Cine de hombres
Hace un año estaba junto a Paula Ortiz cuando su película, La novia, recibió 12 nominaciones a los premios Goya. Isabel Coixet también tenía un gran número de nominaciones y ambas competían por el galardón a la mejor dirección. La cifra dorada de la representación igualitaria de mujeres en este apartado se había logrado. Recuerdo que felicité a Paula y la acompañé a la ronda ante la prensa en la Academia de Cine. Y, mientras todo esto ocurría, inmersas en la euforia del momento, intercambié con ella una mirada a medio camino entre la complicidad y la amargura. Ambas sabíamos que la situación era excepcional y, precisamente por serlo y más allá de la lógica alegría, no podíamos estar plenamente satisfechas.
Las dos intuíamos además que el hecho en sí implicaría una reversión, algo a lo que estamos muy acostumbradas en el activismo feminista: consigues un avance a favor de la equidad a través de mucho esfuerzo para que al año siguiente todo vuelva a ser igual o peor. El muelle de la estructura social –sí, patriarcal– es implacable con nosotras en este sentido y ya nos tiene acostumbradas.
Un 2016 plagado de cine masculino no podía generar más que el resultado obvio: que las categorías principales de los Goya estuvieran compuestas mayoritariamente por hombres. Tampoco nos vamos a sorprender: sólo hacía falta echar un vistazo a los carteles de esas películas para darse cuenta de que la oferta chorreaba testosterona por los cuatro costados.
No descubro nada nuevo al afirmar que los contenidos tienen una relación directa, en términos de creación y autoría, con quien los propone. Esto no quiere decir que una mujer no pueda contar o proponer historias protagonizadas por hombres –que incluso sean machistas– y que no haya ejemplos maravillosos de grandes historias de mujeres contadas por varones, faltaría, pero en un orden de probabilidades es mucho más fácil encontrar historias de mujeres propuestas por las propias mujeres que al contrario y viceversa.
Atendiendo a esta fácil premisa y partiendo de la realidad de que el cine español de este año cuenta historias masculinas y es un “cine de hombres”, llegaremos a la rápida conclusión de que la representación de mujeres profesionales en nuestro cine este año bajará del 26% del que partíamos, que como comprenderán tampoco era para tirar cohetes. En los próximos Goya habrá cuatro hombres compitiendo a la Mejor Dirección, una sola mujer aspirante entre doce guionistas y otra mujer frente a tres hombres aspirando a la Mejor Dirección Novel.
Los Goya son determinados por las votaciones de los miembros de la Academia de Cine. Me podrían decir entonces que son ellos –y ellas– los que han determinado el sesgo y la discriminación. Y entonces yo tendría que recordarles cuántas producciones se han realizado este año, cuántas han estado lideradas por mujeres y con qué presupuesto. Nuestros compañeros varones volverían a ganar por abrumadora mayoría en los dos últimos aspectos y de esa forma entenderíamos por qué los académicos y las académicas parten de una muestra ya de por sí mediatizada.
Si el cine refleja la realidad y la realidad es rica, diversa y plural, ¿por qué nos llega un cine cercenado, pobre y hipermasculinizado? Y, sobre todo, ¿por qué no somos conscientes de lo que esto implica a nivel referencial y cultural, de lo simbólicamente pernicioso que es lanzar un mensaje donde las mujeres quedan excluidas delante y detrás de las cámaras?
Sinceramente creo que habría que atajar con contundencia esta nefasta tendencia ya cronificada. ¿Cómo? Muy sencillo: con voluntad. Necesitamos desmontar las falacias que aseguran que no hay suficientes mujeres profesionales o que no están suficientemente cualificadas. Las hay pero no llegan. O llegan mal. O no acceden al mismo tipo de producción con los mismos presupuestos con lo que sus relatos quedan relegados a una exhibición raquítica y minoritaria.
Es tiempo de ser responsables y desde las instituciones competentes favorecer la igualdad de oportunidades adoptando medidas correctivas. Y sin rasgarnos las vestiduras porque ya en su día se aplicaron ayudas específicas para garantizar la entrada de directores noveles que supusieran un necesario relevo generacional en nuestra industria y nadie calificó la medida como discriminatoria. En definitiva, teniendo una postura firme y contundente, como la que tuvo el Instituto sueco de cinematografía y su directora, Anna Serner, que en pocos años, con medidas prácticas y operativas, cambió las cifras de su cinematografía y ahora puede presumir de un cine diverso, plural e infinitamente más rico donde las mujeres cineastas están representadas de forma paritaria.
Ese es el cine que nos merecemos. Un cine con historias en las que todas y todos nos sintamos representados, o no, pero al menos contemos con la posibilidad de realizar esa libre elección. A día de hoy nuestro cine, un cine que deja fuera a las mujeres, no nos ofrece esta posibilidad.