Hagan historia: creen la mayor área protegida de la Tierra
Pensé que haría frío. No solo frío, sino más frío que en cualquier otro lugar en el que hubiera estado en mi vida. Había imaginado aguerridos exploradores con largas barbas cubiertas de hielo en mitad de la ventisca. Pero nada más lejos. De pie, allí, bajo el sol radiante de la Antártida, escuchando cómo crujían los icebergs azules y viendo a los pingüinos entrar y salir del agua, me sentí completamente hechizado por la belleza de la naturaleza en su estado más puro.
En lo que no había pensado era en la oscuridad. Y no en la oscuridad de la noche -aunque como europeo, el hemisferio sur me descubrió una nueva astronomía deslumbrante-, sino en la de las profundidades heladas del océano. La que descubrí al sumergirme casi medio kilómetro hasta el fondo marino antártico.
Fue en enero de este año y me acababa de unir a una expedición de Greenpeace como parte de su campaña para lograr la creación de un enorme santuario en el océano Antártico. Con 1,8 millones de kilómetros, sería cinco veces más grande que Alemania. Si lo conseguimos, algo que puede ocurrir cuando los gobiernos se reúnan en las próximas semanas, se convertiría en el área protegida más grande de la Tierra. Ya somos más de dos millones de personas pidiendo que se haga historia.
El equipo científico a bordo del barco tenía dos pequeños submarinos que les permitían llegar donde el ser humano nunca antes había estado e investigar ecosistemas sobre los que apenas sabemos nada: hábitats profundos que hasta entonces tan solo habían visto a través de una pantalla, pero nunca delante directamente de sus propios ojos. La emoción pudo más que el frío del verano antártico.
Así que allí estaba yo, en un submarino diminuto, con espacio para tan solo dos personas, sumergiéndome hasta las fronteras del conocimiento humano. La luz se desvaneció de repente y alrededor de nosotros el mar tornó azul intenso. Cuando descendimos cientos de metros bajo la superficie, me rodeó una espesa oscuridad. No tenía ni idea de que el océano pudiera adquirir ese color. Completamente negro.
En la parte delantera del submarino, una linterna brillaba como una luz en mitad de la noche para un niño con miedo a la oscuridad. Era la luz que mostraba el camino hacia el fondo del mar.
El espectáculo tal y como se aparecía a la vista era asombroso. De entre las gélidas y oscuras profundidades emergió una masa de vida vibrante.
Las temperaturas son tan bajas que la vegetación apenas sobrevive aquí. Casi todo es vida animal: extraños y fantasmagóricos peces casi transparentes; arañas marinas que parecen sacadas de una película de ciencia ficción; coloridas y retorcidas ofiuras, estrellas de mar, corales, esponjas.
Al salir de nuevo a la superficie, las burbujas del submarino se disiparon con la luz. Fue como despertarse de un sueño, las criaturas intangibles del abismo quedaron atrás. Sin duda, había visto las luces y sombras del Antártico. En su superficie, las colonias de pingüinos se extienden kilómetros y kilómetros en islas cubiertas de nieve, con millones de parejas reproductoras cuidando a sus crías en este ambiente inhóspito. También hay ballenas enormes por todas partes que se alimentan de bancos gigantescos rosados de kril, un pequeño animal parecido al camarón, en el que se basa casi toda la vida salvaje de la Antártida. Las focas lobos y los elefantes marinos descansan sobre bloques de hielo a la deriva. Mientras, abajo, otro mundo sigue existiendo en esa oscura vitalidad.
Se dice que hay más gente que ha visitado la luna que el fondo del océano Antártico. No sé si será verdad, pero lo cierto es que se siente así. Sabemos muy poco sobre este entorno insólito, por eso es tan importante protegerlo antes de que sea demasiado tarde.
A menudo, lamentamos la destrucción del medio ambiente una vez que ya ha ocurrido. Y es cierto que la vida salvaje en la Antártida se enfrenta a amenazas por culpa del cambio climático, de la contaminación y de la pesca industrial. Pero esta zona sigue siendo una de las regiones más prístinas del planeta.
Ahora tenemos la oportunidad de protegerla. Los gobiernos responsables de la conservación de las aguas antárticas se reúnen la semana que viene en Hobart, Australia. Qué mejor forma de preservar el océano Antártico que la de crear el área protegida más grande de la Tierra en su corazón, en el mar de Weddell. Esto situaría el área fuera del alcance de la actividad humana en el futuro, protegería a pingüinos, focas y ballenas y al resto de la vida salvaje de la zona y ayudaría a luchar contra el cambio climático.
Me siento orgulloso de ser una de las dos millones de personas en todo el mundo que se han unido este año para exigir a los líderes mundiales la protección de la Antártida.
La mayoría de ellas nunca visitará la Antártida, pero su pasión por protegerla me admira, es inspiradora. Se lo han pedido a sus representantes políticos, han animado a sus amigos y familiares a movilizarse. Miles de personas se han disfrazado de pingüinos y han bailado sobre el hielo para despertar conciencias, desde las calles de Pekín a las de Buenos Aires, han instalado esculturas de pingüinos desde Johannesburgo hasta Seúl. Un movimiento global por una región que nos pertenece a todas las personas.
Ha llegado el momento: los gobiernos están a punto de reunirse en la Comisión del Océano Antártico y deben saber que millones de ojos les observan instándoles a actuar. Necesitamos preservar la Antártida para las generaciones futuras. Queremos que su abundancia de vida salvaje florezca y sus especies migratorias prosperen entre todos los océanos. Nuestro objetivo es mantener océanos sanos que contribuyan a la seguridad alimentaria mundial. Para ello, es necesario que el océano Antártico siga siendo uno de los mayores almacenes de CO2 del mundo. Por eso, en realidad, lo que sucede en la Antártida nos afecta a todos.