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Los límites de las macrogranjas

Greenpeace protesta en la macrogranja de Caparroso (Navarra) para exigir freno a la ganadería industrial
26 de noviembre de 2021 06:02 h

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Aunque sabemos poco sobre ellas, las macrogranjas llevan años creciendo. Las cifras sobre su tamaño impresionan. Algunas de porcino llegan a concentrar 2.000 cerdas madres para la cría; una granja lechera en Caparroso (Navarra) opera con unas 5.000 vacas y tiene planeado incrementar el número por encima de las 7.000. Es la misma empresa que ha presentado un proyecto para construir en Noviercas (Soria) una granja para más de 23.000 reses. Las cifras se disparan en el caso de las granjas avícolas que, en algunos casos, gestionan la producción de más de 200.000 animales. ¿A qué se debe esa voracidad de crecimiento? 

La clave de la ganadería intensiva está en concentrar a los animales en instalaciones preparadas y aportarles las cantidades necesarias de alimento, de agua y de suplementos, para que la producción por cabeza se incremente todo lo posible en un tiempo previamente determinado. Las medicinas y antibióticos son imprescindibles para minimizar las enfermedades y contagios. Los piensos compuestos modernos con mezclas cada vez más sofisticadas, son también fundamentales. Se trata, en definitiva, de combinar tecnologías y tiempos para estandarizar al máximo la cría, el engorde o la producción de carne, de leche o de huevos, a base de aplicar a los animales la lógica organizativa propia del fordismo. Las llamamos macrogranjas, pero en realidad son factorías que tienen mucho más que ver con sistemas de organización industrial y de logística que con granjas propiamente dichas. 

El enorme entramado ganadero intensivo que se ha ido creando en España en las últimas décadas ha sido controlado desde su momento fundacional en los años sesenta por las multinacionales. Los granjeros propiamente dichos han sido en realidad actores secundarios. Es cierto que aportan el espacio físico de producción y, sobre todo, el trabajo. Pero su función intermedia queda supeditada, por un lado, a las grandes empresas que les proveen de los medios necesarios para organizar y mantener la actividad y, por otro, a las empresas no menos grandes que controlan la distribución alimentaria y que son quienes establecen los precios de venta de los productos. 

En la actualidad, el incremento de la producción animal va acompañado claramente de una reducción del número de granjeros y de granjas, a la par que crece su tamaño. Esto es así porque ampliando el número de animales por explotación e introduciendo sistemas técnicos cada vez más complejos y automatizados se intentan conseguir economías de escala que permitan mantener la posición en los mercados nacionales y globales, ofertando productos lo más baratos posible. Por eso las grandes empresas presionan, directa o indirectamente, para fomentar el modelo de macrogranjas, que es el que se ajusta a esos objetivos. 

Ese interés mercantil, sin embargo, confronta claramente con límites muy variados. El primero de ellos es de tipo económico. El fuerte incremento de la producción animal española está basado en el crecimiento de unas exportaciones que no es seguro que se puedan mantener en el futuro. Esto es especialmente claro en la producción de carne de cerdo, que supera en más del doble el consumo nacional y que se exporta en grandes cantidades, especialmente a China. No es descartable que este boom exportador se pueda convertir en una auténtica burbuja porcina si, como parece que está empezando a ocurrir, China incrementa su producción propia y va disminuyendo sus compras al exterior.

Pero más allá de eso están los límites ambientales, según ha calculado la Confederación hidrográfica del Duero, las 23.000 vacas de la granja propuesta para Noviercas consumirían la friolera de 24 litros de agua, ¡por segundo! Parece que la cuenca, sencillamente, no dispone de esos recursos y por eso, de momento, el permiso está paralizado, pero además del consumo desmesurado de recursos está el problema de los residuos que las macro granjas ya existentes generan. Se trata de un problema grave porque, pese a lo que digan las empresas, es muy dudoso que se puedan reciclar sin causar una sobrecarga dañina para el territorio y para los acuíferos circundantes a las grandes explotaciones.   

Y están también los límites sanitarios. Es cierto que, por el momento, la tecno-biología y la veterinaria están consiguiendo controlar las epidemias animales generadas en el marco de la ganadería intensiva. Pero las vacas locas, la gripe aviar o la peste porcina son peligros que han existido y, en algunos casos, siguen existiendo. Parece obvio que la alta concentración de animales en macro granjas aumenta los peligros potenciales y, ahora que hemos conocido de primera mano los efectos que puede tener una pandemia descontrolada, parecería más prudente no jugar con fuego y adoptar un principio de precaución.      

Frente a todo esto, la gran baza que los partidarios de las macrogranjas están utilizando últimamente es que sirven para detener la preocupante despoblación rural. Sin embargo, el argumento resulta poco convincente. Según las mediciones de un estudio recién publicado por Ecologistas en Acción, entre los años 2000 y 2020 los pueblos de menos de 5000 habitantes que cuentan con explotaciones de ganadería intensiva han perdido más población que aquellos otros en los que no existen esas actividades.

Los resultados pueden ser coherentes si tenemos en cuenta que las macro granjas generan en realidad muy poco empleo a escala local al estar altamente automatizadas. Además, los efectos colaterales de la actividad con olores inevitables o con un abundante tráfico de camiones de carga y descarga pueden interferir negativamente en otras actividades complementarias como el turismo rural, y actuar justamente en la dirección contraria.            

Mientras no vayamos cambiando nuestros actuales patrones de consumo alimentario, eliminar la ganadería intensiva es un imposible. Pero eso no quiere decir que se pueda dar rienda suelta a su crecimiento, caiga quien caiga. El problema de guiarse exclusivamente por las economías de escala y la competitividad es que se pueden sobrepasar unos límites ambientales, de prudencia sanitaria y también de prudencia social que, aunque no quieran verse, están ahí, y convendría respetar para no causar daños quizás irreparables.

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