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El crecimiento y sus medidas

España, tercer país de UE con mayor crecimiento en producción de construcción

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En las sociedades actuales vivimos sumidos en una especie de esquizofrenia entre nuestra manera de vivir y las consecuencias que produce. Por una parte, somos cada vez más conscientes de que las formas de producir y de consumir, el uso de recursos que nuestro ritmo de vida impone y el grado de contaminación que genera, nos han sumido en una crisis ecológica sin precedentes que necesitamos afrontar de cara y con urgencia. Pero, paralelamente, cuando queremos combatir problemas económicos concretos como el paro, la pérdida de poder adquisitivo o, en general, cuando tratamos de mejorar los niveles de vida del conjunto de la sociedad, la única receta que sabemos aplicar es la del crecimiento de la economía, independientemente de sus efectos sobre el medioambiente.

El debate economía versus salud que algunos han querido poner sobre la mesa a raíz de la pandemia, puede trasladarse en una escala ampliada a la dicotomía crecimiento versus ecosistemas. Y caben pocas dudas de que llevamos muchísimo tiempo priorizando el primero en detrimento de los segundos, de tal forma que la apuesta sistemática por crecer a cualquier precio acaba repercutiendo negativamente sobre la salud del planeta, de la que depende en último término la salud de la propia humanidad.     

Una parte de este complejo problema reside en la manera en qué medimos los niveles de vida y de bienestar económico, utilizando como indicador, casi en exclusiva; el Producto Interior Bruto (PIB) y sus tasas de crecimiento, y asumiendo implícitamente que contar con más PIB por habitante hace siempre a una sociedad más rica. Pero ¿es eso realmente así? Como su propio nombre sugiere, el PIB mide, básicamente, lo que una economía produce, pero no está diseñado para medir los efectos que esa producción y su evolución en el tiempo tiene sobre los ecosistemas. Si crecer implica destruir recursos naturales a un ritmo mayor al de su propia regeneración, el crecimiento nos puede estar haciendo en realidad más pobres, sólo que el sistema de medición que utilizamos no nos permite detectar el empobrecimiento real del que estamos siendo víctimas. Por eso, incorporar indicadores que sean capaces de medir los efectos ambientales para poder tenerlos en cuenta, debería ser una prioridad para las políticas económicas.

Recientemente, la revista Cuadernos Económicos de ICE (dependiente del Ministerio de Industria Comercio y Turismo) ha publicado un número monográfico sobre indicadores económicos ambientales que trata sobre este problema y que recoge toda una serie de propuestas de medición alternativa para el caso español que merece la pena difundir.

Una forma básica de elaborar indicadores ambientales es la cuantificación de los recursos utilizados por una economía en términos físicos (toneladas). Algo que, si se combina con la teoría y la metodología adecuadas, puede ofrecen información muy interesante. Un ejemplo de ello es la aproximación al funcionamiento económico a través del denominado “metabolismo social”. Un planteamiento teórico que analiza la economía de un territorio (país, región, ciudad…) como si fuera un ser vivo que necesariamente necesita ingerir materiales y energía para poder funcionar y que, a partir de ahí, como cualquier otro ser vivo, desarrolla diferentes procesos metabólicos internos de transformación y, posteriormente, expulsa lo no metabolizado en forma de residuos sólidos, líquidos o gaseosos. 

Analizar de manera ordenada y sistemática las cantidades y los tipos de materiales y de energía que entran a un sistema económico, los procesos internos de transformación que se van desarrollando en él y cómo de bien o de mal funcionan, y los residuos que el sistema genera, permite detectar diferentes regímenes metabólicos y su evolución a lo largo del tiempo. Y esa información puede ser de mucha ayuda para diseñar políticas que nos aproximen a un metabolismo óptimo cuyo objetivo no necesariamente sea crecer y crecer sin límite. La transición ecológica que estamos obligados a desarrollar si queremos evitar desastres ambientales mayores, no es otra cosa que un cambio de régimen metabólico en el que el “ser vivo economía” debería ingerir menos energía y materiales, mejorar mucho su transformación interna fomentando la reutilización y el reciclaje y, finalmente, reducir lo más posible las emisiones de todo tipo.

Otros indicadores tratan de medir los efectos ambientales en términos monetarios, es decir, valorando en dinero los recursos no renovables que se utilizan y también el deterioro ambiental que se genera. Esa contabilización no es nada sencilla, porque es muy difícil tener toda la información necesaria para valorar bien el precio de los recursos agotables, de la contaminación o de los numerosos servicios ambientales que los ecosistemas nos ofrecen. Para hacerlo es necesario aplicar criterios que en buena medida son subjetivos y que, en consecuencia, pueden dar resultados muy distintos en función de los supuestos de los que se parta.

De lo que caben pocas dudas, sin embargo, es de que la valoración del agotamiento de los recursos y de la generación de residuos supone una pérdida de activos que, por tanto, debe restarse de la contabilización del crecimiento. Y cuando esa sustracción se realiza, incluso utilizando supuestos muy conservadores, se hace evidente que una buena parte del crecimiento del que habitualmente nos habla el PIB se evapora, dejando al descubierto una realidad mucho menos optimista.

Ya en 2009, en un informe elaborado por la Comisión para la Medición del Comportamiento Económico y el Progreso Social en la que participaban entre otros los premios Nobel de Economía Joseph Stiglitz y Amartya Sen, se decía literalmente: “Lo que medimos afecta a lo que hacemos. Y si nuestras medidas son deficientes, podemos tomar decisiones equivocadas”. Es muy obvio que las mediciones económicas que se vienen realizando habitualmente son deficientes en tanto que no toman en consideración los efectos ambientales. Incorporar indicadores que lo hagan no va a solucionar por sí sólo el deterioro ambiental generado por una economía diseñada principalmente para crecer a cualquier precio, pero permite al menos detectarlo, y es, por tanto, una condición necesaria aunque no suficiente para empezar a actuar.  

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