¿Por qué mi hijo se convirtió en un terrorista?
“Muchas veces pienso que Quentin podría haber estado en el Bataclan, pero no entre los terroristas, sino del otro lado. Del lado de la vida. Y no en el oscurantismo, ¿entiende? En otra vida mi hijo podría haber estado escuchando aquel concierto. Tenía la misma edad que esos jóvenes que murieron aquella noche. ¿Por qué? ¿Por qué no estaba en el lado de la vida?”.
Hoy Europa mira a Manchester y se hace la misma pregunta que esta madre de un yihadista francés me formuló por vez primera hace un año.
A Quentin, de familia católica, lo reclutó un joven en Sevran, una ciudad a las afueras de París. Antes de fingir un viaje a Alemania e irse a Siria a morir por Alá, tocaba el piano, tenía novia y estudiaba kinesiología. “Mi hijo tenía planes aquí” es una de las frases que más escucho en boca de las madres de yihadistas con las que sigo en contacto tras la publicación de 'En el vientre de la yihad'.
A menudo, tras un atentado como el que golpeaba a Reino Unido esta semana, un paseo veloz por las redes sociales nos basta para observar que los primeros alaridos de incomprensión se dirigen hacia los servicios de inteligencia. Un gesto en ocasiones comprensible cuando recordamos errores de coordinación como los cometidos en Bélgica con Abdelhamid Abaaoud, cerebro de los ataques de París, o en Francia con los hermanos Kouachi, autores del atentado en la sede de Charlie Hebdo.
Europa despertó tarde. Según el último informe del Centro de Análisis de Terrorismo (CAT), 5.800 ciudadanos europeos han llegado hasta hoy a una de las dos zonas de combate desde 2013. Cerca del 70% de ellos provenía únicamente de tres países: Francia, Reino Unido y Alemania. Citaré como ejemplo el caso de nuestra vecina Francia por ser el país europeo más tocado por este fenómeno. Un total de 2.299 ciudadanos están implicados en redes yihadistas y la cifra de retornados ya supera los 200, sin que la decepción de lo que hallaron en Siria vaya necesariamente de la mano del arrepentimiento o la renuncia a su militancia.
Sin embargo, y a pesar de las llamadas de socorro de asociaciones de barrios desfavorecidos abordando una fractura en el tejido social, un despliegue de discursos de odio y un repliegue comunitario; a pesar de los múltiples informes elaborados en la última década por sindicatos penitenciarios alertando de que las superpobladas cárceles (58.000 plazas para 70.000 presos) eran “escuelas de yihadismo” entre rejas; a pesar de haber sido testigos de la huida desde 2013 de cientos de jóvenes nacidos y educados en Francia, se esperó hasta 2014 para aplicar el primer programa de “desradicalización” y hasta 2015 para lanzar en Twitter la cuenta StopDjihadisme y dos clips de prevención contra la radicalización violenta. Solo en ese año, Daesh había publicado 18 revistas en 11 idiomas diferentes y había difundido en redes sociales 800 vídeos y 15.000 fotografías propagandísticas.
Esta, la de la búsqueda de fallos y responsabilidades colaterales se ha convertido en la primera reacción de quien asiste anonadado a una masacre como la de Mánchester. Muy a menudo el recorrido de nuestra mirada crítica termina ahí, arrastrados por la bulimia de la información en 140 caracteres. Y cuando los programas en directo dejan de bombardear en bucle una insultante falta de información, (“22 personas han muerto. No, al final son 18. Parece que hay otro tiroteo, pero no está confirmado. No era un tiroteo, pero no cambien de canal”). Cuando ya no quedan más vecinos a los que preguntar si el yihadista en cuestión saludaba o no en la escalera, si rezaba o si comía carne halal; cuando ya hemos preguntado a todos los padres de Manchester cómo de destrozados están, en una escala del uno al diez, por la muerte de sus hijas; cuando ya hemos dejado el sentido mismo de nuestra profesión por los suelos, llega ese ensordecedor silencio. Y el cambio de hashtag.
Porque menos numerosas son las voces que se alzan para preguntarse cómo pudo gestarse el monstruo en el seno de nuestras sociedades. Esa cuestión es más incómoda. Después de más de un año de investigación, creo haber comprendido que todavía hay quien piensa que analizar los factores que favorecen la existencia de un fenómeno es, de un modo u otro, justificarlo. Y así nos va.
Frente a nosotros, en cambio, tenemos a un enemigo que sí analiza. Que se sirve de las herramientas democráticas que rechaza para resquebrajar el tejido social desde su interior. En junio de 2016, el jefe de la Dirección General de Seguridad Interior (DGSI), Patrick Calvar, diagnosticaba la aparición de grupúsculos de extrema derecha y la amenaza real de una guerra civil. “Uno o dos atentados más y la confrontación tendrá lugar”, alertó. Su análisis no terminaba ahí. También recordaba la capacidad de mutación del modo operatorio de Daesh y el peligro real de un despliegue de artificieros enviados a suelo europeo con la única misión de organizar atentados con coches bomba sin necesidad de sacrificar a sus combatientes.
Ante nosotros, pues, encontramos una organización terrorista con una apabullante capacidad de adaptación que estudia no uno, sino todos los puntos débiles de nuestra sociedad. Que ha desarrollado la capacidad de ofrecer a egos rotos nacidos y educados en Europa una revancha social contra sus propios valores.
No es casualidad que el objetivo en noviembre de 2015 fuesen las terrazas de París un viernes por la noche, como tampoco lo es que Salman Abedi fijase como escenario de su vil masacre la salida de un concierto repleto de adolescentes. Ni que Abdelhamid Abaaoud, abatido en Saint Denis in extremis horas antes de llevar a cabo la segunda parte de su plan en París, tuviese como objetivo un atentado en una guardería y en un centro comercial. Tampoco es fruto del azar que, en un momento de máxima alerta y despliegue de seguridad, el yihadismo europeo se esté fundiendo en la clandestinidad. La taqiya (o disimulo) es para Daesh un arma de guerra como otra cualquiera. El yihadismo analiza, muta y golpea. No duda en aunar sus fuerzas a la hora de desplegar en suelo europeo a predicadores de un islam radical en nombre de una libertad de expresión contra la que lucha cobardemente asesinando a caricaturistas.
Tras haber convivido con ellas durante un año, suelo pensar que las madres de estos yihadistas se hacen a sí mismas las buenas preguntas, con la única intención de reconstruir el puzle que rompió sus vidas. “¿Por qué mi hijo pudo coger aquel avión si estaba fichado?”, “¿Por qué regresó de Siria y pudo esconderse en casa durante un mes antes de ser arrestado? ¿Cuántos como él hay hoy en sus casas?” “¿Por qué el imán que lo adoctrinó sigue ejerciendo en una mezquita de París?” “¿Encontró mi hijo en el yihadismo una sacralización de la rabia hacia su propio país?” “¿De dónde le venía esa rabia?” “¿Por qué mi hijo entró ateo a la cárcel y salió de ella tres meses después convertido en un salafista?”, “¿Por qué morir allí fue más atractivo para mi hija que vivir aquí?” “¿Por qué en Francia un joven llamado Mohamed tiene cuatro veces menos oportunidades de encontrar trabajo que otro, con el mismo currículum, llamado Michel?”
Lo cierto es que estas madres no siempre obtienen respuestas, pero en estas dudas que corroen sus entrañas se reflejan los errores de Europa y los nuestros como sociedad.
¿Estamos haciendo lo necesario para impedir que más jóvenes se unan a la yihad? Sí. John Dorrian, portavoz de la coalición, anunciaba esta semana que el número de yihadistas que llega hoy a Siria o Iraq se ha derrumbado un 95% en los últimos dos años, cuando el flujo de combatientes de todas las nacionalidades alcanzaba los 1.500 al mes. Hoy la cifra ronda el centenar. ¿Significa esto que la ideología yihadista ha dejado de tener cabida en nuestras sociedades? En absoluto.
Frente a nosotros, el caos espera. Y es paciente. Cuando, en agosto de 2016 Daesh perdió la ciudad de Manbij (Siria) su órgano propagandístico difundió un vídeo con este eslogan, que resume el reto al que nuestra sociedad va a enfrentarse en los próximos años: “Hemos perdido una batalla, pero hemos ganado una generación que conoce a su enemigo”.