaria de materias reservadas, la creación de una comisión de investigación o la intervención del Defensor del Pueblo. Sin embargo, me temo que esto no va a ser suficiente para resolver el problema si no se actúa también con urgencia sobre el marco legal vigente.

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